Rafael Uribe Uribe, el lexicógrafo rebelde: comentarios sobre el prólogo del Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de la lengua.

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Rafael Uribe Uribe

Introducción. Colombia 1886: la lengua al poder, el poder a la lengua

El tránsito del siglo XIX al XX en Colombia tuvo, para los grupos políticos en el poder, una misión clara y concisa: destruir el legado de una serie de reformas liberales que empezaron a mediados del siglo XIX, y hacer de Colombia un país predominantemente conservador, con una lengua, una religión, un centro de poder. En la carta magna escrita en 1886, que se mantendría vigente hasta su derogación en 1991, la república colombiana solo reconocía la religión católica como protectora de la nación (art. 38), la lengua española y el centralismo (art. 1). Esta constitución quizás dejó como mayor legado hacer que en Colombia nos pensásemos como una nación tradicionalista y eminentemente conservadora: borró la posibilidad de crear la Colombia planeada por las grandes reformas liberales empezadas a mitad del siglo XIX y todos sus osados y revolucionarios intentos por imaginar un país diferente. Es casi inconcebible reconocer que tres décadas antes de aquella carta magna, en 1853, en la provincia de Vélez, Santander, se otorgaría —aunque infructuosamente— el voto a las mujeres (Aguilera Peña). Estas grandes invisibilizaciones nos impiden recordarnos y proyectarnos desde otros umbrales la historia nacional y perpetran visiones totalizadoras de la historia a través, al menos en parte, de la domesticación de los archivos. Hay, entonces, que sospechar de muchos de los imaginarios que nutren nuestra historia, y una de las sendas posibles es, precisamente, hurgar en los rincones del archivo y dejar que hablen las voces que contienen, escucharlos en sus términos y discusiones, y contemplarlos en toda su pluralidad. Estas páginas buscan, en el contexto de las batallas del idioma por la canonización de un orden lingüístico conservador durante la expansión del hispanismo en América Latina, reactivar la dimensión política de aquellos archivos que han sido silenciados: dislocar el relato lineal de la historiografía hegemónica desde el caso puntual del Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de la lengua (1886) de Rafael Uribe Uribe. Para ello, es importante reconstruir, en primer lugar, los procesos glotopolíticos culminados en 1886 (fecha de publicación del diccionario y de la carta magna) que participaron del triunfo del conservadurismo; en segundo lugar, realizar una lectura detallada de los conceptos del prólogo del diccionario para evidenciar su dimensión glotopolítica; y, en tercer lugar, mapear la domesticación por parte de ciertas instituciones de los archivos que buscaban subvertir los órdenes dominantes de su tiempo.

En 1886 no solo se ratificó el triunfo político de los conservadores, sino también el lingüístico. Muchos de sus arquitectos fueron hombres que se concibieron de letras: filólogos, lingüistas, lexicógrafos que alternaban sus labores intelectuales con sus proyectos políticos. Trazaban el mapa de la ciudad letrada bogotana regida bajo el estandarte católico, centralista e hispano. Y, como anota Erna Von der Walde, dicho proceso de imaginar a una «nación que remite a la raíz hispánica y católica es un proyecto excluyente de las mayorías mestizas del país. Los saberes letrados, la fe católica, el hispanismo serán dominio de unos pocos que legitimarán con ello su derecho al poder» (73).

Los saberes letrados también se articularon a procesos coloniales y poscoloniales cuando las relaciones entre América Latina y España se replanteaban después de las independencias que estrenaron el siglo XIX. Dichas nuevas configuraciones se dieron desde distintos frentes, y uno de ellos central fue, hacia finales de siglo, la creación de las academias de la lengua correspondientes de la española a lo largo del continente. Arnoux y del Valle (2015), por ejemplo, analizan cómo la formación de una red de academias se da en un contexto histórico donde los antiguos centros de poder metropolitanos y las antiguas colonias «luchan por la gestión de una lengua compartida a través de acciones que revelan la persistencia de una tensión entre el colonialismo y la protección de la soberanía nacional». Una figura central del frente colombiano en estas batallas del idioma es Miguel Antonio Caro, quien no solamente ostentó un amplio prestigio académico que lo llevó a ocupar puestos en instituciones académicas, también desempeñó cargos políticos de alta relevancia, como el de presidente de Colombia entre 1892 y 1898.

