Dossier. El artilugio gramatical y la potenciación de la guerra en Colombia

Carolina Chaves O’Flynn

Para su información, mayoras significa mujeres sabias,
que tienen la autoridad ética y moral
para guiar el rumbo de nuestros pueblos.
Siento mucho que para ustedes el único lenguaje correcto
sea el heredado de la colonia.

Francia Márquez Mina

Un histórico apretón de manos selló en Bogotá, el 24 de noviembre de 2016, el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Tras la firma del acuerdo, el entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el líder de las FARC Rodrigo Londoño, alias Timochenko, en presencia del presidente cubano Raúl Castro, se dieron la mano para poner fin, cuando menos simbólicamente, al conflicto armado entre estas dos partes, iniciado cerca de 1960.

En múltiples oportunidades durante las negociaciones del acuerdo, «Timochenko» inició y cerró varias de sus intervenciones con un lema que se convertiría en el leitmotiv de sus pronunciamientos: «Que la palabra sea la única arma de los colombianos». Una curiosa consigna en propugna por la paz, si se tiene en cuenta que en Colombia ha sido justamente el arrebato de la palabra, el silenciamiento del antagonismo y el enmudecimiento del disenso político lo que ha facilitado la conducción del conflicto hasta la degradación y el aniquilamiento (von del Walde, 1997). Con todo, el conflicto político colombiano ha sido juiciosamente mapeado y estudiado, las más de las veces, desde el conflicto agrario, la disputa por los recursos naturales y la inequitativa distribución de la tierra. Menos veces, en cambio, se ha asociado el conflicto a un forcejeo por la palabra, desde la materialización de la palabra misma o desde su manifestación sonora, o desde su forma, si se quiere, como una estética auditiva que entraña ideologías lingüísticas esencialistas y excluyentes, que también han contribuido contundentemente a la exacerbación de la guerra.

La cosmética de lo gramaticalmente correcto ha acompañado siempre los discursos sobre lo patrio en Colombia y ha servido como excusa indiscutible para el descrédito de las opiniones políticas, surgidas desde las regiones y expresadas por las poblaciones minoritarias. La estética del bien hablar ha minado las interacciones comunicativas, limitando o anulando la participación de las comunidades apartadas de los centros de poder. El grueso recorrido que aquí trazaré no constituye otra cosa que un reconocimiento de algunos de los rastros sobre el cómo y cuándo se fue tornando la palabra en munición para la guerra y, quizás, una extensa pregunta sobre cómo la circulación de ideas sobre la lengua en Colombia contribuyó también a sobredimensionar las antipatías y el afán por el resarcimiento como requisito para el desagravio.

Primero fue la pluma

Desde muy temprano en la cronología asociada al territorio colombiano el tipo de lengua que determinó la formación de Colombia como nación no fue otra que la lengua escrita. Este fenómeno, en absoluto anómalo en los procesos coloniales y, con todo, poco rebatido como principio ideológico, no solo implicó el enaltecimiento e instrumentalización del español como lengua franca a lo largo y ancho del territorio nacional, sino también como la unívoca lengua apta para la validación epistémica y la participación política. Las comunidades indígenas que mantienen, por voluntad propia, sus lenguas en estado ágrafo, una gran mayoría para el caso colombiano (Landaburu, 2004), aunque aprendieron la lengua impuesta, sufrieron otras formas de exclusión que las siguieron dejando por fuera del tejido de la participación democrática. Conferirles escritura apuntó, ya desde las prácticas de evangelización misionera, a un impulso por remediar su primitivismo cognitivo y moral. «Dotarlas de escritura […] garantizaría la sofisticación semántica, [olvidando] la necesidad de estudiar esas otras formas de “escribir” y elaborar los sentidos que pueden estar en las prácticas tradicionales orales» (Montes Rodríguez, 2009: 123). La condición de lenguas sin escritura contribuyó, entonces, a su estigmatización como saberes subalternos o inferiores, relegados apenas a los márgenes de lo nacional, porque no alcanzaban el nivel de conciencia requerido para ser interpelados. Refiriéndose a las labores de la Academia de la Lengua Colombiana, comentaría muchos años después el gramático y político Miguel Antonio Caro:

[La Academia Colombiana] observará el giro y alteraciones de la lengua en el vulgo, rudo pero fiel depositario de preciosos tesoros. Como ya la Academia Española haya recomendado en sus Memorias esta clase de investigaciones a la atención de sus individuos correspondientes, no será la colombiana la menos deseosa de desempeñar el encargo. Ni juzga tampoco campo extraño a sus excursiones, el de las lenguas indígenas, explorado ya por las eruditas y piadosas diligencias de los misioneros católicos. Vencedora de ellas la castellana, y sin alterar con su contacto la índole que le es propia, como no la alteró en sus relaciones íntimas y de siglos con el árabe, se ha aprovechado, con todo, de los despojos de algunas de ellas, enriqueciéndose con los nombres nativos de muchos objetos nuevos de la rica naturaleza americana. (Caro, 1920: 140)

Esa «índole que le es propia» a la lengua española acompaña procesos de imposición y despojo, a ambos lados del océano, que, no obstante, pasan ante los ojos del letrado apenas como gestos altruistas de la exploración intelectual misionera. El contacto lingüístico del español con las lenguas habladas en las comarcas que «conquista» o «reconquista» no solo es abiertamente combativo, sino que además asume el inevitable triunfo de una lengua (la más fuerte) sobre las otras (menos doctas). Lo cierto es que el aprendizaje de lenguas indígenas, por parte de los misioneros, era un paso previo y necesario para un proyecto evangelizador en castellano que no ambicionaba necesariamente la supervivencia de las lenguas indígenas. Antes bien, se infería inevitable su desaparición y de ellas no quedaron más que «despojos» que sirvieron para nombrar aquellas formas de la naturaleza americana desconocidas para España (Ortiz, 2020).

Luego fueron los letrados

Esas formas coloniales de imaginar, cifrar y consignar por escrito el dominio imperial se extendieron a lo largo del siglo XIX colombiano. Una vez conseguida la independencia, y tras la consagración de la Constitución de 1810, quedaron excluidos del derecho al voto los hombres y mujeres esclavizadas, lxs iletradxs, las mujeres y los hombres pobres. Y así se fue nutriendo la idea de que gobernar era jurisdicción exclusiva de hombres blancos ilustrados. Por lo demás, las elites criollas de la Nueva Granada se ocuparon de explorar campos de conocimiento relacionados con la geografía, la naturaleza, el clima y la raza de esa región de América. Así, produjeron y reprodujeron discursos científicos que entrañaron otras prácticas políticas excluyentes y contribuyeron a la consolidación de un orden social que separó a los habitantes en categorías relacionadas con la salud, la educación y las buenas costumbres (Nieto Olarte, 2007). Los discursos civilizatorios de la nueva nación compendiaron ideas revestidas de autoridad científica, que insistieron en la inevitabilidad biológica y moral de que las elites ilustradas llevaran la vocería política de la nación frente a la supuesta ignorancia de las poblaciones precarizadas (Nieto Olarte, 2007; Arias Vanegas 2007, 2005).

Esta racialización de los cuerpos, debidamente catalogada en mapas, cifras y censos poblacionales, cobró configuración lingüística a través del bien hablar como atributo connatural de quienes reclamaban superioridad racial e intelectual sobre sus alteridades subordinadas. Si bien el proyecto civilizador de los ilustrados de la Nueva Granada contemplaba la educación universal, lo hacía más por las ansias de homogenizar las prácticas lingüísticas y religiosas, y por moldear con ello una obediencia generalizada hacia los círculos de poder, que por nutrir una participación política universal e igualitaria (Nieto Olarte, 2007). Dicho de otra forma, «el impulso gramático en el siglo XIX tenía como objetivo unificar una forma de hablar bien, para crear una manera única de pensar correctamente» (Arias Vanegas, 2007: 14). Esto deriva a finales de ese siglo en la implantación de la consabida Constitución, conservadora, monolingüe y católica, de 1886, que en el contexto de la Regeneración implicó el exterminio de toda forma de oposición política y la sustracción imperiosa de las clases populares de la vida pública y, consiguientemente, la toma de las armas por insurrecciones campesinas en ausencia de garantías o, tan siquiera, posibilidad alguna de participación política.

