Dossier. «Narcos» mexicanos, militares y el lenguaje espectacular de la guerra simulada

Oswaldo Zavala1

En una entrevista reciente, el periodista y activista antiguerra Norman Solomon recordaba un dato que con frecuencia se olvida en la historia bélica de Estados Unidos. Se trata de los efectos inmediatos que dejó, en 1947, la aprobación de la Ley de Seguridad Nacional en el Congreso de ese país: el cambio del nombre oficial del Departamento de Guerra —constituido en 1789 desde la fundación de EE.UU.— al Departamento de Defensa. Explica Solomon:

Siempre me ha parecido gracioso que esto cambiara justo en el momento en que George Orwell estaba escribiendo 1984. Y, por supuesto, en 1984, uno de los principales departamentos del gobierno es el Ministerio de Paz. Y entonces, me imagino a la gente del Departamento de Guerra, como era entonces, obteniendo una versión temprana de 1984 y diciendo: Wow, qué gran idea, llamemos a esto el Departamento de Defensa.2

La asociación con la novela de Orwell, publicada en 1949, rebasa la coincidencia y expresa un momento clave en la historia militarista del siglo XX. Es la transformación del paradigma de guerra que culminó con la bomba atómica hacia el nuevo orden mundial que en apariencia habría conseguido librarnos del conflicto armado e instalar una era de paz.

O como Orwell escribiría: «La guerra es la paz».

En tiempos de la mal llamada «guerra contra el narco» entre México y Estados Unidos resulta crucial comprender el giro discursivo que habría de reconfigurar la manera en que percibimos conceptos como «guerra», «defensa» y «seguridad». El argumento central de lo que sigue es que mientras la agenda de «seguridad nacional» legitima una permanente —y en extremo violenta— intervención militar estadounidense en países como el nuestro, la misma agenda promueve la idea espectacularizada de que México se encuentra tomado por «narcos» que libran una «guerra» entre «cárteles» y en contra de la ciudadanía y el gobierno.

En otras palabras, mientras que gobiernos como el estadounidense denominan «seguridad» a lo que en realidad son agresiones bélicas, el concepto de guerra se transfiere a grupos delictivos de civiles, supuestamente organizados como «cárteles», que a su vez son descritos como enemigos formidables que tendrán que ser confrontados con la mayor fuerza militar posible.

Es el espectáculo de una guerra simulada entre «narcos» y militares. El primer paso fundamental para comprender la razón de esa simulación se encuentra en el borramiento simbólico de la guerra como herramienta de dominación directa entre naciones. Después de 1947, Estados Unidos ya no declararía ni participaría voluntariamente en actos de guerra, sino que se encargaría de promover una paz planetaria, una época en la que el objetivo fundamental de los gobiernos democráticos de Occidente sería defender la seguridad adquirida después del terrible saldo de muerte y destrucción que dejó a su paso la Segunda Guerra Mundial.

La creación del Departamento de Defensa consolidó a las distintas ramas del ejército estadounidense para adecuar y unificar el vocabulario emergente que habría de reemplazar la percepción de una nación en permanente conflicto armado. Dos instituciones más fueron creadas para construir lo que yo he llamado narrativa securitaria: la Central Intelligence Agency (CIA) y el National Security Council, es decir, una agencia de espionaje global y un organismo militar que guía al presidente estadounidense en cada una de sus intervenciones militares en todo el planeta.

Contradictoriamente, se nos dice desde entonces, Estados Unidos ya no ataca a nadie: apenas defiende los principios de paz, justicia y derechos humanos que juzga pertinentes y en acuerdo a sus intereses estratégicos. El concepto de «seguridad nacional» es aquí clave porque desde entonces funciona como el principio rector que constituye todo un campo de estudio y una compleja discursividad que enmascara la violenta lógica de guerra de las principales naciones del llamado «norte global». Es, como en su momento apuntó el sociólogo Pierre Bourdieu, el acto mágico del Estado que articula e impone la manera en que colectivamente percibimos al Estado mismo.3

Lo extraordinario de este proceso es que lleva a cabo un borramiento de las numerosas y constantes invasiones militares, bombardeos, ejecuciones extrajudiciales, secuestro, tortura y acoso que las instituciones estadounidenses realizan cotidianamente en decenas de países del mundo. Como apunta Solomon en la misma entrevista, el colectivo Costs of War (Costos de la Guerra) de la Universidad de Brown contabilizó cientos de acciones militares estadounidenses posteriores a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, que incluyen ataques con drones, combate terrestre, entrenamiento y operaciones conjuntas con fuerzas armadas extranjeras en países como Afganistán, Paquistán, Irak, Siria y Yemen.

