El camino hacia la crítica
Mi interés por el lenguaje y las lenguas está condicionado por una infancia y juventud en las que gallego y castellano se entremezclaban mientras se iba tallando mi personalidad, y mientras ambas se usaban en un contexto político cambiante donde las prácticas verbales eran interpretadas, sin remedio, ideológicamente. En contraste, en la Facultad de Filología de la Universidad de Santiago de Compostela de los ochenta, salvo excepciones, estudiábamos el lenguaje como si fuera un objeto ajeno a aquellas experiencias sociales. Tal objetivación tenía su valor, por supuesto, pues revelaba su sistematicidad e introducía al estudiante a los procedimientos de observación, descripción y explicación propios de los estándares académicos.
Pero serían las condiciones de mi vida profesional posterior como sociolingüista y docente de español en EE. UU. las que darían a mi mirada una intención crítica y la canalizarían hacia el problema de la normatividad y las instituciones que de manera más conspicua fijan y divulgan la norma de uso del idioma: las academias. Retrospectivamente, hacer de la Real Academia Española un objeto de estudio fue una decisión afortunada ya que resultó ser una mina de datos no solo sobre la historia moderna del idioma sino también sobre su historicidad presente, es decir, sobre la implicación de la lengua, de sus variantes y de sus significados simbólicos en procesos de gran relevancia social. Observar a esta institución y sus colaboradores abasteció generosamente la base empírica sobre la que fui afinando la idea de normatividad y, a partir de ella, armando tanto un concepto integrado del lenguaje y la política como una estrategia para estudiar los fenómenos asociados.
Otro objeto de enorme interés y utilidad fue la escuela filológica española, que nació con la titánica obra de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) y el liderazgo intelectual que ejerció desde el Centro de Estudios Históricos de la Junta para la Ampliación de Estudios durante el primer tercio del siglo XX. En la obra de Pidal y sus discípulos confluían la puesta al día de la filología incorporando los avances realizados en otros países y sumándose a los debates teóricos de su tiempo, y la convicción de que el cultivo de las ciencias humanas era un eje central de la construcción de una España moderna y del despertar de una conciencia nacional2.
El estudio del pensamiento lingüístico de la Academia y de la filología española resultó sumamente valioso para la integración conceptual de lenguaje y política que fui incorporando a mi mirada a lo largo de los noventa a medida que rumiaba las limitaciones de la teoría funcionalista del lenguaje que me habían enseñado en Compostela y la sociolingüística variacionista que dominaba en mis posgrados estadounidenses orientando mi investigación de entonces. En ambos casos, se estudiaban las lenguas como sistemas de representación y comunicación, es decir, como estructuras de signos capaces de reproducir las experiencias sociales y como códigos compartidos que posibilitan la transmisión intersubjetiva de mensajes. Desde esta posición teórica, deudora del Curso de lingüística general
(1916) de Ferdinand de Saussure (1857-1913), la comunicación verbal es primordialmente producto de las dinámicas internas de un sistema, es decir, de razones y relaciones gramaticales. Mi insatisfacción era que visiones preferentemente formalistas de las lenguas no me abrían senderos que llevaran adonde quería ir en aquel momento inicial de mi carrera: a saber, entender cabalmente la integración del lenguaje en la vida social, participar activa y productivamente en la actualización del aula de lengua española y explicar la evidente complicidad del lenguaje en procesos tales como la organización político-administrativa de España, la estrategia diplomática del país o el impacto de la comunicación verbal en la desigualdad social. En otras palabras, no me ayudaban a formular las preguntas que poco a poco iba descubriendo que realmente quería hacerme.
¿Y de dónde salían esas preguntas? No viene al caso rastrear los orígenes de mi pensar político, pero sí es relevante reconocer mi temprano interés por la desigualdad y mi predisposición a buscar sus causas en las condiciones materiales sobre las que se organiza la propiedad, la producción y el trabajo. Estas inquietudes y las señales que, a veces de manera azarosa, lo conducen a uno por ciertas sendas de lectura (en mi caso, algunos seminarios doctorales dedicados a los estudios literarios y culturales) me llevaron hasta pensadores como Antonio Gramsci (1891-1937), Raymond Williams (1921-1988) y Pierre Bourdieu (1930-2002), en quienes reparé porque, además de ser referentes en proyectos intelectuales con vocación crítica, otorgaban al lenguaje un lugar prominente entre los objetos preferidos para la reflexión sobre el poder, la cultura y las formaciones sociales. Estas lecturas, sumadas a mis inclinaciones políticas de siempre, dieron alas a mi progresivo distanciamiento del análisis estructural del lenguaje y a mi acercamiento a escuelas de pensamiento crítico dentro de la sociolingüística, la antropología lingüística y la historia de las ideas lingüísticas3.
Un resultado de este giro glotopolítico fue que el funcionamiento de la normatividad se convirtió en un tema principal de mi interés profesional y las academias de la lengua en objetos privilegiados para observar ese fenómeno. ¿Por qué la norma de referencia de la RAE es la que es? ¿A quién beneficia? ¿Cómo se constituye y justifica la autoridad de la RAE? ¿Cuál es su visión de la normatividad y qué la motiva? ¿Quién y por qué se escapa del régimen lingüístico de la Academia? me preguntaba. Es verdad que habría podido dirigir mi atención hacia otras entidades ya que la normatividad se organiza siempre de manera compleja. Es constatable, por ejemplo, la coexistencia de múltiples polos normativos y manifestaciones del fenómeno en diferentes escalas de la vida social, desde la conversación cotidiana en entornos pequeños (como la familia) hasta la producción escrita en contextos altamente institucionalizados y vigilados (como la escuela). En la gestación de mi proyecto, sin embargo, el protagonismo e influencia de los instrumentos producidos por la RAE y la Asociación de Academias de la Lengua Española en la sociedad española, en América Latina y, como viví muy de cerca, en los departamentos de español estadounidenses eran tales que me apliqué, primero, al estudio y lectura a contrapelo de esta corporación, de su producción textual y de la historia institucional.
