Los agentes querían saber si yo pensaba que las
acciones de Israel en la Franja de Gaza equivalen a
genocidio.
Preguntas urgentes
Este es un tiempo de preguntas arduas.
De preguntas convocadas por un genocidio en tiempo real.
Son preguntas angustiosas que muchos hasta ahora no se habían hecho. Pero la anexión y la ocupación y la limpieza étnica que ha dado curso al genocidio de una sociedad civil desarmada (genocidio y no guerra entre dos ejércitos, como se ha dicho), este genocidio que estamos viendo desplegarse en nuestras pantallas, plantea preguntas urgentes.
Acaso más urgentes sean estas preguntas que las surgidas en 1947, cuando Naciones Unidas le adjudicó a Israel el 56% de la Palestina histórica sin consultar con la mayoría palestina ni otorgarle los mismos derechos, mucho menos el de constituirse en un Estado.
Tan urgentes son esas preguntas como debieron de ser ante la catástrofe (nakba) de 1948, en la que, además de las masacres y de la destrucción de al menos 400 aldeas y ciudades, la mitad de la población palestina acabó desplazada y refugiada en zonas vecinas mientras Israel se hacía del 78% del territorio. Y urgentes como debieron de ser en 1967, año en que Israel ocupó indefinidamente lo que restaba de Palestina2 o desde que Gaza fuera cercada por Israel, en 2007, y atacada, cada tanto, por tierra, aire y mar, restringiendo el derecho a pesca y a una producción agrícola propia, haciendo depender a la población de lo que Israel dejara entrar al territorio3.
La urgencia por responder es más urgente hoy: a diez meses de iniciado el ataque israelí se acumulan sobre Gaza 70 mil toneladas de bombas que han causado entre 40 mil y 180 mil muertes palestinas —es imposible establecer una cifra exacta porque Israel arrasó con la infraestructura de conteo de cadáveres y menos se sabe cuántas personas han desaparecido bajo los escombros4—. Hay al menos 16 mil niños asesinados y otros 17 mil huérfanos, además de los mutilados y malnutridos que ya mueren de hambre y sed. El argumento de la «legítima defensa» de la nación colonial (erigida contra la legítima defensa de los colonizados) se cae a pedazos bajo el peso de los misiles israelíes y ante las gentes del mundo que no acaban de comprender la excepcionalidad que ha mantenido a Israel por encima de una legislación internacional dictada a mediados del siglo pasado para prevenir otro holocausto.
«Esa no es la pregunta»
«¿Apoya usted lo que hizo Hamás el sábado por la mañana?»
La escena en que se planteó esta pregunta daba vueltas por el espacio virtual y se reproducía viralmente al día siguiente de su emisión, el 9 de octubre de 2023, a solo dos días del atentado en que Hamás asesinó a unos 1100 israelíes, a unos 100 extranjeros y secuestró a otros 250. El escenario era un estudio londinense de la BBC y en él se ubicaban dos hombres sentados lado a lado. Uno, el célebre periodista británico Lewis Vaughan Jones, muy serio y muy sobrio, pelo negro bien moldeado y recortado sobre sus orejas, traje oscuro, corbata casi negra, almidonada camisa blanca. El otro, Husam Zomlot, embajador de Palestina en el Reino Unido, también serio pero sombrío, con barba de dos días, visibles bolsas bajo los ojos y abierto el primer botón de su camisa celeste, algo arrugada. No llevaba corbata, solo una gruesa chaqueta azul.
Pulsar play dio lugar a una escena que remitía al libreto de la tensa relación política y geopolítica entre Medio Oriente y Occidente; en esa conversación estaban asimismo las claves glotopolíticas que permiten la plena interpretación del episodio: el desarrollo de la interacción y la pugna entre los interlocutores por la legitimación de sus respectivas voces y por el establecimiento de un marco discursivo que confiera sentido a los acontecimientos.
El periodista apareció inquiriendo la posición del embajador respecto de la pérdida de vidas israelíes. Zomlot, que ha perdido a quince miembros de su familia en esta incursión israelí, respondía, sin titubear, que toda pérdida humana, incluyendo aquellas, era «lamentable, por supuesto», «una absoluta tragedia»5.