Como resultado directo de estas acciones militares, se estima el asesinato de entre 905 mil y 940 mil personas, además de causar indirectamente la muerte de entre 4,5 y 4,7 millones de personas. En su conjunto, el militarismo estadounidense desde 2001 ha desplazado a unas 38 millones de personas y ha tenido un costo económico de ocho billones de dólares.4 Este proceso, lejos de atenuarse, se exacerba: solamente entre 2018 y 2020, el colectivo de Brown ha registrado acciones militares estadounidenses —supuestamente contra el terrorismo— en 85 países del mundo. Lo paradójico de este estremecedor recuento del militarismo que encabeza Estados Unidos a nivel planetario es que con frecuencia queda inadvertido. Los pocos eventos militares que sí llegan a los medios de comunicación se narran como parte de los objetivos de «seguridad nacional» de EE.UU. y de sus países aliados.

De un modo desproporcionado, simultáneamente, el espectáculo de la guerra se ha redirigido a actores no estatales, a individuos y grupos que, sin defender ideología alguna, se convierten en el objeto de una campaña permanente militar en regiones o incluso en países enteros del denominado «sur global».

Como explica el antropólogo y activista Jeff Halper, especialista en el conflicto Israel-Palestina, en las primeras décadas del siglo XX las víctimas de la guerra eran entre 85 y 90 por ciento militares. A partir de la década de 1990, sin embargo, 80 por ciento de las víctimas de intervenciones militares son civiles.5 Estos conflictos, en nombre de la «seguridad nacional», son lo que Halper llama «guerras securocráticas» cuyo principal objetivo es asegurar la hegemonía de los principales países del norte global. Esta tendencia se confirma con las 32 mil 623 personas asesinadas en Gaza durante el conflicto Israel-Hamas al momento de escribir estas líneas (30 de marzo de 2024). Dos terceras partes de las víctimas han sido mujeres y niños.6

Retomo este siniestro panorama bélico actual para replantear el problema que supone entre nosotros la llamada «guerra contra el narco» y que, como he intentado explicar en otros trabajos, ha justificado la continuidad de una permanente intervención militar en contra de los sectores más vulnerables del país en el nombre de la «seguridad nacional» compartida entre México y Estados Unidos.7 Para ello, la «guerra contra las drogas» se articuló como un espectáculo de violencia que transita de las instituciones oficiales hacia las calles y luego al cine, la televisión, la música popular, la literatura de ficción y aun el más depurado arte conceptual.

El espectáculo de la «guerra contra el narco» ha sido siempre una forma de comunicar intereses dominantes para conseguir el consenso colectivo sobre las punitivas políticas prohibicionistas. En las décadas de 1970 y 80, el traficante imaginado aparecía como el protagonista de un relato clasista, racista, misógino y conservador, en el que se criminalizaba a personas de origen rural por intentar obtener «dinero fácil» traficando mariguana o heroína. Ese imaginario era visible sobre todo en los relatos moralistas y melodramáticos de los corridos de bandas como Los Tigres del Norte y de películas de serie B como aquellas protagonizadas por los famosos hermanos Almada.

A partir de los noventa, el espectáculo de la «guerra contra el narco» se radicalizó, haciendo aparecer lo que un corrido grabado por los mismos Tigres del Norte bautizó como el Jefe de jefes, es decir, el «narco» repentinamente empoderado, liderando una empresa de alcances trasnacionales y poseedor de una fortuna insondable. Este mito no ha hecho sino continuar hacia un extremo fantasioso del discurso securitario: de las espectaculares fugas de Joaquín «El Chapo» Guzmán a la supuestamente poderosa flota de aviones de Amado Carrillo Fuentes, «El Señor de los Cielos», hasta llegar al imperio del Cártel Jalisco Nueva Generación y el monopolio del fentanilo en manos de los hijos de «El Chapo», los llamados «Chapitos».