Regímenes de normatividad lingüística
Cualquier aproximación a una institución normativa, por mínimamente crítica que sea la mirada, nos revela que su autoridad para determinar el régimen que organiza la vida lingüística de un colectivo se funda menos en el valor inherente de su producción textual que en la bendición recibida de otros poderes (gubernamentales y económicos por ejemplo) y en el consentimiento tácito de los hablantes. El atractivo del concepto de régimen de normatividad lingüística —inspirado en «regimes of language», propuesto por el antropólogo norteamericano Paul Kroskrity— se halla en que remite al carácter político del lenguaje y que, reconociendo la complejidad de este, agrupa una serie de hechos distintos pero entrelazados: las redes de normas que regulan, asignándoles valores, las prácticas verbales; las entidades que participan en la regulación; sus fuentes de legitimidad; los mecanismos de imposición implícita o tácita de las normas; y, al mismo tiempo, las resistencias a las mismas, a las entidades normativas y a su autoridad, ya surjan de arriba, de abajo o del medio de las escalas sociales.
Para precisar las implicaciones analíticas del concepto, quiero aclarar que hablo de «prácticas verbales» para insistir en que en los regímenes no solo están reguladas la estructura gramatical y los contornos de las lenguas (las lenguas con nombre, entendidas como artefactos culturales, como explicaré más adelante) sino todo tipo de discursividad o «forma de usar el lenguaje». Por esto mismo, en la definición, hablo de «normas» en un sentido amplio que comprende tanto las que se fijan en diccionarios, gramáticas u ortologías prescriptivas como las que se reproducen de manera más latente en diferentes situaciones de la vida —un ejemplo clásico sería la corrección que un padre le hace al hijo por su modo de hablar o la burla de un grupo de amigos hacia otro por su acento o uso de alguna palabra o expresión—. Al hablar de normas, además, incluyo no solo a aquellas que afectan la pronunciación, el léxico y las estructuras gramaticales sino también las de orden pragmático, es decir, las que rigen el uso propio o impropio de ciertos gestos o géneros discursivos según los contextos (por ejemplo, «no hables tan alto», «no se interrumpe» o «Fulanito habla demasiado»). En este sentido, la palabra norma está vinculada a la indexicalidad, propiedad del lenguaje que vincula formas lingüísticas con categorías sociales, en la medida en que esta relación no es natural sino construida y reconstruida permanentemente en la acción social (asociaciones como por ejemplo «quien habla así es inteligente», «quien lo hace asá es de campo» o «quien habla de esta otra manera es un pedante» son producto de la continuidad entre indexicalidad y normatividad). Finalmente, dice la definición propuesta que todo este entramado normativo es producido y, llegado el caso, cuestionado por «entidades», término cuya imprecisión nos conviene por incluir distintos tipos de agrupaciones, instituciones u organizaciones cuyo interés glotopolítico dependerá de que sean o puedan llegar a ser actores implicados en el reparto o lucha por el poder.
Así planteado, el concepto de régimen de normatividad lingüística sitúa el metalenguaje (todos los elementos del discurso que remiten al propio discurso) en el punto de mira de investigadoras e investigadores. Es el caso de la tradición identificada con el sociolingüista noruego-estadounidense Einar Haugen (1906-1994) que estudia la estandarización como acción planificada sobre el lenguaje asociada a la construcción del espacio público nacional en la modernidad (en cierto sentido, comparable a la esfera pública habermasiana); es el caso de análisis como el que ofrece Pierre Bourdieu del significado del hablar en su visión de la reproducción de la lengua legítima a través de los iluminadores tropos del mercado y el campo lingüístico nacional para señalar la vinculación entre formas lingüísticas, posiciones sociales y acumulación y circulación reticular del poder; finalmente, entre los precedentes conceptuales del régimen que focalizan su atención en el metalenguaje, se encuentra la higiene verbal con que Deborah Cameron señala las acciones de limpieza del lenguaje como tácticas de control social.
Régimen de normatividad lingüística ofrece varias ventajas analíticas con respecto a sus progenitores teóricos: incluir en un mismo programa de investigación la multiplicidad de acciones normativas que se dan en una comunidad, ya sea a nivel institucional o en la vida cotidiana; identificar como objeto de observación no solo la normatividad gramatical, léxica y ortográfica sino también el sistema regulatorio de los vínculos indexicales entre prácticas verbales y posiciones sociales; y apoyarse en una conceptualización del poder como red de tensiones multidireccionales más que como una relación de imposición vertical.
Además del concepto de mercado o campo, de Bourdieu rescato la idea de la corporeización de los valores, la visión de aquellas normas como naturales (de ahí su condición de hábito irreflexivo) cuando en realidad se han construido históricamente con tensiones y conflictos varios de por medio. Pero por más corporeizados que estén, la evidencia sociolingüística nos muestra que, igual que el cuerpo no es prisionero de sus costumbres, el repertorio lingüístico de los seres humanos cambia constantemente en el curso de la vida. Esto nos empuja, consecuentemente, a reconocer nuestra capacidad corporal para, dadas ciertas circunstancias (cuya identificación es responsabilidad intelectual del sociolingüista), liberarnos, acaso solo parcialmente, de unas restricciones e imposiciones normativas para, en el proceso, generar otras.
Llegado a este punto, aclaro la distinción entre la política lingüística y lo político del lenguaje. Nacida de otras realizadas en la filosofía política por figuras como Chantal Mouffe o Jacques Rancière, esta diferenciación ofrece ventajas descriptivas y explicativas a quienes trabajan desde la sociolingüística; sin embargo, en atención a los peligros del desplazamiento interdisciplinar de conceptos, ha de ser entendida en función de los objetos propios de este campo. Por ello, entiendo por política lingüística, aceptando su acepción clásica, la intervención planificada sobre las lenguas, su forma y su estatus en una comunidad. Pero junto a ella, sin confundirlas, ubico lo político del lenguaje para subrayar la existencia de experiencias lingüísticas, que pueden darse tanto en la vida cotidiana como en el ámbito más explícitamente normado de las instituciones, en que se ponen en juego de manera ya sea cooperativa o conflictiva identidades sociales que participan en las luchas en torno al poder. Reconocer lo político del lenguaje y distinguirlo conceptualmente de la política lingüística amplía la búsqueda de la dimensión glotopolítica de las subjetividades y hace más probable que reparemos en las marginadas, excluidas o emergentes que no llegan a manifestarse en los espacios institucionalizados donde se suele planificar la organización lingüística de una colectividad. En definitiva, para entender el funcionamiento de un régimen de normatividad lingüística es preciso observar tanto la política lingüística como lo político del lenguaje, conceptos siameses: distintos pero inseparables.