Vaughan Jones lo dejó explayarse un largo minuto, tal vez dos, sobre la necesidad de terminar con la violencia y la importancia de encontrar una manera de solucionar la opresión histórica de los palestinos. El entrevistado hablaba y hablaba. El periodista lo escuchaba —o parecía escucharlo— en un ansioso silencio. Reverberaba el subrayado de Zomlot: ese «por supuesto» suyo había sido de lo más elocuente, venía a decir, sin decirlo, que sobraba preguntar lo evidente: por supuesto lamentaba todas las muertes.
Como si no hubiera escuchado o calibrado su decisivo por supuesto, el periodista saltó a la siguiente pregunta, una aún menos inocua:
«¿Apoya usted el ataque de Hamás?»
Así dijo. En un enfático y meticuloso inglés británico; su mano aplanaba el aire delante de sí como aplacando a un animal.
«A ver», respondió el embajador con extrañeza, «esa no es la pregunta correcta, Lewis, la verdad…»
El periodista lo interrumpió de nuevo:
«Es una pregunta importante».
El embajador, a la defensiva a la vez que contraatacando: «No, no es una pregunta importante, porque…, porque…» Tropezaban sus palabras ante el inmediato y arrollador desmentido del otro:
«Si usted apoya o no su acción es una cuestión importante».
El embajador negó con la cabeza y, conjugando el énfasis fónico y la reiteración, espetó:
«No, no, no, no, no… No es una pregunta importante. Hamás es una milicia [militant group] y usted está hablando con quien representa a la Autoridad Nacional Palestina. Nuestra posición es bien conocida y clara…», dijo, refiriéndose, acaso, a la histórica distancia de su organización con respecto a Hamás o tal vez aludiendo a la repetida advertencia de la ANP sobre las consecuencias eventualmente violentas que tendría seguir impidiendo el derecho a la autodeterminación palestina y la acusación de la ANP contra Israel de obstruir sistemáticamente el proceso de paz y acabar de una vez por todas con la violencia.
Pero no alcanzó a aclararlo porque el periodista arremetió sin demora, tratando de mantener el control sobre lo dicho:
«¿Cuál es? ¿Apoya usted a Hamás?»
Esa insistencia, ese saltar de una pregunta abierta («¿Cuál es?») al cierre de la que exige un «sí» o un «no» («¿Apoya usted a Hamás?»), ya no era la del periodista que busca entender la posición de la ANP sino la de un fiscal que capciosamente intenta sonsacar una confesión al hilo del supuesto occidental de que todos los palestinos son terroristas hasta que demuestren lo contrario.
Sin dejarse arrinconar, evitando caer en esa emboscada retórica que lo ubicaría en el banquillo de los acusados, Zomlot respondió: «No estoy aquí para condenar a nadie». Sin embargo, enseguida se contradijo y afirmó (recurriendo al subterfugio del condicional) que si alguien debía ser condenado por hacer a la población civil objetivo de sus ataques, «es eso que tú llamas —dibujó comillas en el aire— la única democracia de Medio Oriente».
Cuestionaba así que Israel se situara en el lado de las democracias europeas, dado que solo se comporta democráticamente con sus ciudadanos mientras pone a los palestinos dentro de Israel u ocupados por Israel en condiciones de «apartheid». Señalaba esa fantasía orientalista de que Israel representa los valores de Occidente, mientras que el mundo árabe es un espacio bárbaro que se opone a la civilización. Desenmascaraba la complicidad del propio periodista:
«¿Cuántas veces has entrevistado a oficiales israelíes, Lewis?», preguntó y de inmediato contestó: «¡Cientos de veces. ¡Cientos de veces!». Siguió preguntando: «¿Cuántas veces han cometido crímenes de guerra ante tus propias cámaras…? ¿Empiezas por pedirles que se condenen a sí mismos? ¿Lo has hecho?».
Zomlot no se dejaba interrumpir.
Ahora era él quien hacía las preguntas y eran preguntas que tampoco buscaban entender sino poner de manifiesto el trato desigual que el periodista daba a unos (exigiendo a los palestinos condenar crímenes perpetrados por sus organizaciones) y a otros (dejando a los israelíes libres de condena por las que cometían sus soldados y sus colonos).
Zomlot establecía los parámetros del intercambio y asumía el control del discurso, atreviéndose incluso a suplir la voz de su interrogador, situándolo a él en el lugar del interrogado:
«Yo responderé: ¡No lo haces!»
