La noción de que el enriquecimiento de la vida y el porvenir del mundo dependen de leer poemas y novelas puede sonar como una idea tan revolucionaria como absurda. Algunos teóricos (Agamben, 1994; Antelo, 2020) insisten que lo imperante en este mundo es su ilegibilidad y que el verdadero filólogo es aquel que no sabe leer y puede vivir como mandó Dios. Presumiblemente, el filólogo-analfabeto tiene acceso a experiencias no contaminadas por los signos. Esta posición se basa en la noción, como explica con su característica ironía elegiaca Agamben, de que la experiencia humana es incalculable e incompatible con la certeza. En cambio, nosotras y nosotros que practicamos la filología utopista pensamos en la lectura como algo verdaderamente necesario, como la comida o la ropa. Para vivir o sobrevivir en este mundo que nos ha tocado es necesario leer. Hay que leer el entorno, al otro, y nosotros mismos y poder distinguir entre las señales del peligro y las de la esperanza. Para poder leer hay que descifrar el enigma de los signos, las palabras y los gestos. Esta es nuestra condición filológica. Y tal vez, en ningún otro momento, nos volvemos más conscientes de esta condición que cuando nos asedia el despojo de las palabras precisamente en momentos de crisis, como, por ejemplo, ante un atraco, frente al jurado de una defensa de tesis, en los tribunales de justicia, en un campo de concentración u hospital, ante un pelotón de fusilamiento o en ese momento en que un verdugo exprime tu último aliento. Recordemos el asesinato del hombre afro-americano George Floyd por un policía blanco que el pasado verano desató la más reciente pandemia del racismo en EE.UU. Su último aliento fue precedido por la pronunciación de la palabra “mamá”. Esta sola palabra surgió como el último testimonio de su aferro a la vida. En general, los maestros y teóricos más preocupados por los problemas de la comunicación y la lectura que impactan nuestra supervivencia, la construcción de nuestra identidad colectiva, nuestros conflictos políticos y luchas sociales trabajan dentro de la disciplina mejor conocida con la etiqueta desafortunada de «filología», bastante menospreciada por las corrientes posmodernas de pensamiento.
En esta época de pandemia, crisis y convulsiones políticas, la filología latinoamericana se enriquece con la reciente publicación de Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana, escrito por Rafael Mondragón, investigador, escritor, editor y activista mexicano. En diálogo con el concepto de «la filología como ciencia de la vida» del romanista alemán Ottmar Ette (2015) y tomando mucha distancia de la filología positivista contemporánea tan predispuesta a malabarismos teóricos y exquisiteces discursivas («que el nombre no tiene nombre»), Mondragón nos ofrece un profundo y extenso análisis de la investigación filológica y las tradiciones más radicales de lectura que, desde la Revolución mexicana a la Revolución cubana, han buscado transformar la vida cotidiana mediante el cuidado y la trasmisión de la palabra en Latinoamérica en el siglo XX. El libro se desarrolla en una prosa clara y accesible, con la maravillosa urgencia de un autor que quiere dialogar a la vez con especialistas y ciudadanas y que insiste en que nuestro oficio se puede practicar de otra manera, radicalmente menos positivista y egocéntrica.
En Un arte radical de la lectura Mondragón estudia las obras de pensadores relevantes para el latinoamericanismo, tales como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Carlos Mariátegui y Ángel Rama, quienes abordaron algunos de los problemas teóricos más importantes del continente. Estas figuras, sus obras e ideas en torno al trabajo colectivo de leer la situación de cada cual, el mundo, y sus historias conforman las constelaciones que explora Mondragón en este hermoso libro. Un arte radical de la lectura está inmerso en el optimismo peculiarmente risueño y resistente de filólogos tales como Antonio Cornejo Polar y Raúl Bueno. Igual, Mondragón reencarna el espíritu del saber generoso que en Latinoamérica ha sido diseminado por figuras, hoy olvidadas, tales como Simón Rodríguez, Servando Teresa de Mier, Ángel María Garibay y también Margit Frenk, una de sus maestras en el arte de escuchar.