La ley de la lengua y la lengua de la ley
Los procesos de estandarización, por supuesto, están presentes en las luchas en torno a la constitución de regímenes de normatividad lingüística. Y aunque se encuentran en diferentes lugares y a lo largo de su historia, su estudio se ha centrado principalmente en el modo en que la técnica de fijación de lenguas participa de la cristalización de la modernidad occidental, de la industrialización, de la idea de ciudadanía y de la de nacionalidad cultural y política. La obra de una de las figuras fundacionales del estudio de la estandarización, el ya mencionado Einar Haugen, señala el vínculo entre la racionalización de la gobernanza que se llevó a cabo en el siglo XVIII, la progresiva adopción de una visión instrumental de las lenguas y el desarrollo de mecanismos estandarizadores para su forja como herramienta política (mecanismos que, como evidencia el caso del inglés, no fueron siempre academias).
De hecho, ya en los albores de la modernidad, Antonio de Nebrija (1444-1522) había justificado el valor de su gramática de 1492 como herramienta al servicio de la expansión imperial por su aplicabilidad a la enseñanza de la lengua en que se escriben «las leyes que el vencedor impone al vencido». Pero acaso, según explica Talbot Taylor (1997), sea John Locke (1632-1704), en Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), quien con más claridad y fundamentos filosóficos explicó la vinculación primordial entre lenguaje y política en el sentido moderno de esta. Por un lado, la política es lo que media entre el estado de naturaleza y el orden social, y sus operaciones consisten en la deliberación racional que, posibilitada por la lengua compartida, tiene el consenso como objetivo. Por otro, Locke reconocía el carácter convencional (no natural) de la relación entre forma y contenido en el lenguaje, de modo que, si, como afirmaba el liberalismo por él suscrito, el ser humano está dotado de libre albedrío, siempre existe la posibilidad de que haya individuos que decidan atribuirle significados distintos a una misma forma o viceversa. Tal estado de cosas imposibilitaría la deliberación racional y el consenso y, por tanto, resultaría en el caos. Ante tales condiciones, una colectividad política necesita una autoridad que fije la relación entre formas y contenidos, es decir, que estandarice la lengua.
El abigarrado pensamiento lingüístico de Antonio Gramsci, dialectólogo y filólogo de formación, se distancia del liberal por momentos explícitamente. Sin embargo, la teoría del signo que se infiere de sus textos no difiere tanto de la que acabo de presentar: su conciencia de la variación (como buen dialectólogo, de biografía plurilingüe además) en los ejes geográficos y sociales junto a su convicción de la necesidad de la unificación lingüística lo hacían, como a Locke, partidario de la intervención glotopolítica planificada. Con todo, Gramsci, frente al pensamiento liberal, concebía una acción glotopolítica unificadora que naciera de la conciencia no solo de la heterogeneidad dialectal sino también y muy especialmente de la necesidad de corregir la diferencia de acceso a la gramática normativa.
El caso es que la síntesis de orden social y, por un lado, libertad individual y, por otro, igualdad social precisa de un régimen de normatividad lingüística donde una autoridad legítima fije la relación entre formas y contenidos que crea los signos, es decir, un régimen donde la ley de la lengua y la lengua de la ley sean inseparables.
Las lenguas, artefactos culturales
Ya dije que, en buena medida, el desarrollo de mi visión del lenguaje está mediado por experiencias biográficas que incluyen una infancia y juventud en que se debatía públicamente sobre el modelo más conveniente de legislación lingüística. Tras la aprobación de la constitución española de 1978, se emprendían procesos de normativización y normalización del gallego en los que se debatía, en medio de disputas entre los distintos nacionalismos dentro del Reino de España, la mayor o menor bondad de las políticas basadas en la visión aislacionista (la mayoritaria que considera el gallego una lengua autónoma) y la lusista o reintegracionista (posición minoritaria que mantiene la relación heterónoma del gallego con el portugués). Hablar, escribir, leer y escuchar en la Galicia de los años setenta y ochenta era sumergirse en un denso mar glotopolítico saturado de un metalenguaje valorativo que marcaba las opciones lingüísticas individuales e institucionales; era ver la lengua en construcción, el gallego como objeto de políticas lingüísticas más o menos enérgicas pero siempre socialmente visibles; y lo era porque también el castellano se moldeaba de acuerdo con las necesidades del proceso de reforma política que vivía España.
A entender las complejidades de estos hechos, me ayudaría años después la incursión, parcial pero atenta, en la obra de los investigadores asociados al Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Birmingham fundado en 19644. Además de señalar las limitaciones explicativas de la distinción entre cultura popular y alta, autores vinculados a la New Left británica tales como el ya mencionado Raymond Williams y Richard Hoggart (1918-2014), E. P. Thompson (1924-1993) o Stuart Hall (1932-2014) reivindicaban el valor de las prácticas y producción simbólica de las clases trabajadoras y su condición de objeto legítimo de estudio a través de las herramientas que las ciencias humanas habían creado para el análisis de la llamada alta cultura. Asimismo apostaban por dirigir una mirada interdisciplinaria a las prácticas culturales en tanto que procesos sociales y políticos. Participaban además de la crítica al concepto positivista de representación y abrazaban lo que podríamos llamar una semiótica histórico-materialista que requiere del estudio de las condiciones materiales de producción y recepción de signos. Finalmente, la imbricación entre lenguaje y poder era central para esta escuela pues, lejos de recluir a aquel en el ámbito de la superestructura ideológica, lo situaban en el centro de la producción de las condiciones del trabajo. Desde tal perspectiva, el lenguaje se concebía como una práctica cultural integrada en la economía política de una colectividad.