El embajador palestino en el Reino Unido, que antes había ostentado el mismo cargo en Washington, demostraba una extraordinaria destreza discursiva para participar de la articulación pública de las disputas en torno al marco interpretativo que le da sentido a la vez que legitima toda acción6. En el curso final de la entrevista, Zomlot explicitó esa capacidad metadiscursiva:
«¿Sabes por qué me niego a responder a tu pregunta? Porque rechazo su premisa. Porque, en el fondo, es una tergiversación de todo el asunto. Porque siempre se espera que sean los palestinos quienes se condenen a sí mismos. O sea, a ver, este es un conflicto político… ¡Nos han negado nuestros derechos durante mucho tiempo! Así que aquel es el punto de partida equivocado. El punto de partida correcto exige centrarse en las causas profundas».
Al negarse a responder en los términos exigidos, Zomlot rechazaba el complejo conceptual que informa la pregunta porque, en ese contexto, aceptarlo hubiera sido dejarse imponer un marco ajeno al discurso propio, un juicio moral implícito que solo valida una respuesta. Y tal respuesta, el embajador lo sabía, borraría la cadena de acciones inmorales que se inician con la ocupación ilegal de Palestina por Israel.
Interrogatorios
Este es un tiempo de interrogantes y es un tiempo de intimidantes interrogatorios. No solo han interrogado los periodistas a sus entrevistados palestinos, intentando imponerles sus juicios, sino que pronto los congresales estadounidenses sintieron que debían poner orden en la discusión y aclarar los términos, es decir, imponer las definiciones de los términos con que se describen los hechos.
Habían transcurrido apenas dos meses desde la intensificación de los ataques israelíes y ya se rumoreaba un genocidio en curso: amplios sectores de la ciudadanía estadounidense y mundial empezaban a manifestarse exigiendo el alto al fuego, el fin de la «guerra» y la entrada libre de ayuda humanitaria para los gazatíes. Faltaban meses para que se instalaran campamentos solidarios en las universidades, meses para que los presidentes de las universidades llamaran a la policía a disolverlos, meses para que empezaran a golpear a los manifestantes (estudiantes y profesores), pero ya se habían iniciado severas sesiones de preguntas en el Capitolio.
Serían preguntas, las urdidas por los congresales, como acaso no se habían visto desde los años más álgidos de la Guerra Fría. Pero serían preguntas distintas a las de entonces, porque si en los años 50 del siglo pasado la cuestión a investigar eran las posibles alianzas comunistas, ahora los interrogatorios buscarían esclarecer la presencia de agrupaciones universitarias cometiendo «actos de odio, intimidación, discriminación y violencia contra personas por su etnicidad o religión», según lo establecía la Resolución 894, velozmente aprobada por la Cámara de Representantes a fines de noviembre de 20237.
A la luz de lo que se vería en el Congreso a inicios de diciembre de ese año, lo que preocupaba a los miembros del Comité de Educación y de Trabajo de la Cámara no eran los actos de odio contra cualquier ciudadano sino solo los actos de odio contra los ciudadanos judíos, a juzgar por el listado de casos alarmantes incluidos en esa Resolución que afirmaba, en sus primeras líneas, un «drástico aumento del antisemitismo en los Estados Unidos y en el mundo».
Las multitudinarias marchas y las manifestaciones propalestinas en los campus y en las calles confirmaban, ante los miembros del Congreso, ese «drástico aumento del antisemitismo» en vez de una legítima oposición a la comprobada crueldad de la incursión armada contra el pueblo palestino. El Comité se proponía averiguar si las universidades estaban protegiendo debidamente a sus estudiantes judíos de supuestos actos de acoso, hostigamiento e intimidación, cuando no de desatada violencia.
Supuestos actos, repito, porque como apuntó Moustafa Bayoumi, catedrático de inglés en el Brooklyn College de CUNY, en las universidades estadounidenses quienes corrían riesgo eran más bien los estudiantes musulmanes y árabes pro-palestinos o palestinos: sus asociaciones estaban siendo canceladas, sus matrículas estaban siendo amenazadas con la suspensión o con la terminación. Estas medidas, recordaba Bayoumi, habían sido denunciadas por la Unión de Libertades Civiles Americanas (ACLU) como prácticas ilegales que replicaban las del macartismo y las del auge islamófobo posterior a la caída de las Torres Gemelas8. No solo eso: apenas diez días antes de las audiencias en el Capitolio, tres estudiantes palestinos que se volvían a sus casas conversando en árabe por una calle de Burlington, Vermont, con solidarios keffiyehs blanquinegros sobre los hombros, habían sido baleados por un hombre que los esperaba, rifle en mano, en el porche de su casa. Uno de esos jóvenes había quedado inválido de por vida.
