Dossier. Civilización y barbarie en la guerra contra el Paraguay

Carla Daniela Benisz

Desde hace más de 150 años, la intelectualidad argentina se ha servido recurrentemente de la dicotomía sarmientina para explicar o posicionar ideológicamente los acontecimientos políticos y sociales que han marcado el rumbo de la historia nacional. Especialmente, los acontecimientos bélicos y las guerras, altamente permeables a los esquemas dicotómicos, cayeron sobre ese corte o reja de la interpretación. De hecho, ni el positivismo ni el revisionismo pudieron hacer oídos sordos al gran ideologema liberal. La dicotomía —como se sabe— ganó su peso efectivo cuando devino piedra fundacional de la historia oficializada por las élites victoriosas tras la batalla de Caseros (1852), que derrotó definitivamente al caudillo bonaerense Juan Manuel de Rosas. La caída de Rosas abría paso a la implementación del modelo de país que, hasta ese momento, se había esbozado tan solo teóricamente en las especulaciones políticas de la intelectualidad del exilio. Aunque, de acuerdo con la propaganda roquista, la concreción del ideario civilizatorio se realizaría recién en la década de 1880, tras los «treinta años de discordia» (el corolario de guerras civiles que siguieron a Caseros, en palabras de Halperín Donghi) y con la era de «progreso» que comienza con el gobierno de Julio A. Roca, punto de partida de la Argentina moderna.

De todos modos, el ideologema no escapa tampoco al aspecto paradojal con el que suelen recubrirse los acontecimientos históricos. Ricardo Rojas ya había destacado el desfasaje entre la tesis y la praxis sarmientinas en su Historia de la literatura argentina, pero lo hace sin apartarse de su intención previa de colocar a Sarmiento como gran genio fundador, como molde programático; sostiene entonces que se destiñen sus errores como estadista y su carácter de «militar sin campañas» al lado de su obra (Rojas, 1925: 547-548). Sin duda uno de los grandes ideólogos de la Argentina moderna y probablemente el mejor escritor argentino del siglo XIX, Sarmiento, pasó a la historia dejando como saldo una obra monumental y una experiencia insatisfactoria en el gobierno cuando fue presidente. Sin embargo, no faltaron ejemplos en los que esa relación paradojal se mostró causal, ya que resultaron de una puesta en práctica, radical y directa, de las ideas. Me centraré en uno de ellos: la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) entre Argentina, Brasil y Uruguay contra el Paraguay.

Si bien la guerra comenzó durante la presidencia de Mitre, siendo este además el comandante en jefe del ejército aliado durante los primeros años, la fundamentación discursiva de la decisión bélica se basó en el mismo sistema de oposiciones que el Facundo de Sarmiento había escenificado desde la trinchera antirrosista. De hecho, antes de la batalla de Pavón, Mitre se expresó en oposición a la iniciativa bélica que pregonaba el Imperio brasileño hacia el Paraguay. Mientras que, como afirma León Pomer, es entonces Sarmiento el que «refleja los pensamientos de los jefes políticos de la ciudad portuaria; el más íntimo y auténtico» (2008: 119). De ahí que la campaña propagandística contra los gobiernos de Carlos Antonio y de Francisco Solano López en Paraguay se justifique haciendo uso del mismo esquema argumentativo que se había esgrimido contra Rosas y que —tras Caseros— devino justificativo ideológico de la nueva facción dirigente. En 1862, antes del comienzo de la guerra y cuando acababa de asumir el gobierno paraguayo Francisco Solano, El Nacional publicó las siguientes líneas de Sarmiento: «si queremos salvar nuestras libertades y nuestro porvenir, tenemos el deber de ayudar al Paraguay, obligando a sus mandatarios a entrar en la senda de la civilización» (cit. por Pomer, 2008: 120).