Tenía sentido, a través de este prisma, el desconcierto generado por la «normalización» lingüística en los barrios de Santiago de Compostela (Conxo) y A Coruña (Os Castros) donde se había desarrollado mi infancia y juventud. Las acciones glotopolíticas que se debatían e implementaban en los setenta y ochenta, cambiando considerablemente el paisaje lingüístico (sonoro y visual) del país, poco afectaban un orden económico en que ciertas formas de hablar (gallego, castellano o repertorios que combinaban uno y otro) seguían marcando a ciertos colectivos como incapaces de moverse socialmente. El gallego, igual que el castellano, en tanto que artefacto, era troquelado para su despliegue en el sistema educativo, mediático e institucional de Galicia al gusto y en función de los intereses de los grupos socio-económicos dominantes.
Cuando, acompañado de la lectura de aquellos autores, hacía estas reflexiones retrospectivas, mi mirada de investigador doctoral estaba ya centrada en la lengua española. De ahí que, del estudio de las sibilantes en español antiguo, que era mi tema de tesis, mi interés empezara a gravitar hacia el modo en que la representación de las sibilantes por la escuela de filología española incidía sobre la construcción de una imagen del español y de su historia integrada en visiones del estatus nacional y geopolítico de España. El punto de inflexión fue llegar a leer a contrapelo la polémica en torno al supuesto andalucismo del español de América en la que habían participado figuras de la talla de Max Leopold Wagner (1880-1962), Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), Amado Alonso (1896-1952) y Ramón Menéndez Pidal. En aquel debate se tejían, por sobre la evidencia filológica y la razón argumentativa, al menos dos visiones de la unidad lingüística del llamado mundo hispánico: una que la anclaba en un único proceso histórico compartido y otra que subrayaba la singularidad americana y, por tanto, el devenir relativamente autónomo de la lengua en el continente. Las representaciones del idioma y su historia se me aparecían, a través del prisma de la teoría crítica, vinculadas a nacionalismos, americanismos, neocolonialismos y a las políticas de la cultura que los acompañaban.
Lo mismo ocurriría a finales de los noventa al empezar a estudiar a la RAE y su historia como plataforma privilegiada del movimiento panhispanista. Su participación activa en la acción cultural era manifiesta en aquel periodo, cuando la corporación se adaptaba a las necesidades de la España democrática, atlantista y europea: declaraba su compromiso panhispánico y trataba de librarse del estigma del prescriptivismo purista autoproclamándose simple registradora de un sistema normativo no impuesto sino consensuado por todos los hispanohablantes. La presentación de la Nueva Gramática de la Lengua Española, publicada por la RAE y la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) en 2010, revelaba su condición de artefacto cultural propio de un momento histórico y de un proyecto de consolidación de una identidad colectiva anclada en la lengua española: se la llamó «gramática del español total» para asegurar a la comunidad panhispánica que todas las variedades habían sido registradas. Más allá de ser un gesto retórico, ¿qué revela la maniobra discursiva ejecutada por medio del adjetivo «total»? A modo de ejercicio analítico, situemos el episodio al lado de este brevísimo texto de Borges:
Sobre el rigor de la ciencia
. . . En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.
— Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes, libro cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658.
Vistas una junto a la otra, las «Ruinas del Mapa» iluminan la operación de ocultamiento que se perpetra a través del sintagma «gramática del español total». La cartografía y la gramaticografía solo tienen sentido (y utilidad) como actos de selección que filtran aquello que se siente menos relevante y escogen aquello que mejor sirve a los objetivos del cartógrafo, del gramático y sus auspiciadores. La hiperbólica referencia a la representación «total» de la lengua choca contra la imposibilidad de saturar prescriptivamente el poder semiótico y social de la palabra (o dicho de manera menos pedante, choca contra la imposibilidad de fijar la lengua). Y por eso falla el juego de manos dejando a la vista la falacia (la labor de las academias como una simple descripción de algo que existe afuera de la acción de los gramáticos y académicos) y la operación propagandística (el ocultamiento del carácter político de la imprescindible operación de selección necesaria para la elaboración de la nueva gramática).
Se pueden apreciar aquí las ventajas analíticas de pensar las lenguas como artefactos culturales, como objetos dotados de materialidad y poder simbólico producidos por entidades humanas en respuesta a necesidades sociales y, con frecuencia, a imperativos políticos y económicos concretos. Como todo artefacto, cualquier materialización metalingüística de «el español» exhibirá huellas de las condiciones de su producción, recepción y uso social, y, por lo mismo, nos ofrecerá indicios de las luchas de las cuales formaron o forman parte. Recordemos las preguntas planteadas arriba: ¿Por qué la norma de referencia de la RAE es la que es? ¿A quién beneficia? ¿Cómo se constituye y justifica la autoridad de la RAE? ¿Cuál es su visión de la normatividad y qué la motiva? ¿Quién y por qué se escapa del régimen lingüístico de la Academia? La respuesta a estas preguntas pasa por investigar las condiciones históricas de producción, reproducción y recepción del artefacto.
Nota metodológica: debates lingüístico-ideológicos y escenas glotopolíticas
Pensar las lenguas como artefactos culturales crea necesidades metodológicas. ¿Cómo reunir una base evidencial sobre la que desarrollar una explicación? Dos conceptos ayudan a organizar la recolección de los datos metalingüísticos necesarios: los debates lingüístico-ideológicos y las escenas glotopolíticas. El primero de estos conceptos lo formula el sociolingüista belga Jan Blommaert, quien, al proponer una historiografía de las representaciones ideológicas del lenguaje, sugiere identificar momentos en que estallan disputas que tienen como objeto alguna dimensión del lenguaje pero en las que resulta imprescindible atender a las condiciones culturales, económicas o políticas en que se producen. De hecho, los debates y polémicas en torno al lenguaje son parte integral de pugnas en torno a la organización social, y su carácter de explosión metalingüística ofrece una mina evidencial sobre la que construir la investigación de estos procesos.