Nada de esto fue mencionado ni en la Resolución 894 ni por los Representantes en la primera audiencia del 5 de diciembre de 2023, a la que fueron convocadas las rectoras de tres prestigiosas universidades estadounidenses: la Universidad de Pensilvania (UPenn), Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Lo que cualquiera hubiera creído sería una sesión indagatoria sobre la prevención del antisemitismo en los campus universitarios pronto se reveló como una espectacular (y espectacularizada) «caza de rectoras» (la «caza de rectores» ocurriría unos meses después, con las audiencias de los presidentes de Northwestern, Rutgers y UCLA así como de la presidenta de Columbia).
A lo largo de cinco horas las tres rectoras serían interrogadas por los miembros del Comité de Educación y Trabajo de la Cámara9: ellos harían las preguntas que ellas (así les dijeron) estaban «obligadas» a contestar.
A contestar con un sí o con un no.
A contestar sin contextualizar.
A contestar, sí o sí, por la acusada proliferación de actos definidos como antisemitas por los 31 países miembros de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA)10. La definición de los actos antisemitas, que incluye una «cierta percepción de los judíos» de que esos actos son manifestaciones de «odio» habían sido incorporadas a la Resolución 894.
El Congreso le había conferido a la Alianza el poder de definir acciones concretas y percibidas como antisemitas por quienes se erigen como víctimas del antisemitismo sin cuestionamiento ni recorte gracias, asimismo, a la intervención y a la sostenida presión de la Liga Antidifamación (ADL)…y a la sostenida presión de la Liga Antidifamación (ADL)11…
. Y si uso la palabra presión es porque la ADL, una centenaria entidad no gubernamental creada para investigar y combatir el antisemitismo, se ha transformado, a lo largo de los años, en una poderosa promotora de los intereses de Israel en los Estados Unidos12. Si en las últimas décadas ya era enormemente influyente, su lobbying aumentó tanto en 2024 que se volvió la mayor «fuerza de presión» para cambiar la opinión pública sobre Israel en ese país13. Es decir, para generar ideologemas14, enunciados que no se interrogan, que los medios distribuyen, que los políticos incorporan a su lenguaje, y que al consolidarse operan como representaciones verdaderas e incuestionables. Esa producción de «verdades», explica el pensador Rodrigo Karmy, ha establecido ideológicamente al judío como «víctima absoluta» de un eternizado «victimario absoluto» que no solo es el nazismo sino que asimismo el yijadismo, y, negando la presencia histórica de los palestinos en lo que hoy es Israel, los ha convertido en «usurpadores» de tierras que habrían sido milenariamente otorgadas a los judíos15.
La presión de este lobby y de sus ideas, diseminadas por años en la opinión pública, es tan efectiva que los miembros del Congreso han acogido la narrativa sionista incluso contrariando las advertencias de la ACLU de que se está etiquetando de antisemita toda crítica a Israel y a su ideología sionista, a su ocupación ilegal de los territorios palestinos, a su ilícita expansión de asentamientos, a los lemas que se oponen a su práctica criminal de limpieza étnica e incluso a los que piden el alto al fuego contra la población civil de Gaza. La ACLU denunció la instrumentalización del antisemitismo que rotula a organizaciones antisionistas como la Jewish Voices for Peace, a los opositores a esta «guerra» y a las organizaciones estudiantiles pro palestinas como «simpatizantes del terrorismo»16 para «censurar o penalizar formas de expresión política protegidas por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos»17.
«¡La respuesta es sí!»
Cabe preguntarse por el armado terminológico del libreto congresal. Cabe responderse que la presión por adherir a las definiciones de la IHRA mediante la presión de la ADL explicaría que el interrogatorio del Comité de Educación, en un ejercicio de glotopolítica lexicográfica (es decir, en una acción política que determina el significado de las palabras), se centrara precisamente en esos términos y que exigiera a las tres rectoras que confirmaran que el lenguaje usado en las manifestaciones universitarias eran formas de antisemitismo, y de paso se inculparan por permitir el uso de esos términos.