El discurso sarmientino resultaría exitoso entre las posiciones belicistas de la élite porteña y las publicaciones periodísticas lo retomarán recurrentemente en el caldo de cultivo previo y durante la guerra. Ya al frente de la presidencia y como una táctica para fortalecerse en la situación de inestabilidad interna, Mitre adopta la posición a favor de la guerra. Una de las tribunas políticas de la élite, el ya mencionado El Nacional, resume —con acento victorioso— el saldo de la contienda a punto de finalizar en el editorial «La Guerra del Paraguay. Su influencia en el progreso material»:

¿Qué influyó para aminorar las desgracias que nos amenazaban?
Fue la Guerra del Paraguay que activando los trabajos, dio ánimos a los brazos desalentados y ocupación a los obreros y labradores.
Fue la guerra que introdujo millares que nos ayudaron a pagar las fuertes importaciones, que no habríamos pagado sin este auxiliar inesperado. Fue la guerra que dio alimento a centenares de costureras de familias sin trabajos; que valorizó el ganado vacuno y caballar, que prestó aliciente al cultivo del maíz, alfalfa, etc., etc.
Fijémonos que en lo que pudimos ser si depreciándose los frutos del país sin tener otro ramo de industrias que reemplazar al que caía, no hubiéramos encontrado la fuente de trabajo que nos proporcionó la guerra del Paraguay (…).
Con lo dicho basta para comprender que una parte del progreso material se debe a la guerra.
Y no como se dice que el progreso se ha producido a pesar de ella. (cit. por Pomer 2008: 233).

El editorial muestra que las posiciones respecto de la guerra respondían más a un estado de fuerzas de la política interior que a una decisión de política exterior per se, y al mismo tiempo, más a objetivos económicos concretos que a una decisión estrictamente política. Sin embargo, para que la táctica resulte, debía ser recubierta de un razonamiento convincente, un esquema ideológico que ya era aceptado por gran parte de la élite política porteña (aunque no toda), el que categoriza lo irreductible al sistema como bárbaro para su posterior eliminación en pos de la civilización y su consecuente progreso económico. Ahora bien, aún teniendo en cuenta que se trata de una retórica panfletaria, algunas verdades históricas indiscutibles demuestran que la definición de la barbarie es un juego discursivo que omitió hechos puntuales contradictorios con su ideario liberal civilizatorio; como el aniquilamiento de casi toda una población y del modelo económico paraguayo, o el apoyo a un gobierno imperial esclavista contra una república, lo cual hizo de la victoria imperial —tal como lo dijo el historiador brasileño Caio Prado Júnior— una victoria vergonzante: «aunque victorioso, [Brasil] salía humillado de la guerra, no solo frente a los aliados, sino también de los propios vencidos, con sus tropas de libertos recién salidos de la esclavitud» (Prado Júnior 1960: 202).

Estos mismos discursos que caldearon el clima entre los porteños transformando la guerra en una cruzada civilizatoria (al respecto Scavone Yegros, 2010; Bouvet, 2022: 93-102) van a formar parte de la base ideológica de la élite paraguaya resultante del conflicto. Se trata —en una caracterización a grandes rasgos— de una élite formada en el exilio porteño, miembros de familias tradicionales que se forjaron en la política desde la oposición a los regímenes de Francia o los López, pero en esa misma élite también encontramos algunos ex oficiales del ejército de López que van a acomodar su discurso en función del cambio de época. En Buenos Aires, los exiliados habían interactuado con la dirigencia política que sucedió a Rosas y conspiraron contra el gobierno paraguayo, al punto que —llegada la hora del enfrentamiento armado— conformaron la Legión Paraguaya y participaron en la guerra bajo los comandos aliados. Una vez derrocado López, fueron uno de los platillos que balancearon el proceso de «reconstrucción» del país vencido y se condujeron —en los hechos— como tutores de los intereses argentinos en el Paraguay. El otro platillo, los otrora partidarios de López, contrarrestaron la influencia argentina balanceando el juego de poder hacia el Brasil, sin embargo, la metrópolis porteña nunca dejó de hacer sentir el peso de sus intereses económicos, ni dejó de exportar los esquemas de pensamiento en boga en el Río de la Plata.

