Guido Lucchini es profesor en la Universidad de Pavía, en Italia. Este libro resume una parte importante de sus investigaciones de los últimos años: aquellas en las que ha trabajado fundamentalmente la constitución del campo de los estudios filológicos y estilísticos contemporáneos.
El libro no es una historia integral del campo filológico, ni en Italia ni, por supuesto, en Europa. Tampoco pretende serlo. Lucchini se propone, en cambio, ofrecer lecturas, diría altamente concentradas, sostenidas en un implacable trabajo de archivo, de seis momentos históricos en la constitución del campo. Los seis escritos incluidos en el libro conforman una especie de retablo, con piezas menores a cada lado, articulados en torno a un escrito central, de mayor extensión. Los dos primeros estudios, dedicados al siglo XIX, recorren las vicisitudes de los estudios filológicos en Italia a partir de dos «casos» —un término que tenemos que retener como especialmente adecuado para dar cuenta de los recorridos propuestos por Lucchini—. El primero de ellos se concentra en las huellas en la discusión italiana de los postulados del positivismo historicista tal como fueron desarrollado en Francia por Hippolite Taine. El segundo está dedicado a la imagen de la Edad Media en los estudios italianos del siglo XIX.
Se trata de artículos que el propio Lucchini reconoce como un tanto extemporáneos y oblicuos en relación con el eje central del recorrido que propone el libro, centrado en pensar algunos momentos de los estudios filológicos y estilísticos del «novecento». Es lo que sucede claramente con los tres últimos escritos incluidos en el volumen. Están dedicados al siglo XX y a dos figuras —Leo Spitzer y Erich Auerbach— que permiten leer la constitución del campo filológico como un espacio atravesado por la migración y la distancia, tanto en un sentido textual (migración de saberes, traducciones, contaminatii) como en un sentido vital: el desplazamiento por diferentes espacios lingüísticos y nacionales, desplazamiento a menudo ligado a la persecución y al exilio.
El capítulo central del trabajo es un extenso trabajo dedicado a una figura que, vista desde la configuración de un espacio de estudios lingüísticos y filológicos en América, es relevante. En efecto, en él, Lucchini se detiene largamente en la figura de Benvenuto Terracini, uno de los más notables protagonistas de los estudios sobre las lenguas en la Italia del siglo XX
Formado en la Universidad de Turín, su ciudad natal, con Matteo Bartoli (quien, pocos años después, será también el maestro del mancato profesor Antonio Gramsci) perfeccionado en París antes del estallido de la primera guerra mundial (en la que participará con el grado de teniente), lector de italiano en Alemania y profesor durante años de materias lingüísticas en diferentes universidades italianas (Cagliari, Padua, Milán), Terracini residió en Sudamérica ente 1942 y 1946. Se trata, es importante señarlo, de una residencia forzada: el lingüista, miembro de una antigua familia judía de Turín, llega a la Argentina, y más precisamente a la ciudad de Tucumán, como consecuencia de la legislación racial implementada por el régimen fascista en 1938, a imitación de la legislación alemana, luego de haber intentado en vano llegar a otros destinos (Estados Unidos y Brasil).
En obras como la de Terracini es posible hallar una protoglotopolítica, muy similar a la que Klaus Bochmann ve en los planteos de Karl Vossler (en un artículo todavía inédito en castellano, «¿Se modifican las lenguas?», traducido por Roberto Bein) y que es extensible a compañeros de ruta de este como los que se estudian en este libro: una visión del lenguaje como objeto histórico y una visión del sujeto como instancia que se dirime en relación con la lengua. Esa concepción culturalista e histórica del lenguaje encuentra en Terracini, y sobre todo en su giro argentino en los años tucumanos, un momento especialmente significativo.