«¿Entiendes que el uso del término intifada en el contexto del conflicto árabe-israelí es, de hecho, un llamamiento a la resistencia armada contra el Estado de Israel, incluida la violencia contra civiles y el genocidio de los judíos?» La pregunta de la congresista republicana del Estado de Nueva York, Elise Stefanik, era menos si cada una de las presidentas lo entendía y más si estaba de acuerdo con esa definición (y esa «percepción») de intifada que la vinculaba, adulterándola, a un crimen de lesa humanidad. Solo que, como explica Bayoumi —que además de catedrático y columnista es hablante de árabe—, intifada significa literalmente «sacudida» y aunque suele traducirse como «levantamiento» eso no implica que sea violento. «Ha habido levantamientos palestinos violentos así como no violentos contra la brutal ocupación israelí». Y lo más importante, agrega Bayoumi, es que «en ningún momento la palabra intifada ha significado un llamamiento al genocidio de los judíos».
El Comité no había consultado con ningún especialista árabe, simplemente invocaba un vocabulario propio del lobby sionista. Una por una, Stefanik iba conminando a las rectoras a aceptar esa definición equívoca a la que ellas se resistían aunque sin rebelarse ni corregirla, entendiendo que la Representante republicana tenía, en aquel espacio institucional, total autoridad sobre ellas.
Entrecerró los ojos, Stefanik, y preguntó si incitar al exterminio de los judíos en el campus constituía acoso. «¿Sí o no?», puntualizó ante el micrófono.
Pero nadie había incitado al genocidio de los judíos en su universidad, respondió la presidenta judía de MIT cuando le tocó su turno. Sally Kornbluth negó haber oído esa clase de llamamientos. Stefanik la refutó informándole que los cánticos de intifada eran considerados precisamente eso por parte del pueblo judío al que Kornbluth pertenece y Stefanik no. Pero judía o no, Stefanik estaba en posición y posesión de autoridad.
Ante la repetición de la capciosa cuestión, las otras presidentas se esforzaron por distinguir entre lo personal y lo factual, es decir, entre lo «personalmente perturbadas» que se sentían ante los llamados estudiantiles a la intifada y a la globalización de la intifada, y la posibilidad de que esa palabra en efecto provocara actos de violencia.
Stefanik cambió su línea de ataque y preguntó a la presidenta de cada institución «si llamar al genocidio de los judíos» violaba las normas o el código de conducta de su universidad. «Sí o no», insistió histriónicamente. Porque Stefanik no buscaba matizaciones, no quería oír que una palabra puede o no incitar a la violencia dependiendo del caso. Pero, previamente asesoradas por los equipos legales de sus instituciones, las presidentas se abstenían de reducir sus respuestas a sentencias de una sílaba. Buscaban hacer valer la distinción entre las palabras meramente dichas y las acciones concretas, entre la enunciación y sus efectos.
Eso fue lo que intentó la presidenta de UPenn, Elizabeth Magill, al recibir la pregunta. Hizo una pausa, sonrió tímidamente y respondió: «Si el discurso se convierte en conducta, puede ser acoso, sí».
Stefanik, rápida, replicó: «Pregunto concretamente por el llamamiento al genocidio de los judíos. ¿Constituye eso acoso?»
Magill, cejijunta y rigurosa: «Si es dirigido y gravemente perpetrado, es acoso».
Stefanik: «Así que la respuesta es sí».
Magill, abogada y exdecana de la Escuela de leyes de Stanford, hizo otra pausa cuidadosa sopesando lo que iba a decir, sabiéndose arrinconada entre dos códigos escritos en tiempos distintos que obedecían a distintos intereses: el de la Resolución 894 con su amplia lista de conductas antisemitas y el de la Constitución que defiende una libertad de expresión que las instituciones educativas tienen como misión respetar.
Dijo Magill: «Es una decisión que depende del contexto, señora congresista».
Stefanik iteró la respuesta con indignación: «¿Es una decisión que depende del contexto? ¿Ese es su testimonio hoy? ¿Incitar al genocidio de los judíos depende del contexto?»
Magill explicó que determinar si el discurso podía llegar a ser «incitación a la violencia», según las definiciones que usaban su universidad y la ciudad de Filadelfia, siguiendo la ley de los Estados Unidos, era «una cuestión mucho más difícil» de discernir.
Stefanik no cejaba. En una actitud aún más hostil, amenazándola con humillarla pública y hasta planetariamente, le dijo: «Voy a darle una oportunidad más para que el mundo vea su respuesta: ¿Llamar al genocidio de los judíos viola el código de conducta de UPenn en lo que se refiere a intimidación y acoso? ¡Sí o no!»
Magill mantuvo lo anteriormente dicho: Puede ser acoso».
Y Stefanik, con gesto inflamado pero tono triunfal, la aleccionó: «¡La respuesta es sí!»