«Poco a poco» podría ser otro nombre para esa forma de analizar, citar, comentar lentamente que encontramos en este libro, esa forma de tejer los distintos saberes y sus implicaciones sociohistóricas en Latinoamérica que, en El cazador Reyes (1921: 145) llamó «la ciencia de la seguridad despaciosa», o sea, la búsqueda de respuestas a enigmas y soluciones a problemas sin apresurarse a juzgar demasiado. Luego de reconocer sus imperfecciones, contradicciones y equivocaciones, la prioridad investigativa para Mondragón es rastrear el tipo de preguntas que los intelectuales elaboraron en sus respectivos contextos históricos más que la ubicación institucional de cada cual. Algunas de las preguntas pilares que guían la investigación filológica son: 1) ¿por qué importa la literatura en la vida de los seres humanos concretos?; 2) ¿cuáles son los valores que hacen humanos a los textos literarios, los vuelven objetos dignos de pasión y hacen que la gente se dedique a su estudio?; y 3) ¿qué tipo de filología es posible cuando esta procede como forma de investigación y creación orientada hacia el público? La hipótesis principal que guía su exploración de estas cuestiones es que las nociones de literatura y la cultura son invenciones colectivas de los lectores que se van reconstruyendo en base a los diversos conflictos de la sociedad y la lengua. Mondragón distingue entre la tradición filológica académica y la ciudadana para poner énfasis en aquella filología intermedia de carácter utópico capaz de vislumbrar «otro posible futuro». Cuatro capítulos, mezclas de análisis filológico-historiográficos y ensayos reflexivos, dan cuenta de las acciones, discusiones, temporalidades y espacios concretos donde emergieron las ideas y preguntas filológicas estimulantes y problemáticas y las tradiciones de lecturas latinoamericanas más importantes y radicales del siglo XX.
La primera constelación gira en torno a la pregunta «¿qué significa leer con cuidado?» Para responder a esta pregunta Mondragón articula las obras e ideas filológicas del argentino Raimundo Lida con las del peruano Antonio Cornejo Polar que coinciden en sus enfoques sobre la lectura como experiencia vital, tomando en cuenta las reflexiones de Alfonso Reyes sobre la relación entre lenguaje y cuerpo, fuente de toda experiencia significativa. A diferencia de Amado Alonso, quien concebía lo estético como una sublime experiencia individual mediada por las formas, para Lida y Reyes, el arte se trataba de una experiencia vital colectivamente necesaria. No se puede vivir sin contar lo que vivimos y así mediante el cuento, la canción o la poesía compartir la vida con los demás. Para Cornejo Polar, heredero filológico de Lida, la literatura hace posible una perspectiva sobre el mundo y la experiencia y permite la comprensión y transformación de los principios y relaciones sociales que la organizan. Gracias a dicha articulación, argumenta Mondragón, «comienza a emerger en América Latina una visión de literatura que pone el acento en la vida cotidiana en lugar de enfocar la atención en aquello que las separa de elites del pueblo» (86).
La filología indigenista y el racismo metodológico conforman los dos ejes principales de la segunda constelación abordada en el libro. El racismo metodológico se trata de los ocultamientos de las expresiones culturales de los grupos indígenas, subyugados o invisibilizaos por los regímenes coloniales o neocoloniales mediante el despliegue de ideologías lingüísticas sobre la variante estándar del idioma que exigen originalidad, pureza y homogeneidad. Ante esta situación de realidades culturales invisibilizadas, la literatura y la filología indigenistas autónomas, mejor representadas en el continente por el escritor peruano José María Arguedas y el filólogo mexicano Pablo González Casanova, respectivamente, construyen un marco de interpretación que revela estilos de vida y modos de expresión distintos y que subsisten y coexisten junto a lo occidentalizado en la Latinoamérica del siglo XX. Mondragón explora estas cuestiones rescatando para nosotros la obra e imaginación pionera de los investigadores y creadores que se aproximaron a las tradiciones orales y cuerpos textuales de las diversas culturas indígenas del continente. Los mexicanos Ángel María Garibay y Pablo González Casanova y el boliviano Jesús Lara son algunas de las figuras transcendentales que se desapañaron como investigadores a la vez comprometidos con el rigor científico, la exhaustividad de fuentes y el problema de la reivindicación social de los grupos indígenas en el presente. Estos investigadores y autores agregaron al concepto de filología la noción de una labor restauradora que limpia el pasado de la violencia heredada del régimen colonial «para pensar un presente alternativo y prepara a los indígenas del presente para asumirse como sujetos políticos autónomos, con conciencia de su dignidad» (226).