Y es que, en esos años argentinos, que coindicen con la última etapa de Amado Alonso como director del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, se sientan las bases de una concepción cuyas implicancias políticas para pensar el lenguaje son evidentes: el concepto de «libertad lingüística», que comienza a aparecer en 1949 en un artículo publicado en castellano en la revista Cursos y conferencias, pero que se desarrolla con fuerza, ya en italiano, en los estudios que confluyen en el volumen Lingua libera e libertà linguistica. El comienzo del último capítulo, comienzo que es retomado por Lucchini en su estudio, es en este punto de una claridad que nos ahorra mayores comentarios. Traduzco:
El desarrollo de la lingüística histórica originada en la gramática comparada puede ser concebido como una disolución progresiva de la concepción evolucionista en una interpretación cultural del hecho lingüístico, en otras palabras, como la inserción […] de la lingüística histórica en la historia de la cultura. Se trata, en lo sustancial, de un regreso de la concepción humboldtiana del lenguaje; he aquí el por qué la lingüística idealista —en cuanto prescinda de su premisa inicial y no se identifique con la estética— se presenta como historia de la cultura en la obra y en los postulados de sus mayores cultores, Vossler y Spitzer. (Terracini, 1963: 160)
Es en la Argentina, en el nuevo mundo, donde Terracini empieza a dedicarse con intensidad a los estudios más ligados con las escrituras contemporáneas y con un campo de saber todavía en formación: la estilística. Algo es claro, según lo reconstruye detenidamente Lucchini: si, en su período formativo y en sus años de docencia e investigación anteriores a la catástrofe que representan las leyes raciales y las persecuciones en los años de la segunda guerra, Terracini se había dedicado sobre todo al estudio de las ricas y heterogéneas variedades lingüísticas regionales italianas y a las escrituras medievales como objeto de trabajo filológico, durante su estadía sudamericana el panorama cambia sustancialmente. Lo hace, en parte, como consecuencia del nuevo ambiente académico en el que el filólogo italiano está obligado a operar: el de la universidad de Tucumán, una institución joven, que en esos años estaba viviendo un período de reorganización y de impulso de los estudios para el que la presencia de expertos europeos que por diferentes razones habían debido abandonar sus tradicionales lugares de trabajo era fundamental.
En este marco, uno de los alumnos ilustres de Terracini, Cesare Segre, muy conocido entre nos por sus estudios sobre literaturas en castellano, ha hablado de un «efecto Auerbach» (1989: 127) para explicar el desplazamiento de su maestro hacia los estudios estilísticos. Con esa expresión, Segre se refería a ciertas condiciones de trabajo con las que Terracini se encuentra en Tucumán. Son condiciones análogas a las que Erich Auerbach, también como producto del exilio como consecuencia de la legislación racial en Alemania, se encuentra en Turquía, donde permanece hasta el fin de la segunda guerra mundial: la formación de un alumnado para el que era menos sólido el conocimiento del latín y el griego antiguo que en Italia o como las dificultades para el acceso a fuente y bibliografía especializada. Como muestra Lucchini a partir de la recuperación de varios trabajos de distintos investigadores que trabajaron con el acervo del autor custodiado hoy en el Fondo de Manuscritos de la Universidad de Pavía (impulsado por otra de las alumnas notables del lingüista: Maria Corti), hay también un «efecto Spitzer» en el giro producido en los estudios sobre el lenguaje de Terracini.
Leo Spitzer —el gran crítico austríaco, también judío, que había pasado un tiempo en Turquía luego de su partida forzada de Alemania y había pasado a los Estados Unidos— es el único con el que Terracini dice tener un diálogo fluido. Ese «efecto Spitzer», ligado fuertemente con el impulso de la Stilkritik impulsado a partir de los años veinte por el austríaco, implicó para Terracini un replanteo de la dicotomía entre estudios literarios y estudios lingüísticos, que precisamente la adopción de una noción operativa, —aunque al mismo sustancialmente ambigua— como la de estilo permitía, al menos en parte, superar.
Son justamente las figuras de Erich Auerbach y de Leo Spitzer las que ocupan el centro de los últimos tres capítulos del estudio de Lucchini. Los dos artículos dedicados a Spitzer incluyen uno en el que Lucchini se centra en el estudio de las cartas con otra figura prominente de los estudios lingüísticos de la primera mitad del siglo XIX, que permite pensar una línea alternativa, e incluso irreductible, a las sistematizaciones saussureanas: el alemán Hugo Schuchardt, figura prominente de la romanística germana, residente durante muchos años en Austria. Schuchardt, lo dijimos, que asume una visión absolutamente dinámica y fuertemente culturalista de lo lingüístico y a quien Terracini le dedica páginas memorables en uno de sus escritos argentinos (Perfiles de lingüistas, Universidad de Tucumán, 1946), implica una alternativa a las líneas de trabajo sistemáticas, y luego estructuralistas, que se desprenden del Cours de Saussure (a menudo, sobreinterpretándolo), pero también a las tendencias de la lingüística idealista representada sobre todo por Karl Vossler, en diálogo permanente con una figura recurrente a lo largo de todo el libro de Lucchini: Benedetto Croce. Si Karl Vossler y su escuela ponen el acento en los procesos de innovación lingüística que se registran en la esfera de la «alta cultura”» letrada (es decir, privilegia por sobre todo la literatura y las variedades cultas escritas), Schuchardt enfatiza por su parte los procesos ligados con el habla popular: las lenguas «vulgares» como espacios dinámicos y de creatividad, de lucha y de contaminación.