Como nos advirtió el filósofo marxista Guy Debord, la sociedad contemporánea funciona al interior de un modelo de vida dominado por el espectáculo, es decir, por imaginación, propaganda, publicidad y el consumo de productos de entretenimiento y diversión. Pero lo importante aquí es entender que el espectáculo no es un agregado a la realidad o una manera de distorsionarla, sino el reemplazo operativo de nuestra percepción colectiva de la realidad.

«El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizadas por imágenes», explica Debord.8 Visto de este modo, el espectáculo define el momento histórico en el que vivimos y se convierte en lo único real de la sociedad actual. Los signos espectacularizados de la realidad son nuestro principal contacto con el mundo. El espectáculo de la «narcoviolencia» es visible en constantes videos y fotografías de supuestos traficantes presumiendo un arsenal o protagonizando balaceras en distintos estados del país. Las imágenes, sin contexto y con escasa información verificable más allá de la especulación con la que las interpretan los medios de comunicación y el público consumidor, coincide después con numerosas producciones culturales dentro y fuera de México.

Tomemos un ejemplo específico: la serie Somos de la plataforma de streaming Netflix. Basada en un reportaje de la periodista estadounidense Ginger Thompson, la serie narra la masacre que, según la agencia antidrogas de Estados Unidos, la DEA, perpetraron miembros del cártel Los Zetas en el poblado de Allende, en el estado de Coahuila, en 2011. Entre los guionistas se encontraba la escritora de ficción Fernanda Melchor, autora de una de las más celebradas novelas mexicanas de los últimos años, Temporada de huracanes (2017)

Somos se estrenó en 2021 y dramatizó sobre todo la versión de la agencia antidrogas sobre lo ocurrido: la DEA obtuvo los números de identificación de los celulares de dos de los más buscados jefes de Los Zetas, los hermanos Miguel Ángel y Omar Treviño. La agencia estadounidense compartió después la información con una unidad de la Policía Judicial Federal en México y, como se indica, desde ahí se filtró a los traficantes. En venganza, los traficantes masacraron a decenas de habitantes del poblado. Según la autora del reportaje original, sigue sin determinarse el número de víctimas, que varía de 28, según la versión oficial, hasta alrededor de 300, según las organizaciones de familiares de las víctimas.9

Más allá de los testimonios recogidos por la reportera, notemos que la información oficial —sobre todo la proveniente de instituciones estadounidenses— se asume como real. En ningún momento se cuestiona la narrativa que se ofrece a la reportera y en cambio se da por sentada cada una de sus premisas. El resultado es por demás consecuente con la política antidrogas estadounidense y su agenda en México: con la intención de detener el tráfico de drogas, la DEA se ve obligada a compartir información con la corrupta Policía Federal cuyos agentes, como se admite en el reportaje, fueron de hecho seleccionados y entrenados por la propia DEA. Tampoco se pone en juicio el hecho de que la DEA tiene una larga historia de corrupción desde su fundación en 1973 y que ha estado involucrada en el secuestro, tortura y asesinato de ciudadanos mexicanos.

Más allá de dramatizar una masacre cuyos alcances todavía no pueden ser verificados y cuyos principales responsables —los traficantes miembros de Los Zetas— terminaron posteriormente capturados, la serie promueve la narrativa oficial de Estados Unidos: el gobierno mexicano y sus instituciones son fácilmente corrompibles y el poder del «narco» en México es tan grande que podría terminar destruyendo comunidades enteras para satisfacer sus deseos de venganza y dominación.