El nuevo bando conservador, aquí a través de la voz de Caro, buscaba concebir a Colombia como el hijo que después de haberse largado en la juventud insensata, vuelve y se muda en la casa vecina para reconocer la autoridad del padre: independiente, pero obediente.

Entretanto el interes (sic) de mantener la unidad de la lengua, que de diversos pueblos independientes que la hablan y cultivan, forma una nación, una sola patria literaria, demanda que los diferentes miembros de esta colectividad demuestren con signos visibles que pertenecen á un cuerpo y que tienen una cabeza; y no hay medio tan razonable y justo de satisfacer á esta necesidad, conciliando ambiciones y acallando celosas rivalidades, como que las capitales de las Repúblicas hispano-americanas, representadas por juntas literarias de carácter permanente y cada una en su jurisdicción respectiva (…). Y para que este trabajo sea armónico y fructuoso, todas esas corporaciones han de subordinarse, con razonable adhesión, al principal centro literario de España, como á depositario más calificado de las tradiciones y tesoros de la lengua. Mantener por medios semejantes tan grandiosa y fecunda unidad, fué sin duda el objeto que tuvo en mira la Academia Española cuando acordó establecer Academias correspondientes en las capitales de todas estas repúblicas (50, énfasis míos).

Para Malcom Deas (1992), el siglo XIX en Colombia fue una era dorada para los lexicógrafos vernáculos, los gramáticos, filólogos y literatos, y quienes tuvieron un rol creciente en el ascenso de nacionalismos. Siguiendo los planteamientos de José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman (2002), en la España de finales del siglo XIX se desarrolló el hispanismo como consecuencia a la persistencia de una cultura imperial por parte de una nación que no podía mantener ya ni su hegemonía económica ni militar con sus antiguas colonias. El hispanismo parte del uso de la lengua como identidad esencial y compartida entre la cultura española y las de las naciones americanas, como solución cultural que garantizase la integridad y la viabilidad como nación moderna. Tanto el ascenso de lexicógrafos a las posiciones de poder como el crecimiento del hispanismo como ideología lingüística dan cuenta de cómo figuras como Caro fueron engranajes claves para su extensión en América Latina al crear un nacionalismo hispánico, mientras que figuras que resistieron estos procesos fueron desplazadas a los rincones más oscuros del archivo.

La academia colombiana de la lengua, primera seccional por fuera de España, no solamente jugó un rol fundacional en la expansión del hispanismo como ideología lingüística en Latinoamérica; también fue un ala de trabajo del conservadurismo en Colombia. Fue fundada en 1871, después de intensas reformas educativas a cargo del entonces presidente liberal Eustorgio Salgar. De sus doce primeros miembros (número que, como muchos han comentado, remite al mito fundacional de las doce casas que empezaron la ciudad de Bogotá) solo dos eran liberales: Santiago Pérez y Felipe Zapata (Deas, 1992).

Otro signo de esta obediencia política y lingüística a esa única «cabeza», como menciona Caro, y que es precisamente el hispanismo como ideología lingüística, lo encontramos en la misma constitución de 1886. En la edición original de la constitución, se agrega una alocución presidencial escrita por el entonces presidente del Consejo Nacional, Juan de Dios Ulloa, quien dice: «La hija y la madre, Colombia y España, se abrazan, y como gloriosas divisas de una misma familia, enlazan á perpetuidad sus pabellones» (61). España es el único otro país mencionado en la alocución. Esta mención nos permite evidenciar cómo estaba constituida desde los cimientos más básicos y elementales del país, desplegado por sus instituciones políticas y académicas, una subordinación política y cultural implícita de Colombia a España. Este sometimiento intelectual terminó también por restringir las formas en que imaginamos y concebimos la historia, la lengua y la historia de nuestra lengua.