Gracias a estos aportes hoy podemos mejor leer, interpretar, describir, explicar y celebrar las vivencias e historias de los diversos grupos indígenas del continente. Rumiando particularmente los aportes de María Garibay y Lara, Mondragón aprovecha la oportunidad para también destacar «las maneras distintas en que la filología latinoamericana se nutre de una tradición autodidacta cuyas formas de rigor y procedimientos de investigación se construyen en franca oposición a lo que perciben como limitaciones de la labor universitaria» (231). Como señala Mondragón, nuestros mayores filólogos han tenido que desempeñarse en otros oficios burocráticos, artísticos o periodísticos para ganarse la vida y llevar a cabo sus estudios e investigaciones y esto les ha conferido cierta autonomía.
Las obras de José Carlos Mariátegui y Pedro Henríquez Ureña, fundadores del humanismo latinoamericano cuyas obras afloran entre 1924-1949, integran el vector vanguardista-utopista de la tercera constelación filológica que Mondragón nos ayuda a explorar. Estos dos críticos, explica Mondragón, compartieron una comunidad de ideales, aspiraciones y realizaciones basadas en una noción del vínculo entre la literatura y la vida y de la función radical o revolucionaria de la imaginación. El escritor peruano Mariátegui, por ejemplo, percibió la diferencia entre los revolucionarios y los conservadores como la diferencia entre aquellos que tienen suficiente imaginación para leer el pasado, presente y futuro y aquellos que les falta imaginación para revivirse, superarse o renovarse. Además de insistir en la noción utópica de un posible mundo mejor o más justo, ambos críticos fueron fundamentales en la construcción de una perspectiva filológica capaz de observar la dimensión estética del cambio y las luchas sociales, ya que, como Mondragón nos explica, veían el arte como un laboratorio para transformar la vida cotidiana y priorizaban el sueño de una cultura militante autocrítica.
Mariátegui y Henríquez Ureña percibieron, mejor que nadie, el vínculo cultural con el pasado y la visión ética de la tarea lectora. El ligar el arte, la cultura, al proyecto de la transformación de la vida asume un carácter político. Concebir el arte y la cultura como fenómenos radicalmente revolucionarios nos obliga a ver las relaciones sociales en las cuales la cultura se produce y nos lleva a considerar el problema de la creación de la vida cotidiana y las maneras que los seres sociales se producen a sí mismos y construyen relaciones con los demás. Por lo tanto, dicha filología revolucionaria «pone el acento en la voluntad humana, la creatividad y la capacidad de actuar en la historia» (251). Ambos, Mariátegui y Henríquez Ureña, desarrollaron la historiografía literaria como un juego de herramientas para la reconstrucción del pasado, y como enfatizara Gaos (1993), desde el presente y por el presente.
Las reflexiones de este capítulo revelan la gran afinidad que existe entre el comportamiento pedagógico-utopista de Henríquez Ureña y la propia ética filológica de Mondragón al recodarnos como el dominicano era un maestro cuyos gestos obligaban a conversar, que enseñaba a través de su presencia y construía «experiencias del pensamiento a través de un trabajo constante sobre su propio cuerpo» (271). Al contrario de los que citan por citar sin leer, con sus propias descripciones, explicaciones y reflexiones, Mondragón ilustra el método lector infatigable de Henríquez Ureña, leyendo todo aquello que comenta (280). La lectura cuidadosa de Henríquez Ureña, tan atenta a los detalles de los textos y sus implicaciones permea Un arte radical de lectura. Quizás por la momificación de su importante obra por la crítica oficial, hoy es difícil imaginar a Henríquez Ureña como intelectual militante, pero la profunda mirada lectora de Mondragón no se pierde esos datos y detalles sumamente importantes que revelan la capacidad crítica y el compromiso intelectual de Henríquez Ureña para rescatar a Latinoamérica del sótano de «los pueblos humillados» y lograr su transformación en un continente más libre e inclusivo.