El segundo artículo dedicado a Spitzer se centra en la relación del austríaco con el idealismo lingüístico en Italia, a partir del diálogo temprano, aunque no demasiado extenso, que establece con Benedetto Croce. Para Lucchini, lo que distingue a Spitzer no es tanto su adscripción al idealismo, que aparecerá siempre como —«extrínseca», sino su «individualismo», que remite otra vez a Schuchardt y que le permite incorporar la dimensión pragmática del lenguaje ya, en alguno de sus grandes textos iniciales, como Italianische Umgangssprache, de 1922, estudio sobre la lengua escrita popular sobre la base de las cartas de los prisioneros de guerra italianos en manos de Austria-Hungría durante la primera guerra mundial. En su estudio, Lucchini reconstruye, a partir del diálogo con el idealismo, la crítica de Spitzer a Saussure y a la tradición saussureana, pero también la impronta que los planteos del Cours dejan en la obra madura del austríaco, sobre todo durante su residencia en Estados Unidos. Es decir, con una flexión teórica —como en Terracini— asociada con el «Nuevo mundo».
Especialmente significativo es, en este punto, el análisis del modo en que opera el concepto de sincronía, de evidente raigambre saussureana, en el Spitzer del exilio norteamericano. Del estudio de Lucchini surge que la estilística de Spitzer se muestra como aquello que es, inseparable de un conjunto de experiencias vitales: la elaboración de impulsos teóricos diferentes, a menudo contradictorios, que no coindicen en un todo sistemático, que involucran, a lo largo del tiempo, a Hugo Schuchardt, al idealismo de Croce y de Vossler, a Freud (a quien Spitzer conoce tempranamente en su ciudad natal, Viena), Saussure y su escuela.
A Erich Auerbach —como Spitzer, como Terracini, una figura que aúna filología y exilio— le dedica Lucchini el último capítulo de su libro. No es, dados los rasgos del proyecto del libro que puntualizamos al inicio de esto escrito, un estudio sobre Auerbach en general, sino sobre las relaciones del filólogo alemán con el historicismo. Lo que se enfatiza es su rol de lector de pensadores como Friedrich Meinecke y, fundamentalmente, su lugar como buceador de un texto fundacional en el que se postula la filología como un espacio de saber específico: la Scienza Nuova, de Giambattista Vico, publicada en Nápoles —en su versión definitiva— en 1744.
Para Auerbach, conscientemente inscripto en los postulados de Vico, hay que rechazar la filología como contrapuesta a la historia. Por el contrario, la filología equivale a la historia en la medida en que esa historia, como el propio Auerbach había explorado en Mímesis (1946), no es sino un conjunto de tradiciones textuales, de registros estilísticos, de sentidos materializados en discursividades (para decirlo en una jerga más cercana a nosotros en el tiempo). Es algo que Auerbach retoma al final de sus días, también desde su lugar en la academia norteamericana, en un escrito que es a la vez la introducción a su volumen postrero y una síntesis de sus métodos de trabajo. Allí afirma que siempre tuvo la intención de escribir historia, en el sentido de acercarse siempre al texto, pero sin considerarlo nunca de manera aislada. Le arroja una pregunta, dice Auerbach con respecto a su propio método de trabajo, y lo más importante es esa pregunta misma, y no tanto el texto.
La filología —vista desde los planteos finales de Auerbach— opera un desentrañamiento de esos hilos históricos textuales, al mismo tiempo, con distancia y con cura, con un ethos fuertemente amoroso, sostenido en una philía, que no lee en términos de homogeneidad y de unicum, sino de mezclas de estilos y de cruce de tradiciones. Allí reside, creemos, la dimensión política más potente, más entrañada, de la filología y de la estilística del siglo XX que Lucchini recorta y recorre en este volumen, con los desplazamientos existenciales y las reconfiguraciones teóricas que las caracterizan.
Referencias
Auerbach, Erich (1966). «Introducción: propósito y método». En Lenguaje literario y público en la baja latinidad y en la edad media. Barcelona: Seix Barral.
Terracini, Benvenuto (1963). Lingua libera e libertà linguistica. Turín: Einaudi.
Segre, Cesare (1989). «La letteratura: teoria e problemi». En Elisabetta Soletti (ed.), Benvenuto Terracini. Atti del Convegno. Torini, 5-6 dicembre 1986. Alessandria: Edizioni dell´Orso.