¿Depende o no depende?
El turno fue de Claudine Gay, primera presidenta afroamericana de la Harvard, de donde, dicho sea y no tan de paso, se graduó Stefanik en el año 2006. Envuelta en una chaqueta blanca, con los brazos cruzados sobre el escritorio, ante una pila de hojas igualmente blancas, respondería, como sus pares, que decidir si una palabra podía generar violencia «dependía del contexto». Y Stefanik, impacientándose, repitió su línea elevando como antes la voz al pronunciar su «sí o no».
Gay respondió con tranquilidad, dejándose interrumpir por Stefanik y retomando la frase en cuanto esta la dejó hablar: «La retórica antisemita, cuando se vuelve conducta, constituye acoso, hostigamiento e intimidación, entonces es una conducta punible y nosotros tomamos medidas al respecto».
La diputada republicana insistió, pausando brevemente entre las palabras, como si Gay no hubiera entendido lo que ella quería o como si le hablara a una niña: «Entonces, la respuesta es sí», dijo. «Llamar al genocidio de los judíos viola el código de conducta de Harvard, ¿correcto?»
Gay, mirándola de frente a través de sus grandes anteojos de marco azul, respondió: «Otra vez, depende del contexto.»
«¡No depende del contexto!», saltó la congresal, levantando detrás de sí un muro que impedía toda matización y toda reflexión como si el acto de pensar fuera un ejercicio de relativismo antisemita. Stefanik exigía una condena sin matices y Gay no había condenado; así, apuntándola con el índice la Republicana exclamó: «¡La respuesta es sí! ¡Y es por eso que debieras renunciar! ¡Estas son todas respuestas inaceptables!»
Observando lo orquestado de este episodio, de ese espectáculo (que el mundo vería), la pregunta es si lo que buscaba Stefanik era demostrar que Gay y las demás rectoras y sus respectivos equipos de asesores no eran capaces de contestar con claridad a cuestiones éticas tan básicas como ella las hacía parecer. La pregunta era si su estrategia retórica cumplía con el objetivo de denunciar a las universidades como promotoras de un pensamiento filo-terrorista como parte de la larga cruzada conservadora contra las instituciones de educación superior encargadas de promover el pensamiento crítico y de enseñar a no responder reductoramente a los complejos problemas del mundo.
La performance de Stefanik había desautorizado la necesidad de poner la situación en contexto, siguiendo la narrativa israelí de que contextualizar es relativizar, y apuntando a que el modelo humanista de pensamiento conduce a un relativismo moral reñido con los valores democráticos de los Estados Unidos. Aunque ninguna de las rectoras había defendido la necesidad de contextualizar como forma de exonerar a nadie de la violencia, sus sucesivas abstenciones a contestar con un simple sí (o con un simple no, pero Stefanik quería su sí) habían hecho parecer a las rectoras excesivamente legalistas, o ambiguas, o evasivas, y en esa medida cómplices del discutible antisemitismo de sus estudiantes. Esta fue la idea que quedó reverberando, dando lugar a una fuerte condena del Comité18 e inmediatas cartas exigiendo las tres cabezas rectoras.
Magill renunció pocos días después.
Stefanik posteó, exultante: «¡Una menos! ¡Quedan dos!»19
Gay siguió de rectora hasta que fue acusada de plagio académico: debió bajarse a su cargo anterior.
Solo Kornbluth, la presidenta judía, logró mantener el puesto.
Contextualizar o condenar
Este es un tiempo de trampas retóricas en el que matizar, historizar y contextualizar se ha tildado de relativismo. Insistir, por ejemplo, en que la violencia no comenzó con el ataque de Hamás, como pretendía la propaganda sionista, sino que en la colonización y la limpieza étnica iniciada por Israel en 1948, como exigen los palestinos, no demoraría en ser descalificado: los líderes de opinión israelíes así como de muchas potencias occidentales calificarían la contextualización como dudosa dispensa a la masacre cometida por Hamás, o peor, de complicidad con un «acto de odio» terrorista.