La fundación de la Academia Colombiana de la Lengua en 1871 contribuyó también a consolidar que el repertorio lingüístico de las élites letradas fuera privilegiado a expensas de las lenguas minoritarias y otras variantes regionales. Esto derivó en un sentimiento de lealtad a una norma culta como encuadre de lo propio y alimentó una ideología del nacionalismo lingüístico, donde lengua, cultura y territorio constituyeron el imaginario lingüístico de la lengua como «patria común» (Del Valle, 2007). Los supuestos raciales sujetos al dominio de la norma culta en Colombia, como indicador de superioridad moral e intelectual, se diseminaron también a través de gramáticas, y manuales de ortografía y buena conducta, que mutaron después en discursos higienistas y cientificistas, siempre ligados a la corrección lingüística como evidencia de superioridad racial y capacidad intelectual de los hablantes (González Stephan, 1998; Pedraza Gómez, 2004).

Los «eminentes oradores»

Con el paso de los años, sin embargo, los estándares raciales de las clases privilegiadas fueron encajando cada vez menos con la realidad mestiza colombiana y ya para el siglo XX, frente a la imposibilidad de demarcarse racialmente como raza superior, las elites tradicionales se inclinaron por un modelo económico, tan clasista, racista y hostil al pluralismo constitucional como el orden colonial, pero que, esta vez, supieron encubrir con destreza con el envoltorio pedagógico del cultivo del «humanismo» colombiano. Se trató del corporativismo, una doctrina económica que propuso un nuevo orden natural, pero de naturaleza laboral, que eliminaba de raíz la lucha de clases, porque cada persona nacida dentro del orden corporativo asumiría con feliz abnegación su lugar social en el mundo, a través de la práctica innata, incontestable y específica de su profesión, arte u oficio (Figueroa y Tuta, 2005). El corporativismo añorado en Colombia encontraba sus bases teóricas en el fascismo italiano, la Alemania nazi, el gobierno de Franco en España y el de Salazar en Portugal. Fue admirado y defendido, entre otros, por líderes conservadores como Laureano Gómez y Gilberto Alzate Avendaño y por el sacerdote Jesuita, y célebre director de la Academia Colombiana de la Lengua, Félix Restrepo (Ruiz Vásquez, 2004). Todos ellos, sin embargo, han sido inmortalizados en la memoria colectiva colombiana más como «eminentes oradores» del humanismo colombiano, que como adversarios de la participación democrática igualitaria o defensores de proyectos económicos fascistas.

Restrepo aprovechó el aura de neutralidad política exhibido por la Academia de la Lengua, la autoridad racional concedida por la misma y su sotana investida de superioridad moral para impartir lecciones públicas sobre el corporativismo y bosquejar para Colombia una utopía llamada Cristalandia, en la que obreros y patrones habitarían un paraíso sin lucha de clases, ni ascenso social, guiados por la gracia de un solo Dios, por defecto, masculino, singular, con mayúscula y católico. Por lo demás, envistió con pujanza contra las fuerzas políticas de izquierda de Colombia y España, y vio en Franco un líder necesario para impedir el avance del comunismo y sus pléyades irracionales por el resto de Europa y el continente americano.