A Elvira Narvaja de Arnoux le debemos el concepto de escena glotopolítica para demarcar situaciones en las que el metalenguaje forma parte de una negociación o lucha entre subjetividades que se juegan o bien preservar su identidad y estatus o manifestarse como actores sociales que reclaman su derecho a participar en la lid política. Arnoux las define como «situaciones de conflicto propias de un determinado momento histórico motivadas por cambios en las relaciones de poder, transformaciones económicas, políticas y/o tecnológicas o la aparición en la esfera pública de nuevos actores. Las escenas glotopolíticas irrumpen alterando en cierta medida lo aceptado o las rutinas comunicativas y obligan a una actividad interpretativa que dé cuenta del efecto de anomalía que generan» (30). Se trata, por tanto, de momentos susceptibles de que emerjan o se expresen de nuevo múltiples voces que ambicionan ser reconocidas como tales e incluidas en la acción política de la colectividad.
La voz y la toma de la palabra
—Mi nombre es Yahaira y soy dominicana. Well, I was born here in the Bronx, pero soy dominicana. Y estudio business y español.
—Gracias, Yahaira. ¿Y tú?
—My name is Braulio. My parents came from the Dominican Republic, but I was born in Washington Heights. I´m getting a double major in Anthropology and Spanish.
—Y ahora dínoslo en español, ¿no, Braulio?
—Oh, I don´t speak Spanish.
—¡¿Seguro?!
—Yeah. I can´t.
Así (poco más o menos) empezaba la primera clase de «español para hispanohablantes» que me tocó impartir cuando, a finales de los noventa, obtuve una plaza en el departamento de Lenguas Modernas de la Universidad Fordham, situada en el barrio de Rose Hill del Bronx. Como ya he dicho, mi formación académica estaba anclada en la lingüística general y la sociolingüística, y en mi trabajo de diez años como docente en EE. UU. abundaba la enseñanza del español como lengua extranjera. Sin embargo, a pesar de que mi recorrido previo por varias universidades había sido rico en experiencia en el aula, nunca hasta que llegué al Bronx me hube de enfrentar al desafío de articular un proyecto en torno al concepto de «español para hispanohablantes».
Podía echar mano, por supuesto, de experiencias biográficas propias en tanto que hispanohablante cuya educación primaria y secundaria en la España de los años setenta había incluido una asignatura anual llamada «lengua Española». Quizás por ello, mi diseño original de aquella asignatura estaba basado en una idea convencional de «lengua» como sistema gramatical (como una serie de unidades formales y sus propiedades combinatorias) a través del cual gentes de diversos países y culturas se comunican. Pero además, y por fortuna, podía acudir a mis saberes de sociolingüista y a mi familiaridad con la bibliografía sobre el español en los EE. UU. De modo que, por encima de aquella concepción tradicional de lengua, la sociolingüística me sensibilizaba ante la variación y me predisponía a interpretarla en función de factores estilísticos, geográficos y sociales. Era consciente del carácter de las variedades del español usadas en EE. UU., de fenómenos conocidos como intercambio de códigos, préstamos y calcos, y de que mi obligación como docente era ampliar el repertorio lingüístico del alumnado evitando valoraciones negativas de sus conocimientos y usos lingüísticos y poniendo cuidado de no adoptar actitudes prescriptivas.
El plan, en principio, no era malo, pero pronto me daría cuenta de lo mucho que le faltaba (que me faltaba) para que fuera bueno. La escena relatada arriba y otras similares tuvieron mucho que ver en la ampliación y enfoque de mi mirada y consecuentemente de mi acción pedagógica. Durante las dos o tres primeras clases la forma de participar de Braulio (ya fuese espontáneamente o interpelado por mí) permaneció inalterada. Yo seguía pensando que este joven estudiante insistía en hablar solo inglés por inseguridad ante su conocimiento de un español de léxico escaso y sintaxis atravesada por la del inglés; y seguía pensando que mi labor era conseguir que tumbara esa barrera sicológica y se lanzara a hablar en español, en cualquier español, para ir ampliando con la práctica su catálogo de opciones léxicas y sintáticas. El caso es que un día estaba yo en la cafetería universitaria y noté que en la mesa de al lado un grupo de chicos y chicas hacía lo propio en medio de una conversación aparentemente alegre y animada en la que se discernían palabras y oraciones tanto del inglés como del español. En un momento dado, una de las voces se elevó por sobre las demás. Rápida, voluminosa y enfática. Y lo hizo en español: un español decidido y lineal, sin curvas ni oscilaciones. Miré hacia el lado y me encontré con que el dueño de aquella voz era ni más ni menos que mi querido alumno Braulio. Con una mezcla de admiración y enojo pensé «¡El desgraciao me miente!» y aquella misma tarde le escribí para pedirle que pasara por mi despacho.
—¿Por qué en clase insistes en decirme que no hablas español?
—… cause I don´t.
—Well, yesterday I saw you talking to your friends in the cafeteria. And it sounded like español perfecto to me.
—But that´s not Spanish!
—¡¿Y entonces qué es?!
—I don´t know… whatever we Dominicans speak.
—Spanish! ¡Los dominicanos habláis español!
—Well, that´s not how YOU speak español. Or the other professors.
Momento epifánico, evidentemente, en el que las palabras «español» / «Spanish» se me revelaban como complejísimos signos. Y no solo por remitir a una lengua dialectalmente diversa sino por su inestabilidad semántica y pragmática, ligada a la valoración de gentes y de sus modos de hablar y, condicionante de sus posibilidades de circular socialmente y acceder a recursos de distinta índole. Me di cuenta de que al decir «I don´t speak Spanish» Braulio no me estaba mintiendo, pues usaba la palabra de manera consistente con el sistema referencial que él había construido en torno al significado de «español» y «Spanish». Si mi representación de «español» se refería sin problema al modo en que Braulio hablada en la cafetería, para él esa misma palabra no señalaba a su propia producción lingüística.
Y algo más resultaba evidente en aquella conversación y las experiencias que la habían precedido: las formas de invocación de categorías tales como «soy dominicana», «we Dominicans» o «professors» eran fundamentales para entender el sentido pleno que «hablar español» o «speaking Spanish» tenía para mis jóvenes estudiantes mayoritariamente nacidos, socializados y educados en el Bronx. Me quedaba claro tras esta experiencia que, si «enseñar español a hispanohablantes» era en efecto contribuir a la ampliación del repertorio lingüístico del alumnado, más cierto aún era la conveniencia de incorporar al plan docente un componente metalingüístico que los habilitara a interpretar la interacción entre usos lingüísticos, representaciones del lenguaje y relaciones de poder. Había que reescribir el programa desde una perspectiva glotopolítica para que entendieran cómo, desde el conocimiento de recursos lingüísticos, se construye la voz.