Apuntando a la transformación de la contextualización en relativismo moral, y a la coerción de la reflexión sobre lo que había ocurrido, la filósofa judía de la ética crítica, Judith Butler, se sintió conminada a intervenir en una situación, la actual, en la que, como dijo, «nos vemos forzados a condenar o a aprobar» sin discutir los contextos. Condenar o aprobar: a eso se ha reducido la cuestión. Sin eludirla, como estratégicamente había hecho el embajador palestino, sin esquivarla atendiendo a las circunstancias, como habían hecho las asediadas rectoras, Butler, pro-palestina, anti-sionista, a la vez que acérrima defensora de la resistencia no-violenta, asumía una posición diferente: se preguntaba, en su ensayo «The compass of mourning» [Los alcances del duelo]20, si tratar de entender los contextos llevaría necesariamente «a relativizar la condena moral», si en verdad era «relativizar preguntarnos qué es, con precisión, lo que estamos condenando», y «cuál debería ser el alcance de esa condena y cómo describir de la mejor manera las realidades a las que nos oponemos».
Eran preguntas que se hacía a sí misma: en su escrito no se alude de una escena de interrogación pero performativamente contesta a esas preguntas esperando ser leída, sabiendo que lo será. Butler declaró su posición en tres instancias consecutivas: 1. condenaba «sin matices» el violento ataque de Hamás, 2. condenaba «todas las formas» de violencia israelí, oponiéndose a «la censura o la criminalización o a ser acusada maliciosamente de antisemitismo», y 3. defendía la necesidad de examinar y entender los contextos de producción de la violencia.
Su condena resultó polémica y no faltaron las interrogantes. ¿No estaba cayendo Butler en la igualación de las violencias que desatendía las muy distintas razones y las muy desiguales fuerzas de una potencia armamentística apoyada por las grandes naciones occidentales y de unos palestinos, tan silenciados, tan estigmatizados, tan debilitados, tan abandonados políticamente? ¿Y por qué asumir el discurso que ella misma ha calificado como «marco de guerra» para condenar sin matices a los palestinos? Era como si eso fuera lo único que esa situación histórica le permitía performar, o, como apunta Rodrigo Karmy (aunque sin referirse a Butler), era como si condenar fuera un acto necesario, el checkpoint a traspasar, el «pasaporte de la lengua» a exhibir, el requisito a cumplir para autorizarse y ser autorizada a opinar públicamente sobre el asunto. Condenar se revela, entonces, «el dispositivo de control de la lengua» y a la vez en la condición de decibilidad de su discurso. Protegida de la acusación de complicidad antisemita, Butler pasa a condenar la violencia israelí y a explicar los contextos. Sólo que, habiendo ya condenado a los palestinos, Butler se había presentado como una ciudadana blanca con derecho a hablar; es decir, el pacifismo de Butler había sido cooptado por el marco discursivo del sionismo»21
Es genocidio, sí
En un tiempo que exige condenas cerradas y la purga de los contextos, el movimiento pro-palestino se ha levantado contra el muro lingüístico atendiendo a necesidad de contar con un «nuevo vocabulario», como ha sugerido el historiador israelí Ilan Pappé. Las masivas protestas en las universidades y en el mundo han dado cuenta de una mutación conceptual en la que surge un lenguaje más firme y un fraseo preciso para nombrar cada acto de violencia. Ha señalado a Israel como poder colonial, pero distinguiéndolo del proyecto colonial clásico, que buscaba «civilizar» e incluir a la población nativa, para catalogarlo como «colonialismo de asentamiento», excluyente y exterminador de la población palestina. Ha dejado de responsabilizar, de manera racista, a los judíos por lo que sufren los palestinos, y ha identificado, en vez, al sionismo como la ideología expansionista que carga contra ese pueblo. Se ha atrevido asimismo a distinguir matices entre los imperativos religiosos, políticos y económicos del sionismo. Y ha sostenido palabras como nakba o catástrofe, sumud o resistencia, intifada o levantamiento (o levantamiento global), que, precisamente por su capacidad para sublevar los discursos oficiales se consideran una terminología peligrosa, aunque menos por lo que pudiera incitar (como buscaban confirmar Stefanik y su Comité) y más por la opresión que denuncian.
El lenguaje se revela como un decisivo campo de batalla, si surgen tantas preguntas, tantos interrogatorios, tantas declaraciones, es por el declarado (aunque no necesariamente honesto) deseo de esclarecer lo que está ocurriendo y sus porqués. Pero si el lenguaje no encuentra anclaje en hechos y experiencias comprobables, se sume en un lavado de la realidad y se revela como forma de adoctrinamiento interno e internacional. No por nada el emprendimiento más impugnador de la narrativa sionista es el que están llevando a cabo una serie de historiadores revisionistas israelíes que desde los años 80 del siglo pasado se volcaron al minucioso examen de archivos históricos donde quedaron registrados los planteamientos y estrategias expansionistas desde 1880, y muy particularmente a partir de 1947: decenas o más bien centenares de documentos que revelaban los detalles de un proyecto colonial, posteriormente sepultados bajo el discurso oficial o la propaganda estatal que ha constituido un cuidadoso lavado de realidad.