Rafael Uribe Uribe: el lexicógrafo rebelde

Pese a que los lingüistas y lexicógrafos conservadores eran mayoría, eso no quiere decir que no hubiese voces subversivas que contradecían su proyecto, y el general Rafael Uribe Uribe es uno de los personajes más llamativos de entre los que participaron (e imaginaron) el siglo XIX y XX colombiano. Defensor acérrimo del liberalismo y sindicalismo, fue víctima de constantes ataques por parte de la prensa conservadora, y ascendió a la figura de mártir al ser apuñalado con unas picas frente al capitolio nacional.

Al perder la primera de las tres guerras que perdería, en 1885 y al ver el inicio de la destrucción de todas las políticas federalistas y liberales, el general Uribe Uribe decide en la cárcel escribir su Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de la lengua, que sería publicado el mismo año de la carta magna conservadora:1886. Podemos especular sobre las razones por las cuales una persona que ve todos sus proyectos políticos desmoronarse, en el momento más crítico y contradictor de su militancia, decide escribir un diccionario: acaso Uribe Uribe entendió que, para acceder a los frutos del ejercicio de poder, habría que penetrar con su pluma la ciudad letrada; habría entendido que debía resistir desde los flancos donde el conservadurismo se fortaleció; habría entendido que el lenguaje también es una herramienta de poder sobre poblaciones, y que dominarlo es acceder a una serie de instituciones, aparatos y tecnologías que operan plenamente dentro de ello. Si bien Uribe Uribe nunca abandonaría las armas como medio para volver a posicionar al liberalismo en el poder (como lo demuestran sus demás participaciones y comandos en las guerras civiles de 1895 y 1899), entendió que había otro frente (y en el cual combatió en distintos escenarios con polémicas y enfrentamientos) por donde ganarles a los conservadores: la lengua.

El prólogo de Uribe Uribe al diccionario que aquí se presenta es un testimonio vivo de la estrategia de resistencia en el frente lingüístico de la guerra civil colombiana. Una vez planteado el contexto en el cual este texto se inscribe, es más fácil identificar sus armas de embestida, las trincheras que levanta, la cadencia de sus proyectiles. Hay dos objetivos claros por atacar el tipo de prescriptivismo de sujetos como Miguel Antonio Caro, por un lado, y por el otro el carácter subordinado de la Academia Colombiana de la Lengua en los procesos de estandarización neocoloniales desplegados desde España. Diez páginas de su prólogo describen la función política del texto y abren paso a una posible interpretación del ejercicio lexicográfico del autor como acto de resistencia al régimen glotopolítico conservador en Colombia. Las diez páginas comentadas en este trabajo corresponden a las dos últimas subsecciones de la sección tercera, titulada «Americanismos» (páginas XVIII-XXVII).

Uribe Uribe empieza su debate con tres punzantes preguntas: la primera, si los americanismos deberían ser admitidos en el diccionario de la RAE; la segunda, si la lengua castellana está en ese momento en un proceso análogo al del latín durante la formación de las lenguas romances, y si hay que oponerse o no a dicho proceso; y, para terminar, interroga si las naciones hispanoamericanas deberían reconocer y acatar la «supremacía literaria» (XVIII, énfasis mío) de la Academia española. Uribe Uribe, quizás para blindarse de acusaciones personales o tal vez para otorgarse legitimidad en la lexicografía y la gramática, decide responder invocando a grandes figuras de la lingüística latinoamericana: Andrés Bello, con una cita de su prólogo de la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847); José Rufino Cuervo, citando el prólogo de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1876); Salvador Camacho Roldán, quien fue un presidente liberal de los Estados Unidos de Colombia y autor de la Introducción á las poesías de Gregorio Gutierrez González (1880); y finalmente Ezequiel Uricoechea y su introducción a la Gramática de la lengua chibcha (1871). Todas las citas, completamente descontextualizadas y sin ser comentadas, llevan a la misma conclusión: abogar por una «federación literaria» (Camacho Roldán, XX). Yendo a contracorriente de las autoridades gramaticales conservadoras (quienes coincidían además ahora como autoridades políticas e imponían obediencia al despliegue del hispanismo como paradigma de la antigua cultura imperial española), Uribe Uribe aboga por una federación lingüística en el preciso momento en que el federalismo se desmorona en Colombia. Al referirse a Camacho, el autor del prólogo argumenta:

Quiere éste [Camacho] que así como en los países de forma federal hay intereses locales cuyo libre manejo y administración corresponden exclusivamente á las autoridades seccionales, y asuntos primordiales que interesan á toda la nación y que deben ser administrados por un gobierno general, así la Academia española debe administrar el fondo común del idioma, las formas radicales, y dejar á cada nación la facultad libre de emplear un vocabulario de provincialismos para designar los hechos que no tengan nombre en el Diccionario general. (…) ¿Qué podría un centralismo literario en este punto? Uno de dos serían sus empeños: ó esforzarse en destruir todo provincialismo, toda sombra de lenguaje local, ó reconocer todos los provincialismos, incluyéndolos por igual en el Diccionario. (XXIII)

La crítica al centralismo opera en un doble sentido: apela tanto a su plano lingüístico como también a su plano político. Todo el proyecto lexicográfico que recopila, comenta y teoriza Uribe Uribe reclama necesariamente a las condiciones políticas del triunfo de los conservadores. Su reclamo se basa en que el nuevo gobierno conservador y centralista reconozca las autonomías y saberes locales mediante su reflexión lexicográfica. Se hace explícita y manifiesta la íntima conexión entre lengua, estandarización y lexicografía para acceder al poder de la ciudad letrada.

Con respecto a la analogía de que el español recorrería el mismo destino que el latín tras la desaparición del Imperio romano (tema recurrente entre los lingüistas latinoamericanos e ibéricos, que se puede rastrear desde Andrés Bello hasta la famosa polémica Cuervo-Valera) Uribe Uribe se posiciona negando dicho destino para el castellano. El argumento que da, curiosamente, lo desarrolla desde las tecnologías de la comunicación: con el progresivo desarrollo en los modos y medios de comunicación, sería difícil cortar el tipo de contacto (XXV), y pareciera ir a contracorriente de las posturas antiutilitaristas de Caro. Esta sección complejiza más las propuestas del federalismo lingüístico de Uribe Uribe: reconoce que las naciones americanas toman con amor la influencia intelectual y literaria de España, asumiéndola como «madre legítima» (XXV) y aboga por la unidad de la lengua española (XXVI). Uribe Uribe no pretende promover que América Latina configure su propio dialecto; lo que quiere es cambiar los modos políticos para garantizar esa unidad.

Indisciplinar el archivo, revolucionar las voces

Un año después de la muerte de Miguel Antonio Caro, en 1910, Rafael Uribe Uribe pudo llegar a ser miembro de la Academia colombiana de la lengua. Es como si Caro hubiese dicho: «¡sobre mi cadáver!», y así fue. Pero Uribe Uribe, pese a su función de lexicógrafo insurgente, ha sido domesticado por parte de cierta historia lexicográfica institucional en Colombia, siendo representado llanamente como un lexicógrafo descriptivo, que juiciosamente recopiló formas del habla en uno de los momentos de quiebre más radicales de la política colombiana. No obstante, tras rastrear distintos silencios del relato histórico canónico, se percibe que el lugar que ocupó Uribe Uribe en la Academia colombiana fue más bien incómodo. El único nuevo integrante de la Academia ese año que no da un discurso inaugural es, precisamente, Uribe Uribe. En los anales de la Academia, no se registra mucha presencia ni participación de este académico en las actividades de la corporación (Esponda, 1973). Tal vez no participó, o solo no se llevó registro de su actividad. Incluso en contraste con la muerte de Miguel Antonio Caro, a quien le dedicaron una infinidad de discursos en el año de luto del que se vistió la Academia, apenas si hay una nota obitual, un luto discreto, una tristeza lejana cuando se produce el terrible y visceral asesinato de Uribe Uribe.