Voz es un concepto que ha informado buena parte de la investigación de la antropología y sociolingüística críticas a través de conceptos tales como footing (alineamiento), styling (estilización), enregisterment (inscripción en registro), stance (posición discursiva), embodiment (corporeización), intersubjectivity (intersubjetividad), face-work (trabajo de imagen), frame-analysis (análisis de marcos discursivos) o metapragmatics (metapragmática). En los estudios glotopolíticos, han influido considerablemente las traducciones del trabajo de Mijaíl Bajtín, y voz se utiliza para reconocer que los enunciados y la producción verbal en general están siempre insertos en un sistema metalingüístico de valoración social, que el sentido lo van adquiriendo y modificando en el devenir de la cadena interaccional y que los resultados de esta integración (las voces) son clave para potenciar o inhibir las posibilidades de acción social y participación política de personas o colectivos (en este último sentido me inspiro en el libro de Nick Couldry titulado Why Voice Matters?).
A quien una autoridad le dice «tú aquí no tienes ni voz ni voto», aunque no le amputa su capacidad de enunciar, lo priva de la posibilidad de hacerlo o, con el mismo efecto, de que su enunciado tenga valor alguno. De ahí la importancia que tiene, para comprender el funcionamiento político de una comunidad, identificar dónde residen los poderes autorizados para distribuir la certificación de voz legítima y organizar la toma de la palabra en las distintas zonas de la vida social e institucional. Ante el horizonte teórico que se va dibujando en este artículo, la voz se constituye en medio de las correlaciones de fuerzas que caracterizan un determinado régimen de normatividad lingüística.
Y esto es glotopolíticamente clave, pues la voz es central en la negociación y disputa política, y el perfil organizativo de una polis (su carácter más o menos democrático o autocrático) depende en gran medida del modo en que se gestione la toma de la palabra, es decir, de la capacidad del sistema para reconocer a distintos sujetos políticos y conferir legitimidad a las voces con que escojan manifestarse. Los regímenes, debemos recordar, se forjan históricamente, es decir, como resultado de procesos que se desarrollan en distintas temporalidades; y precisamente por ello, la investigación de la toma de la palabra debe atender siempre a su historicidad, a su relación con condiciones del régimen que responden a circunstancias contingentes tanto como a elementos de su estructura que evolucionan con mayor morosidad. El ya mencionado sociolingüista belga Jan Blommaert lo describió así:
Si algún grupo o individuo no consigue que su voz sea escuchada (o incluso si parece que no tiene voz), rara vez la causa es puramente sincrónica. Normalmente, tiene que ver con formas de desigualdad surgidas de manera ya sea lenta o dramática y sedimentadas en la distribución desigual del derecho a hablar, en la atribución de estatus y valor a estilos de habla, en la distribución desigual de repertorios lingüísticos y en otros desarrollos históricos. (8) (traducción mía, JdV).
Un asunto relevante en este sentido es el del papel que juega la polémica ya no solo en la vida política en el sentido convencional sino en la articulación de la sociedad, es decir, en la integración funcional de sus miembros. La polémica es un tipo de discurso en que, primero, el debate ve reducido al mínimo el componente racional renunciando además a la persuasión del adversario. La retórica no desaparece, pero la intención persuasiva tiene al público, y no al interlocutor aparente, como objeto. De ahí la segunda característica: la descalificación del adversario. No es pertinente entrar a discutir aquí la ética de la polémica pero sí que conviene reconocer que es una realidad de la interacción verbal humana cuyas dinámicas se deben entender, y que es preciso atender al trabajo empírico que, como ha señalado Ruth Amossy, más que proyectar normativamente un juicio universalmente positivo o negativo, analice los distintos efectos que la polémica pueda tener en contextos históricos diversos.
Uno de esos efectos puede ser precisamente el impacto que la polémica tenga en la confluencia social de voces, es decir, la posible inhibición o visibilización de sujetos políticos heterogéneos. La voz no está predeterminada ni permanece fija una vez constituida, sino que su manifestación y estabilidad dependen, por un lado, de los recursos lingüísticos de que dispone cada individuo o colectivo y, por otro, del modo en que distintos actores sociales movilizan los resortes del régimen lingüístico. Se vuelve necesario (analítica y políticamente) reconocer la centralidad de la voz y analizar los mecanismos que, en situaciones de negociación o disputa, legitiman, deslegitiman o invisibilizan a los posibles interlocutores.
El dialoguismo y la inestabilidad del signo
El concepto de voz está estrechamente relacionado con otro: el dialoguismo5. No recuerdo exactamente cómo ni cuándo, pero hubo un día a principios de los noventa en que me crucé con las palabras «monoglosia», «poliglosia» y «heteroglossia». Lo que sí recuerdo es que no alcanzaba a entender lo que la autora o autor trataba de expresar con el uso de aquellos términos. ¿Sería una forma rara de decir «monolingüismo» y «plurilingüismo»? Y, si así fuese, ¿por qué inventar nuevos palabros? Fue a partir de este desencuentro con un texto y del deseo de resolver la inestabilidad de mi lectura que llegué al «círculo de Bajtín» y concretamente a parte de la obra de dos de sus miembros más destacados: el que dio nombre al colectivo, Mijail Bajtín (1895-1975), y su cercano colaborador Valentín Volóshinov (1895-1936).