Alzate Avendaño (1910-1960), también miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, y también de ideario nazi y falangista, fue diligente embajador de Colombia ante la España de Franco. En un discurso que tituló «La tradición humanística colombiana», Alzate Avendaño presumió las antiguas fronteras de la ciudad letrada y trazó nuevos confines de exclusión política con el pretexto de la preservación de una «tradición humanística» restringida a los hombres cultivados en letras y gramática:

A través de todas las épocas, en nuestra existencia colectiva, hemos dado siempre primacía los valores del espíritu. Nuestro estado mayor civil, nuestro comando político, la clase dirigente colombiana, se ha compuesto de gentes de pensamiento. Nos han gobernado con frecuencia humanistas, gramáticos y poetas. Casi todos nuestros hombres públicos salen del cuartel general de las letras. […]. La condición de poeta puede ser en muchos países una objeción grave para un político, pero en Colombia es casi una regla, por no decir que un requisito. Así, nuestra República ha mantenido una línea de exigencias y preferencias intelectuales, una tradición humanística. (Alzate Avendaño, 1956: 142)

Laureano Gómez, por su parte, devoto admirador de Franco y la Falange, lideró también las bases adeptas al nazismo en Colombia y en sus discursos desplegó posturas racistas alineadas con el imaginario nacionalista europeo de la «raza superior». Las comunidades afro le resultaban rudimentarias e infantiles, y las indígenas maliciosas, «insinceras» e «indiferentes a las palpitaciones de la vida nacional» (Castillo, 2007: 82). El ideario rampantemente racista de Gómez, en sintonía con el nacionalismo conservador colombiano, escudado por el catolicismo tradicional, lo hizo enemigo del sufragio universal y naturalizó aún más la idea de que quienes lucían y hablaban distinto no merecían participar en la vida política nacional. Por lo que, ante la amenazadora insistencia de las bases populares por verse representadas en la arena pública, Gómez prometió que los conservadores harían «invivible la República». Y así lo hicieron, en brigadas de exterminio de las huestes liberales. El conflicto dejó entonces de ser ideológico y se tornó en una inacabable confrontación armada que encontró en sus «eminentes oradores» nuevos voceros de la representatividad excluyente.

El tiempo de los nadies y las nadias

Durante la segunda mitad del siglo XX, y ante la inextinguible violencia entre liberales y conservadores, un nuevo pacto político bautizado como Frente Nacional (1958-1974) repartió el poder estatal y turnó en un acuerdo pacífico a los partidos de siempre en el poder. Esta vez fue una hegemonía bipartidista la que impidió que todo aquel que no fuera liberal o conservador pudiera participar en la política nacional, lo que detonó nuevas violencias y propició el comienzo irrefrenable de resistencias campesinas que se convirtieron en futuras guerrillas revolucionarias.

Entre tanto, otras clases excluidas del tejido social encontraron en el tráfico de drogas una salida a la precariedad en la que las sumergía el abandono estatal. Ante el desahucie político, una nueva clase emergente surgida de los cinturones de pobreza de las grandes ciudades se enriqueció al punto de que les fue posible comprar el país entero. Y, sin embargo, era el justamente el habla la que delataba las inflexiones de los «nuevos ricos», en contraposición con las formas y variedades privilegiadas de los «ricos de toda la vida», y los dejaba de nuevo por fuera del umbral del reconocimiento social. Parece insignificancia anecdótica —y no debería serlo— que el capo del cartel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria, conociera a su amante, Virginia Vallejo, famosa periodista y diva del momento, tras solicitarle que fuera su profesora de dicción, en un encuentro en la Hacienda Nápoles de Escobar, al que asistieron senadores y notables figuras políticas de las familias presidenciales de tradición. Poco después, el líder del Cartel de Medellín fue entrevistado por su amante en un barrio popular que servía de basurero para la ciudad y cuyos habitantes vivían en la pobreza absoluta. Desde allí, rodeado de niños que jugaban en medio de una montaña de desperdicios, el capo anunció el programa «Medellín sin tugurios», que lo catapultó como líder político nacional y le concedió para la posteridad el epíteto del «Robin Hood paisa», especialmente entre quienes recibieron casas, canchas deportivas y mercados para reiniciar sus vidas por fuera del basurero. Una vez más, la anhelada estética lingüística de los pudientes colombianos fue determinante en la secuencia de sucesos que entretejieron nuevas violencias, también abrigadas por el mantra desdeñoso del «dime cómo hablas y te diré lo que mereces».