Justo Prieto, historiador paraguayo, en su discurso por el 49° aniversario de la muerte de Sarmiento, definió las intervenciones de este en el mapa político de la región como manifestaciones de su vocación americanista; esta lo llevó a exportar el ideario civilizatorio por una América Latina que se definía en los límites entre lo colonial y lo indígena. Signo de esa barbarie es para Prieto —siguiendo a Sarmiento— su sistema de gobierno característico:

En lo político; dictadores y caudillos con originales ideas de patria, dentro de fronteras bloqueadas por regímenes o sistemas político-sociales análogos. América Latina presentaba un panorama político uniforme en todos los países. Los diques rotos por la revolución de la independencia habían erigido, durante el siglo de Sarmiento, gobiernos absolutos en todas partes. El despotismo, o simplemente el absolutismo, era un ambiente, y la ignorancia su sostén. En México se suceden dos regencias, un imperio, varios triunviratos y numerosos gobiernos provisorios. A Benito Juárez sucede Porfirio Díaz. En Venezuela, Páez; en el Ecuador, García Moreno; en Bolivia, Belzú y Melgarejo; en Perú, Castilla y Prado; en Paraguay, Francia y López. (Prieto, 1939: 48-49)

El mapa latinoamericano recorre —desde el porfiriato hasta el Paraguay de Francia y los López— el mismo esquema de involución hacia el despotismo. Se entiende entonces la presentación que realiza Prieto de la obra sarmientina como un análisis del destino común de América latina. Una comunidad en la barbarie justifica entonces la intervención aliada para la realización de un destino compartido en la civilización. La liberación del Paraguay —tal como la presentan aliados y legionarios— se convierte en una causa común americana, y la Triple Alianza resulta una alianza civilizatoria.

El cretinismo

En el caso paraguayo la tesis civilizatoria —como dije— se hizo praxis, pero además patrocinó los postulados cretinistas que proliferaron en la intelectualidad liberal y que luego fueron uno de los focos teóricos de la Generación del 900. Como muchos de los que formaron parte de las primeras líneas de gobierno tras la guerra habían contribuido a la victoria aliada, su accionar en la contienda y su nuevo lugar de poder requerían no solo de una deslegitimización del gobierno paraguayo anterior, sino de la desvalorización del pueblo —principal protagonista del martirologio en que se convirtió la guerra—, por ende del proceso histórico que desde la revolución de la independencia confluyó en la sociedad paraguaya de mediados de siglo. A esta operación correspondieron las tesis cretinistas, según las cuales, la guerra quedaba legitimada como el derrocamiento de un gobierno tiránico cuyo poder descansaba sobre un pueblo bárbaro, cretinizado, que, con aceptación pasiva, se aplacó bajo la tiranía.

Sarmiento había escrito en Conflictos y armonías de las razas en América en 1883:

El Paraguay no tuvo ocasión de oír la palabra Independencia siquiera, ni la gloria de conquistarla. Conquistó gloriosamente, sin embargo, medio siglo después, su muerte, pereciendo todos sus varones por sostener la más extraña, la más salvaje tiranía que haya producido la extravagancia neurótica de un abogado, apoderándose del gobierno de la raza india, que los jesuitas habían preparado para todas las obediencias y sumisiones, bajo la tutela de todos los directores espirituales, morales y políticos a la vez. (Sarmiento, 1900: 191).