La cuarta y última constelación del libro se sitúa entre 1944 y 1964, época turbulenta de grandes giros políticos que desembocan en la Revolución cubana. Consiste de varios antagonismos intelectuales y las más importantes discusiones en Latinoamérica sobre la particular relación entre los intelectuales y su medio social. En este capítulo, en el cual Cornejo Polar y Alfonso Reyes también proyectan su sombra, Mondragón pasa revista a los aportes de filólogos tan diversos como Anderson Imbert, Emir Monegal, Jorge Rufinelli, Roberto Fernández Retamar y Ángel Rama y a los modelos institucionales de producción artística que surgen a raíz de la Revolución cubana. El autor da cuenta del clima de polarización intelectual y los problemas de censura y autocensura creados o descubiertos por los teóricos, artistas, burócratas y militantes políticos de la época. El problema principalmente tenía que ver con el rígido modelo sociológico de la representación realista que se buscaba imponer y que con su doctrina excluyente se oponía a las prácticas vanguardistas y modernistas de la creación artística. En estos debates emergen los contornos de la nueva crítica literaria latinoamericana, con toda su riqueza y sus diferentes proyectos, y se definen las polémicas que dividieron a sus integrantes hasta finales del siglo XX.
La Revolución cubana figura aquí como cambio de paradigma teórico-cultural. La Revolución implicó la reestructuración de la educación para una nueva economía y la reinstrumentalización de la filología como motor del nuevo pensamiento humanístico y generador de una nueva cultura y de un nuevo programa de teoría literaria latinoamericana. También, Cuba se convirtió en el escenario principal de intensos debates y doloroso enfrentamiento abierto entre los que trabajan dogmáticamente en la divulgación de los criterios e ideales de la Revolución y los que trabajaban ante todo por amor al arte con criterios distintos. En este cuadrante de la constelación filológica, brillan estelarmente los trabajos de Ángel Rama y su colaboración en la revista cubana Casa de las Américas. Mondragón caracteriza a Rama como «el eje del espíritu humanístico» de la época, por su empeño en el desarrollo y difusión de un arte y una teoría capaz de representar a Latinoamérica y sus ciudadanos en toda su rica y complicada heterogeneidad cotidiana. Para Mondragón, la construcción de una red intelectual latinoamericana cuyo epicentro era la Casa y que tanto ocupó el trabajo filológico de Rama en aquellos años constituye el manifiesto inaugural de la nueva teoría literaria y la nueva filología latinoamericanas.
El libro concluye, algo abruptamente, con un ensayo que narra la llegada de Mondragón al campo de la filología y explica su recorrido personal y profesional durante dos décadas de extrema violencia en México, violencia que se hizo famosa por entre otras cosas, la escritura y exposición de mensajes de terror en los cuerpos asesinados. En el contexto de esas nuevas y terribles formas de violencia, fue que Mondragón desarrolló su osado concepto de filología como prácticas colectivas de investigación, escritura, docencia y difusión, un «arte del cuidado de las palabras», específicamente para recuperar, la dignidad, la compasión, la alegría y la imaginación entre sobrevivientes.
Hoy en día son muy escasos los proyectos filológicos como los de Mondragón que aspiren a la «confluencia entre la academia, la acción social y la producción artística» o que crean tan vigorosamente en la posibilidad de convergencia entre la investigación, teorización y creatividad preocupada por cuidar a todas y todos. La filología ciudadana es muy distinta de las filologías producidas por las elites intelectuales (de derecha o izquierda), más preocupadas por la reproducción de sus privilegios y discursos hegemónicos que por la difusión del saber y la justicia social. Y a lo largo del libro Mondragón dibuja ese contraste entre la filología acomodada de la academia obsesionada con modas intelectuales o fenómenos mediáticos y la filología de a pie de los autodidactas y advenedizos que tienen que reinventarse a diario por su inmersión en las luchas diarias contra la precariedad laboral y la injusticia social. Las personas que hemos colaborado con Mondragón en contextos profesionales, hemos podido observar y apreciar el trabajo de un investigador que se resiste a la tentación de ser un académico encerrado en la torre de marfil universitaria, las salas del archivo o las estanterías de las bibliotecas. La orientación epistemológica y el procedimiento filológico de Mondragón contrastan con las formas hegemónicas de argumentación de las elites intelectuales, caracterizada por la retórica disfrazada de erudición y la intolerancia disfrazada de compromiso.