Atendiendo a la manipulación terminológica, uno de esos historiadores, el prolífico Ilán Pappé, discute la farsa del «proceso de paz» que solo ha servido para impedir la autodeterminación palestina, así como las mezquinas e injustas «concesiones» que le han servido a Israel para «encubrir o ganar tiempo para sus políticas unilaterales de colonización sobre el terreno»22. Si su posición asertiva y activista le ha traído problemas en Israel y en la universidad israelí —Pappé enseña ahora en el Reino Unido—, en estos tiempos lo ha puesto en la mira de los inquisitivos sistemas de seguridad.
En una columna del diario The Guardian, de mayo del 2024, Pappé cuenta que tras un vuelo de ocho horas desde el aeropuerto de Heathrow al de Detroit fue detenido por dos agentes que él creyó pertenecían al FBI pero que, luego descubrió, eran del Departamento de Seguridad Interior de los Estados Unidos. Le exigieron que los acompañara a la sala de migración. Intentó en vano averiguar por qué lo habían parado pero «estaba claro que los agentes hacían las preguntas y mi rol era responderlas, no al revés». Pappé relata que la primera ronda de preguntas versó sobre su opinión acerca de Hamás, pero no dice (no concede) por escrito cuál es esa opinión que solo los lectores de sus libros podrían entrever. No dice si se arriesgó a decir lo que opina o si estratégicamente afirmó lo que los agentes querían oír: una condena sin matices a Hamás.
«Luego», escribe, «quisieron saber si creía que las acciones de Israel en la Franja de Gaza equivalían a un genocidio y qué pensaba yo del lema Palestina será libre desde el río hasta el mar. Pappé no le recuerda a sus lectores que en los interrogatorios del Congreso estadounidense Stefanik volvió ese lema sinónimo de una declaración antisemita por más que sea una expresión protegida por la Constitución, ni les informa que tanto los palestinos como los israelíes usan el lema para reclamar esas tierras como propias; obviando todas estas cuestiones, declara haberles dicho que, en su opinión, «las personas de cualquier parte del mundo deben ser libres».
Respecto del genocidio, el historiador de los documentos, el rastreador de la realidad, no entra en la pregunta ética sobre si está bien o mal cometer un genocidio, no se complica con condenarlo o absolverlo moralmente. Se atiene a lo práctico, a lo que la comunidad internacional definió como genocidio después del Holocausto; con la autoridad de un reconocido intelectual judío, con el resguardo de ser un ciudadano israelí, de ser un conocido profesor europeo, de ser blanco, rompiendo de todas estas maneras la asociación entre ser activista propalestino y ser antisemita, dijo (o dijo que dijo) con toda claridad, con toda franqueza: «Respondí que sí, que creo que Israel está cometiendo un genocidio»
1 Con la colaboración glotopolítica de José del Valle.
2 La expansión territorial de Israel, aún en curso, fue planificada meticulosamente por los líderes sionistas desde muy temprano; no fue mero efecto de la guerra. Véase: Ilan Pappé (2019). The biggest Prison on Earth: A history of Gaza and the Occupied Territories. Oneworld Publications.
3 Está plenamente documentada la restricción alimenticia sobre los gazatíes a partir de las Intifadas (1987-1993 y 2000-2005) pero especialmente desde la creación del cerco de 2006. Véase: Neve Gordon y Muna Haddad (2024, marzo 30). The road to famine in Gaza. New York Review of Books; y Noam Chomsky (2015). Nightmare in Gaza. En Noam Chomsky y Ilán Pappé, On Palestine, Hamish Hamilton.
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4 El conteo más sistemático se detuvo en los alrededores de 40 mil muertos. Esa cifra, anunciada por el Servicio de Salud de Hamás, ha sido cuestionada por el gobierno de Israel, pero muchos aseguran que está muy por debajo de lo real. La revista médica The Lancet calculó, a inicios de julio del 2024, que debían sumar más de 186 mil. «En conflictos recientes», decía el artículo, las muertes indirectas [por heridas no tratadas, por enfermedades, por inanición] son de 3 a 15 veces más que las directas». Véase: https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(24)01169-3/fulltext