Sabemos que el clima positivista finisecular impregnó, no solo el discurso liberal de Sarmiento —que maquilló ideas troncales de su pensamiento con el nuevo paradigma—, sino gran parte del campo intelectual de la época, desde la novela naturalista hasta la estela de ensayos cubiertos de una retórica cientificista que, aunque más literaria que científica, fue ganando preeminencia en el campo de las ideas. En Paraguay, los discursos finiseculares que entre el 70 y el 900 se fueron erigiendo sobre los escombros de la guerra, se nutrieron de la idea «civilizatoria americanista» —como la plantea Prieto— pero cada vez más enmarcados en un pseudo-cientificismo afín al que ya reinaba en el Río de la Plata y «adoptando una erudición de cuño de “nuevo rico”» —como afirma Víctor-jacinto Flecha respecto de la Generación del 900 (en Domínguez 1995: 6). Fue en el contexto novecentista en el que, mientras algunos de los miembros de la generación emprendían el rescate de los mitos patrios, otros tomaron la posta de la clasificación y saneamiento de la barbarie. Encontramos entonces una sociología altamente literaturizada como muchos de los exponentes del ensayo finisecular argentino, pero que tenía su objeto de estudio no en un otro configurado desde la fórmula de la invasión exterior, sino en una construcción del tipo paraguayo autóctono. Así lo describe José Segundo Decoud, fundador de la Universidad Nacional de Asunción, en 1889:

La fisonomía moral de un pueblo no es fácil cambiarla… Era necesario que el elemento extranjero estuviera en mayor número para que pudiera operar el fenómeno de la transformación (de nuestro pueblo), tradicionalmente indolente por más que se diga lo contrario… Son (los hombres de la campaña) muy poco afectos al trabajo y prefieren en su mayor parte la vida haragana y vagabunda… las mujeres se entregan regularmente a las faenas agrícolas, mientras que el hombre duerme tranquilamente la siesta. (cit. por Melià 1997a: 73-74)

Se suceden —en este trazo temporal— una serie de metáforas que refieren a un proceso de «regeneración moral» que acabe con el histórico «atraso», envueltas en explicaciones de índole biologicista. Por eso el testimonio de Decoud resulta representativo del clima epocal del 70:

La bandera enarbolada por estos jóvenes líderes inexpertos fue la del resurgimiento moral de la República. Se preocuparon por crear y estimular la formación de una conciencia civilista, como contrapeso a los restos subyacentes de la dictadura, sin comprender que las dictaduras son el reflejo de especialísimas condiciones económicas, políticas y sociales. El primer vocero de este pensamiento liberal contemporáneo en el Paraguay de la postguerra fue “La Regeneración”. (…) Este periódico, cuyo primer número apareció el 1° de octubre de 1869, fue el órgano oficial de una de las primeras agrupaciones de postguerra: el Club del Pueblo, y traía como programa trabajar, por establecer los principios liberales, naturalmente del mitrismo argentino. (Gaona, 1967: 195).

También en la línea de una necesaria regeneración moral, Cecilio Báez —el importante intelectual liberal y uno de los principales ideólogos del cretinismo— explica en un artículo de 1902 la instauración de los regímenes autoritarios durante el siglo XIX paraguayo desde la hipótesis de la sumisión atávica del pueblo:

El Paraguay es un pueblo cretinizado por secular despotismo y desmoralizado por treinta años de mal gobierno. Cinco años de titánica lucha pudieron retemplar sus adormecidas fibras por el opio del despotismo. Por eso el pueblo paraguayo desplegó cualidades cívicas en los comicios, a raíz de la conclusión de la guerra; pero la disolución de las cámaras vino de nuevo a matar el naciente espíritu público y he aquí que el pueblo sigue siendo semejante a un cretino, a un ser sin voluntad ni discernimiento. (cit. por Brezzo, 2009: 4)

La guerra entonces, además de haber traído la modernidad política y la apertura económica, realizó una labor de purgación de los factores de atraso. Se puede rastrear la concreción de este saneamiento en otro testimonio del mismo Cecilio Báez: un discurso de su breve período en la presidencia considera exitosas las facultades «regenerativas» de la guerra y oblitera cualquier mención a la «cuestión social» del Paraguay de principios de siglo:

Como el pueblo no tenía conciencia de su propia personalidad, no podía derribar la tiranía, que cayó por causas independientes de su voluntad. El año de 1870 es para nosotros una de las más memorables etapas de la historia nacional: esa fecha señala el término de los dolores e infortunios del pueblo paraguayo, soportados durante más de cincuenta años de opresión e ignorancia, sin una sola queja ni protesta de parte de la víctima, al par que el comienzo de la era de nuestra regeneración moral y política, por el doble sentido de la instrucción y de la libertad. (cit. por Gaona, 1967: 191)

La posición de Báez como intelectual orgánico de las oligarquías no le permite otra visión de la historia que la de una línea progresiva desde la superación del pasado despótico hacia la instauración de la hegemonía liberal concretada con la Revolución de 1904. Desde ese espacio de poder, Báez apunta —con sus negaciones y afirmaciones— algunos de los ejes clave de la visión de la élite respecto del pueblo paraguayo. Este es un sujeto colectivo, crístico, cuya situación no depende de su voluntad, sino que es consecuencia de la intervención exterior, primero, y del padrinazgo de la élite, después, concretado este en políticas verticalistas de instrucción —en su sentido de anulación del sujeto, considerado otro antes que individuo pleno— y en detrimento de sus propios valores culturales; pues tal como afirma Bartomeu Melià: «a un pueblo explotado económicamente se le puede dar instrucción y “civilización”, pero no una cultura nacional», porque «si se mantiene la dicotomía civilización-barbarie, o su versión moderna desarrollo-subdesarrollo, la cultura nacional no es posible, ya que no se puede identificar ninguna de las dos culturas como la nacional» (Melià 1997a: 77 y 76).

Con estas líneas de pensamiento bajando de la élite dirigente, no resulta extraño que en Paraguay la ideología de la civilización contra la barbarie haya tenido consecuencias sobre aspectos estructurales de la cultura, como lo es el bilingüismo; de modo que —una vez destronado el tirano— lo bárbaro adquirió los límites específicos del idioma guaraní, y con ello, de la cultura popular en su conjunto, negada como cultura desde la óptica dominante ya que «el verdadero colonizador piensa que él es la cultura, y el camino que recorrió lo tendrán que recorrer los otros más tarde o más temprano» (Melià 1997b: 26). La instrucción como principal política cultural, la aplicación en ella de pautas foráneas y la desvalorización de la cultura propia —considerada barbarie, no cultura— tienen como objetivo la imposición de los valores culturales ajenos en el mismo proceso de imposición de un modelo económico dependiente y predatorio.

Fuentes citadas

Bouvet, Nora (2022). Archivos de la guerra. Entre «El sonámbulo» de Roa Bastos y Elisa Lynch de Héctor Varela. Asunción: Servilibro.

Brezzo, Liliana (2009). ¡La gran polémica continúa! Nuevo Mundo Mundos Nuevos.

http://nuevomundo.revues.org/index48832.html

Domínguez, Ramiro (1995). El valle y la loma. Culturas de la selva. Asunción: El Lector.

Gaona, Francisco (1967). Introducción a la historia gremial y social del Paraguay. Tomo I. Asunción-Buenos Aires: Arandú.

Melià, Bartomeu (1997a). Una nación, dos culturas. Asunción: CEPAG.

—– (1997b). El Paraguay inventado. Asunción: CEPAG.

Pomer, León (2008). La guerra del Paraguay. Estado, política y negocios. Buenos Aires: Colihue.

Prieto, Justo (1939). Dos vidas ejemplares. Buenos Aires: Plantié y cía. Edición digitalizada por www.bvp.org.py

Prado Júnior, Caio (1960). Historia económica del Brasil. Buenos Aires: Futuro.

Rojas, Ricardo (1925). La literatura argentina. Los proscriptos I. Tomo XII. Buenos Aires: Librería «La Facultad».

Sarmiento, Domingo (1900). Obras completas. Tomo XXXVII. Buenos Aires: Imprenta y litografía Mariano Moreno.

Scavone Yegros, Ricardo (comp.) (2010). Polémicas en torno al gobierno de Carlos Antonio López en la prensa de Buenos Aires 1857-1858. Asunción: Tiempo de Historia.