Al adentrarme en el pensamiento lingüístico de estos autores entendí enseguida que los términos que me habían incomodado, por más que en efecto remitieran a hechos emparentados con el monolingüismo, bilingüismo y plurilingüismo, no eran equivalentes a ellos. Es más, tras el aparato terminológico y conceptual bajtiniano, se vislumbraban ideas sobre el lenguaje y las lenguas fundamentalmente distintas a las constitutivas de la sociolingüística que yo había estudiado. Fui descubriendo el modo en que aquellos conceptos nuevos para mí se integraban en un modelo de pensamiento amplio y dinámico. Amplio porque su sentido se tejía en relación con otros términos (como monologuismo, dialoguismo, voz y polifonía) y con estudios en los que el lenguaje estaba inexorablemente ligado a otras prácticas culturales, principalmente literarias. Lo hallaba a la vez dinámico porque, al irse desplegando en distintos textos y análisis, aquel modelo exhibía vacilaciones que mantenían siempre abierto su potencial explicativo.
En la obra del «círculo de Bajtín» hallé dos conceptos que enseguida reorientarían mis reflexiones sobre la naturaleza del lenguaje: monologuismo y dialoguismo. Enhebrados en los usos que hacían de ellos los críticos rusos (y que ¡ojo! yo iba leyendo traducidos al inglés o al español) en mi mente iban cuajando como formas de designar concepciones esencialmente distintas de la interacción verbal. En primer lugar, monologuismo (palabra en que resuena «monólogo») representaba la idea del lenguaje como código que permite a un individuo producir significado. Por tanto, para una lingüística monológuica, la estructura del código, o gramática, sería el objeto de la investigación. En segundo lugar, monologuismo remitía también a una práctica comunicativa que gravita en torno a una única voz, que se expresa en base a una razón propia y única. Por contraste, el dialoguismo (palabra que guiña el ojo a «diálogo») capturaba, primero, la idea del lenguaje como interacción y, por tanto, para una lingüística dialóguica, el decurso del intercambio verbal, su polifonía y sus efectos en los interlocutores constituirían el objeto preferido de análisis. Segundo, dialoguismo remitía a un tipo de interacción en que las voces, conscientes unas de las otras, se constituyen mutuamente y se van moldeando de acuerdo con el devenir del intercambio (ya sea en relación cooperativa, antagónica o intermedia).
Para Volóshinov, el carácter primordial que se le atribuía al dialoguismo daba lugar a una teoría del signo que sostenía la inestabilidad del vínculo entre significante y significado. En cada interacción, el enunciado se construye sobre la base de situaciones previas y en función de los efectos que se espera producir con la presente. Es decir, todo signo al ser usado en un enunciado lleva adheridas sus apariciones anteriores en la experiencia de los hablante-oyentes; pero recibe además la carga de las expectativas que tienen del acto verbal quienes participan en él. Estas experiencias previas y proyecciones que conforman los signos lingüísticos son parte de sus condiciones de producción y recepción, y están necesariamente imbricadas con las estructuras culturales, económicas, políticas y sociales donde ocurren las interacciones. De aquí se deriva el hecho de que toda lucha que se libre en cualquiera de estos órdenes va a tener un frente en la constitución de signos (lingüísticos y de otros tipos) como mecanismos de interpretación de las condiciones de vida y la experiencia de lucha (piénsese en las pugnas contemporáneas en torno al signo libertad). Se puede afirmar, en suma, que la inestabilidad del signo es, por así decir, la zona cero de toda experiencia glotopolítica.
La adopción de una visión dialóguica del lenguaje y el compromiso con la coherencia nos imponen la responsabilidad de pensar el trabajo de investigación y la distribución de conocimiento sobre esa misma base conceptual y ética. A fin de cuentas, investigar y diseminar son actividades de base lingüística siempre en diálogo con saberes previos, interlocutores contemporáneos y futuros imaginados, deseados o no. Y la modesta contribución a la sociolingüística recogida en estas páginas es producto precisamente de la participación en múltiples redes que me dieron la oportunidad de dialogar y, en el proceso, ir resignificando mis convicciones sobre la profesión así como los objetos de mi interés y las formas de abordarlos.
La glotopolítica en síntesis
En resumen, la doctrina glotopolítica tal como la define este autor se sostiene sobre los siguientes axiomas: las ciencias del lenguaje tienen como finalidad explicar por qué la gente habla como habla, escucha como escucha, lee como lee y escribe como escribe; el lenguaje es dialóguico, es decir, el habla-escritura solo ocurre en relación activa con una lecto-escucha; el lenguaje no es semánticamente transparente per se, es decir, todo signo lingüístico presenta un grado de inestabilidad, una posibilidad de deslizamiento tanto del vínculo entre significante y significado como de la relación entre distintos signos; toda manifestación de esta dinámica de habla-escritura y lecto-escucha está además condicionada por experiencias de interacción previas y por las proyecciones del efecto que tendrá en los interlocutores; finalmente, todas estas experiencias y expectativas de interacción son procesos sociales que participan de la permanente reproducción o alteración de subjetividades políticas, es decir, de identidades que intervienen en el orden comunitario y acaso del político. Esta cadena de axiomas sobre el funcionamiento del lenguaje constituye la base doctrinaria de la glotopolítica, perspectiva teórica que, si bien tiene un hogar natural en la sociolingüística crítica, puede incorporarse y de hecho se incorpora a proyectos inscritos en otras disciplinas.
Un objetivo clave de la teoría glotopolítica es el examen de las dinámicas de normativización y reglamentación de la interacción, las que, al servicio de la organización comunitaria, pretenden reducir la incertidumbre inherente al intercambio dialóguico al hacer previsibles los efectos del uso de ciertos signos (eso que llamamos «entendernos»). Al tratar, por ejemplo, de que si le pido a mi hermano que me pase la sal, me pase la sal y no la pimienta; o de que, si le digo a mi colega de despacho que siento frío, cierre la ventana; o de que, si tengo un cierto estatus social, me traten de usted; o de que, si estoy haciendo uso de la palabra en una reunión de trabajo, no me interrumpan. Como se aprecia en estos ejemplos (más o menos triviales), la normatividad no se limita al ámbito gramatical, léxico y ortográfico sino que se extiende al discursivo, donde la dimensión pragmática y metalingüística de la interacción está atravesada por patrones, es decir, expectativas de comportamiento propio o impropio de las circunstancias en que se da.