En 1991, un tratado de paz entre el gobierno de César Gaviria Trujillo (1990-1994) y el grupo guerrillero M-19 concertó la formación de una Asamblea Nacional Constituyente que diseñó la Constitución de 1991, que, entre muchas otras cosas, reconoció la libertad de cultos, amplió los derechos políticos de las ciudadanías y oficializó las lenguas indígenas en los territorios ancestrales. Con todo, los derechos lingüísticos reconocidos no cobraron valor simbólico real porque los indígenas tienen todavía que hablar español para acceder a servicios básicos y para participar en todos los asuntos de Estado. El desplazamiento forzado al que se han visto sometidos los pueblos indígenas por cuenta del conflicto armado, la ausencia de garantías en el cumplimiento de los derechos de las minorías étnicas y las profundas inconsistencias en los programas destinados para su protección, impulsaron la promulgación de la «Ley de lenguas» (2010) como medida jurídica para garantizar la protección y reconocimiento de derechos lingüísticos.

El mismo año en que fue decretada la ley, se desató un breve pero escalofriante escándalo tras conocerse que, en busca de votantes para las elecciones locales del departamento de la Guajira, funcionarios de la Registraduría Nacional realizaban, desde los años cincuenta, indebidas brigadas de cedulación masiva de los indígenas wayúu. Durante décadas, y en épocas de elecciones, estos funcionarios públicos se acercaron a las rancherías wayúu y, tras consignar por escrito «Manifiesta no saber firmar» en los documentos de ciudadanía de los indígenas, asignaron a cerca de cincuenta mil de ellos la misma fecha de nacimiento: el 31 de diciembre, de un año cualquiera, pero con antigüedad suficiente para conceder al indígena la edad requerida para votar por el candidato de turno. El fraude por lo demás cobra aún más tintes de agravio contra los indígenas guajiros, puesto que los nombres con los que se les registraba listaban designaciones como Payaso, Bolsillo, Mariguana, Gorila, Tarzán, Alka-Seltzer y John F. Kennedy, entre otros cientos de apelativos que reprodujeron el mismo gesto violento en su contra.

Ese cruento asalto a las ciudadanías indígenas se traslada hoy a la figura de Francia Márquez que ha sido llamada «gorila» y ridiculizada por su gramática al referirse a sus ancestras como mayoras y hablar de las voces ignoradas de los nadies y las nadias. Su discurso de campaña se tornó en una forma de violencia epistémica donde el contenido de sus disertaciones perdía todo valor y merecimiento de atención porque entrañaba lo que para algunos constituía una falta idiomática. Márquez, que lleva en alto el apelativo de «igualada» con el que se la ha pretendido injuriar, perturba el orden social y natural, que asociado a la lengua y a la raza ha imperado en Colombia desde su historia más temprana. Su corporalidad y su habla irritan a los dueños del poder económico porque implican la personificación y el acceso a la contienda política de esas otras colectividades nacionales; deliberadamente desimaginadas, excluidas y ninguneadas, que, aunque han pedido participar han sido despiadadamente despreciadas, cuando no materialmente aniquiladas.

La lengua en este recorrido cronológico ha servido de munición para la violencia lingüística, subrepticia, disimulada y violenta; para el menosprecio político y la potenciación desmedida de la guerra en Colombia. Con todo, el asunto de la lengua sigue siendo un tópico a veces, incluso, obviado desde el análisis interdisciplinario del conflicto político colombiano. Quizás ese empequeñecimiento de la trascendencia de la cuestión lingüística se deba, precisamente, a que resulta más digerible atribuir la integridad del problema a una monstruosidad más grande que nuestras voluntades individuales, que consentir una realidad mucho más simple y perversa; y es que ese cruel operar de segregación lingüística no ha habitado jamás en otro lugar que en nosotros mismos y, lo que es más nefasto aún, el remedio ha estado siempre a nuestro alcance, en nuestra disposición para desclasar y desracializar la palabra.

Fuentes citadas

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