No podemos obviar aquí el papel que juegan agencias como la DEA, la CIA o el FBI, que según archivos desclasificados obtenidos por los investigadores Tom Secker y Matthew Alford, trabajan de cerca con prácticamente todas las producciones de cine y televisión que tratan temas de seguridad, o lo que Secker y Alford denominan, «entretenimiento de seguridad nacional»:

El entretenimiento de seguridad nacional promueve soluciones violentas, egoístas y centradas en Estados Unidos a los problemas internacionales basadas en lecturas retorcidas de la historia. […]. Además, descubrimos que el gobierno ha sido el factor decisivo tanto en la creación como en la terminación de proyectos, y ha manipulado el contenido de maneras mucho más serias de lo que nunca se ha sabido.10

El espectáculo de la seguridad nacional pasa así de las instituciones oficiales al periodismo y luego a los campos de producción cultural, en donde se valida la agenda intervencionista y se consigue fraguar un consenso colectivo hegemónico. Es indistinguible, entonces, la narrativa oficial de la información recabada por una reportera y luego dramatizada por una novelista para terminar filmada como una serie supuestamente basada en hechos reales. Independientemente del testimonio de sobrevivientes de Allende, lo importante es que se mantiene la línea oficial que culpa a los traficantes del crimen, al gobierno de México de falta de integridad y corrupción y, solo en una instancia mínima de autocrítica, a la DEA por confiar en sus contrapartes mexicanas.

Con el advenimiento de los opioides como la nueva amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos, la DEA continúa su propaganda de espectacularización del «narco» en México, culpando ahora a los hijos de «El Chapo» Guzmán como los principales responsables del tráfico de fentanilo a Estados Unidos.11 Esta campaña de información ha instigado a gobernadores y congresistas del Partido Republicano de derecha en Estados Unidos, que como el expresidente Donald Trump, han propuesto bombardear regiones de México donde supuestamente se encuentran operando «cárteles» que trafican con fentanilo.12

Nos encontramos aquí en un ciclo de espectacularización de la guerra que prescribe más guerra como solución. A partir de la supuesta defensa de su seguridad, Estados Unidos se encamina a producir otra oleada más de guerra. «En el siglo XXI, el país que por mucho ha matado más personas en el planeta que cualquier otra entidad ha sido Estados Unidos», advierte el periodista y activista Norman Solomon, citado al principio de este ensayo. Esa verdad no se comprenderá hasta que logremos rebasar el espectáculo de la «guerra contra el narco» que continúa consumiendo nuestra clase política, nuestro periodismo y nuestra clase creadora.


1 Una primera versión de este texto fue publicada en la revista Luna Córnea 39. La sociedad como espectáculo, editada por el Centro de la Imagen de la Secretaría de Cultura de México, 2023.

2 «How the U.S. makes its wars invisible. Norman Solomon, a longtime peace activist, explains America’s magician’s trick», The Intercept, 11 de agosto de 2023. Traducción propia.

3 Véase Pierre Bourdieu, On the State. Lectures at the Collège de France, 1989-1992, Cambridge, Polity, 2014.

4 Véase el sitio de Internet del colectivo Costs of War del Watson Institute of International and Public Affairs de la Universidad de Brown, en el que participan alrededor de 60 académicos de distintos campos, expertos en asuntos internacionales, activistas de derechos humanos y médicos de distintas partes del mundo: watson.brown.edu/costsofwar/

5 Jeff Halper, War Against the People. Israel, the Palestinians and Global Pacification, Londres, Pluto Press, 2015, p. 21.

6 Tim Lister, Lucas Lilleholm and Celine Alkhaldi, «IDF says 1 soldier killed in southern Gaza as fighting continues throughout the territory,» CNN, March 20, 2024.

7 Véase mi libro La guerra en las palabras. Una historia intelectual del «narco» en México (1975-2020), México, Debate, 2022.

8 Guy Debord, La sociedad del espectáculo, trad. Colectivo Maldeojo, Caracas, Venezuela, Fundación Editorial El perro y la rana, 2014, 36.

9 Véase Ginger Thompson, «How the U.S. Triggered a Massacre in Mexico», ProPublica, 12 de junio de 2017.

10 Matthew Alford y Tom Secker, National Security Cinema. The Shocking New Evidence of Government Control in Hollywood, Drum Roll Books, 2017. Traducción propia.

11 Véase Drazen Jorgic, «How El Chapo’s sons built a fentanyl empire poisoning America», Reuters, 9 de mayo de 2023.

12 Véase Alexander Ward, «GOP embraces a new foreign policy: Bomb Mexico to stop fentanyl», Politico, 10 de abril de 2023.