Asimismo, en cualquier formación social, hay hechos lingüísticos (ya sea una palabra, un acento, una variedad lingüística determinada) que son pensados como indicios de identidades o predisposiciones, dando lugar, por un lado, a conductas prejuiciosas en respuesta a un interlocutor sobre la base de su habla y, por otro, a acciones verbales performativas que hacen uso estratégico de la indexicalidad en la construcción de identidades y relaciones sociales. Así concebido, el lenguaje o actos de habla-escritura y lecto-escucha están siempre insertos en un universo normativo que condiciona el potencial innovador inherente a la inestabilidad del signo. Y aquí reside el hecho glotopolítico, en la tensión entre las normatividades establecidas y las dinámicas sociales que inhiben o estimulan su transformación.
La forma más explícita de normativización y regulación del lenguaje es la construcción metalingüística de una lengua, es decir, su identificación como tal, su codificación y la legitimación del código y de quienes lo elaboran. Un efecto trascendental de la construcción de una lengua es la naturalización de la relación entre los actos verbales y esa lengua, de modo que hablar y escuchar, escribir y leer sea pensado como algo que se hace siempre y necesariamente en la lengua. De la importancia política de las dinámicas normativas resulta que los procesos de codificación suelan alcanzar un alto grado de institucionalización. Porque si el habla-escritura legítima se produce en una lengua, el control glotopolítico de la comunidad pasa por el control de la institucionalidad normativa, de la norma de referencia e, idealmente, de la aceptación sinecdóquica de esta como la lengua. Este dispositivo normativo dentro del que se arman las instituciones de gestión de la variedad de referencia de una lengua y las reglas de uso correcto y apropiado, este régimen de normatividad lingüística, es el que distribuye el valor de las voces y, por tanto, el que determina el acceso de la gente a distintos espacios sociales en función de la mayor o menor legitimidad de su repertorio lingüístico. El artefacto cultural que es la lengua juega, incuestionablemente, un papel político trascendental.
Como la construcción de las lenguas y la asignación indexical de valor a distintas formas lingüísticas procede por distintas vías, la metodología preferida es el estudio de las condiciones históricas del metalenguaje, de escenas glotopolíticas protagonizadas por distintos actores, de debates lingüístico-ideológicos en torno a la forma y valor simbólico del idioma y de contextos de contienda política donde se disputa la legitimidad pública de la voz.
Fuentes citadas
Amossy, Ruth (2014). Apología de la polémica. Buenos Aires: Prometeo.
Bajtín, Mijail (1989). Teoría y estética de la novela. Trabajos de investigación. Madrid: Taurus.
Blommaert, Jan (ed.) (1999). Language Ideological Debates. Berlín: De Gruyter.
Borges, Jorge Luis (1960). El hacedor. Buenos Aires: Emecé.
Bourdieu, Pierre (1985). ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: AKAL.
Cameron, Deborah (2012). Verbal hygiene. Londres y Nueva York: Routledge.
Couldry, Nick (2010). Why Voice Matters? Culture and Politics after Neoliberalism. Londres: Sage.
Gramsci, Antonio (2013). Escritos sobre el lenguaje. Comentarios de Diego Bentivegna. Buenos Aires: EDUNTREF.
Guespin, Louis y Jean-Baptiste Marcellesi (1986). Pour la glottopolitique. Langages 83: 5-34. [Trad. al español de José del Valle disponible en http://glottopol.univ-rouen.fr/numero_32.html%5D.
Hall, Stuart (2017). Estudios culturales. 1983. Una historia teorética. Buenos Aires: Paidós.
Haugen, Einar (1972). The Ecology of Language. Stanford: Stanford University Press.
Heller, Monica (2002). Éléments d´une sociolinguistique critique. Didier: París.
Hess, Steven (2014). Ramón Menéndez Pidal. The Practice and Politics of Philology in Twentieth-Century Spain. Newark, DE: Juan de la Cuesta.
1 El presente artículo es una adaptación del capítulo 1 del libro de José del Valle titulado Lo político del lenguaje: travesía por el español y sus malestares, publicado por Verba Volant (Santiago de Chile, 2024). Agradecemos a Marco Coloma la autorización para publicarlo en AGlo.
2 La biografía de Menéndez Pidal es un fascinante recorrido de un siglo. Ha sido meticulosamente registrada por Joaquín Pérez Villanueva, por Ignacio Pérez Pascual y, con intención menos hagiográfica, por Steven Hess. El desarrollo de la filología científica en España, muy vinculado en buena medida a Pidal, está tratado en el clásico de José Portolés y el más reciente y rico en material de archivo de Mario Pedrazuela.
3 Algunos de los modelos que me sirvieron de inspiración fueron la sociolingüista canadiense Monica Heller (2002) por su aproximación etnográfica y discursiva a la relación entre lenguaje y trabajo; las antropólogas estadounidenses Bambi Schieffelin, Kathryn Woolard y Paul Kroskrity (1998) por su elaboración del concepto de ideologías lingüísticas y la centralidad que le concedían al metalenguaje; y John Joseph y Talbot J. Taylor por el estudio crítico-historiográfico de las ideas lingüísticas (a lo que se referían como «the politics of language») y su irónica autoproclamación como lingüistas «protestantes» (1990). Ya a partir de 2005, tras entrar en contacto con el grupo de Buenos Aires dirigido por Elvira Narvaja de Arnoux, pasaría a usar el término «glotopolítica», tomado de Louis Guespin (1934-1993) y Jean-Baptiste Marcellesi (1930-2019), para referirme a lo que hasta entonces había llamado «dimensión política del lenguaje» y a colaborar intensamente con investigadoras e investigadores de Latinoamérica.
4 Una excelente síntesis del devenir de los estudios culturales la ofrece, desde dentro, como miembro «joven» del grupo Stuart Hall en Estudios culturales 1983. Una historia teorética.
5 No son pocas las ocasiones en que se ma ha corregido: «Se dice monologismo y dialogismo, no monologuismo y dialoguismo». Pues vale,pero yo digo monologuismo y dialoguismo porque quiero hacer visible la conexión conceptual con «monólogo» y «diálogo» y distanciarme de la remota y potencialmente confusa (aunque etimológicamente justificada) relación con «lógica». Por otro lado, a saber cuál es la estructura semántica de los términos originalmente usados por Bajtín en ruso.