Entonces, lo que queda es luchar por la forma en que (re)presentamos el archivo de Uribe Uribe. Pese a que distintas voces han tratado, desde distintos espacios académicos y discusiones historiográficas, de retornarle a Uribe Uribe su lugar de lexicógrafo rebelde, de pilar de la resistencia político-lexicográfica durante el despliegue más asiduo de los conservadores por homogenizar la lengua, la educación y la religión, todavía ahora persiste, desde fuerzas institucionales, la intención de dirigir el archivo a una esquina controlable, obediente, dócil.

Un ejemplo de ello se halla en la forma en que la Academia colombiana de la Lengua ha hecho persistir interpretaciones mucho menos politizadas —privilegiando las lecturas técnicas y especializadas de la lexicografía y la lingüística— despojando a Uribe Uribe de su potencialidad disruptiva. Un texto escrito ya en el siglo XXI por Edilberto Cruz Espejo, quien ocupa actualmente la silla B de la Academia colombiana, —un texto sin año, con una mínima bibliografía y que pareciese ser la entrada de un blog pese a estar en una página oficial— es una clara muestra de ello. Titulado «Breve noticia sobre el Diccionario de Rafael Uribe Uribe», el texto empieza con una anécdota sobre cómo Otto Morales Benítez, un eminente político colombiano del siglo XX, desistía de llamar a Uribe Uribe como «general» porque «esto sería limitar los alcances de su inteligencia (…) de tal manera que nos invita a llamarlo: estadista, humanista, pensador» (Cruz Espejo, s/f). Esto también es un acto despolitizador, lo cual suprime una faceta fundamental no solamente de su vida, sino de su proyecto humanístico, como si la lengua y la política fuesen dos universos paralelos. Pareciera que toda la crítica a la expansión del hispanismo como órgano rector de los usos del español en América fuese borrada mediante todo un proceso institucional que perpetúa la visión canónica de la historia (y que encarna Cruz Espejo), y por toda una tradición de investigadores y académicos. Hay dos formas de silenciar un archivo: relegándolo a un espacio inaccesible, o simplemente desincentivando su lectura reiterando que ya no tiene nada por decir. Este texto ha sido un esfuerzo por reivindicar el carácter disonante de las páginas del diccionario de Uribe Uribe: articularle nuevas manifestaciones y potenciar sus críticas, y con ello pluralizar los relatos lineales que sobreviven (y se repiten acérrimamente) a la restauración conservadora en Colombia.

Fuentes citadas

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-Aguilera Peña, Mario (2003). «Por primera vez, la mujer tuvo derecho a votar en 1853, 150 años de la Constitución de la provincia de Vélez.» Credencial Historia 163.

-Arnoux, Elvira y José del Valle (2015). Intrucción a la creación del español: perspectivas latinoamericanas y transatlánticas. En del Valle, José. Historia política del español. La creación de una lengua. Aluvión, 145-156.

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-Bushnell, David (1994). Colombia, una nación a pesar de sí misma. De los tiempos precolombinos a nuestros días. Bogotá: Planeta.

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Constitución política de Colombia (1886). Bogotá: Imprenta de Vapor de Zalamea, 1886.

-Cruz Espejo, Edilberto. Breve noticia sobre el Diccionario de Rafael Uribe Uribe. Bogotá, s.f. Academia Colombiana de la lengua.

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