Quizás el cierre abrupto del libro o las exigencias editoriales no permitieron la contemplación de determinadas cuestiones que, para mí, también le deben incumbir al humanismo autocrítico. ¿Cómo veía, leía o imaginaba desde su silla de ruedas la naturaleza Mariátegui? ¿Hubo una política ecológica implícita en las filologías radicales de los humanistas? Estas son cuestiones sobre las que me hubiese gustado aprender un poco. Por más que admire la filología amable y amorosa de humanistas comprometidos como Mondragón, al filólogo-naturalista en mí, igualmente atraído por la lectura de la imaginación humana y la comunión con la naturaleza, le inquieta la falta de atención a asuntos extrahumanos en este libro de 481 páginas. El tipo de fe inquebrantable en la idea del progreso humano y la creencia de que el mundo puede adiestrarse a nuestros propósitos es problemático (Gray, 2002; Wilson, 1996). Como confesara Said, esta fe se trata de nada más y nada menos que la «habilitadora convicción en la empresa hacedora de historia humana» (2004: 64). Casi del mismo modo, Mondragón describe las prácticas filológicas de investigación, redacción y difusión como el intento de «activar una magia parcial» (448). El humanismo es también una religión que se preocupa más por el bien de los seres humanos y pregunta muy poco por las vidas de otros animales y de las plantas. Por lo tanto, aunque con el poema «Un lugar llamado humanidad» de Delfin Prats que abre el libro hay un guiño a un concepto de humanidad relativamente identificado con la biofilia, en Un arte radical de lectura eché de menos referencia o alusiones a los problemas relacionados a la precariedad de la vida de lo que no tiene palabras, precariedad producida por el ser humano.
Una filología crítica preocupada por el cuidado de «lo invisible» no puede ignorar las implicaciones de nuestra relacionidad y responsabilidad ética con el medioambiente. Debe romper el silencio ante la contribución correspondiente de los humanos y los humanistas en la sobreexplotación del medioambiente y la degradación del planeta. Porque tal y como afirmara Alfonso Reyes, la filología enseña, «además, a tener respeto por las abejas» (145). En fin, y no obstante mis peculiares inquietudes biofílicas, Un arte radical de lectura es un excelente libro que está a la altura de lo que exige el mejor latinoamericanismo contemporáneo, un indispensable saber crítico sobre la vida y su historia al sur del Río Grande. La reivindicación del humanismo latinoamericano por parte de Mondragón se basa en los valores que él emana, encuentra o busca rescatar, valores tales como la ternura, compasión, valentía, flexibilidad, complejidad, fidelidad y plenitud.
Fuentes citadas
Agamben, Giorgio (1994). Infancia e historia: ensayo sobre la destrucción de la experiencia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
Antelo, Raúl (2020). «Como poesía, filología». Chuy: Revista de Estudios Latinoamericanos 9: 338-382.
Ette, Ottmar (2015). «La filología como ciencia de la vida: un manifiesto para el año de las humanidades». En Sergio Ugalde Quintana y Ottmar Ette (comps.), La filología como ciencia de la vida. México: Universidad Iberoamericana, 9-44.
Gaos, José (1993). «El pensamiento hispanoamericano». En Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea, Obras completas, tomo V. México: UNAM, 9-50.
Gray, John (2002). Straw dogs: thoughts on humans and other animals. Nueva York: Farrar, Strauss and Giroux.
Reyes, Alfonso ([1921] 1995). «De la lengua vulgar». En El cazador: ensayos y divagaciones en Obras completas de Alfonso Reyes, tomo III. México: Fondo de Cultura Económica, 141-150.
Said, Edward (2004). «The return to philology». En Humanism and democratic criticism. Nueva York: Columbia University Press, 57-84.
Wilson, Edward O. (1996). In search of nature. Washington DC: Island Press/Shearwater Books.