Luisa Martín Rojo
Cuando pienso en la mecánica del poder, pienso en su forma capilar de existir, el proceso por medio del cual el poder se mete en la misma piel de los individuos, invadiendo sus gestos, sus actitudes, sus discursos, sus experiencias, su vida cotidiana (Foucault, 1976: 60).
La problematización como método de análisis
En 1981, André Berten, profesor de la Universidad Católica de Lovaina, preguntó a Michael Foucault cómo analizaba fenómenos como la locura o la sexualidad en determinados espacios y tiempos. Foucault denominó a su método de análisis «problematizaciones». Consideraba este término un barbarismo técnico, de uso poco común, pero claro y preciso en contrapartida. Describió su significado de la siguiente manera:
Yo planteo la historia de ciertas problematizaciones, es decir, la historia de la manera en que las cosas constituyen un problema. Por ejemplo, cómo, por qué y de qué modo particular la locura se ha convertido en un problema importante en el mundo moderno. O cómo el psicoanálisis se ha extendido ampliamente en nuestra cultura, ya sea entendido como un problema interno o por sus relaciones con la locura. Lo mismo puedo decir de la enfermedad, que era bien conocida sin duda antes, pero que tiene otro cariz cuando se la problematiza de nuevo a partir del siglo XIX. Por lo tanto no se trata de una historia de la teoría, ni una historia de las ideologías, ni tampoco una historia de las mentalidades. Lo que interesa es la historia de los problemas o, si prefiere, es la genealogía de los problemas, el por qué cierto tipo de interrogantes o cierto modo de problematizaciones aparecen en un momento determinado (Foucault y Berten, 1988).
Así, problematizar supone abrir interrogantes y de ese modo romper con los hábitos a la hora de pensar y actuar, disipar lo familiar, lo aceptado, y repensar la consideración que en distintos momentos se ha dado de fenómenos como la locura, la enfermedad y las normas e instituciones que las tratan. De esta forma, la problematización se convierte en un método de investigación, en una forma de análisis que consiste en:
Volver a interrogar las evidencias y postulados, sacudir los hábitos, las maneras de actuar y de pensar, disipar las familiaridades admitidas, recobrar las medidas de las reglas y de las instituciones y, a partir de esta reproblematización (donde el intelectual desempeña su oficio específico), participar en la formación de una voluntad política (donde ha de desempeñar su papel de ciudadano) (Foucault, 1994b: 676-677).>
A partir de esta segunda cita, podemos trazar las principales implicaciones de la problematización. En primer lugar, si problematizar consiste en no dar por hecho los conceptos, sino rastrear su génesis, formación e historia, será necesario, como veremos en este ensayo, examinar el discurso a través del que han surgido estas visiones y ponerlo en cuestión, interrogarse sobre él. En segundo lugar, siguiendo este proceder, se hace posible poner de manifiesto las técnicas de producción de conocimiento que, como veremos más adelante, no pueden separarse de las técnicas de dominación, ni tampoco de las técnicas de control del discurso, es decir, de cómo se tratan en cada tiempo y lugar esos «problemas» (de qué forma se «trata» la enfermedad o la locura, para seguir con el ejemplo de Foucault) y de cómo se controlan los discursos que justifican esas formas de tratamiento (Martín Rojo, 1996). De manera que, desde esta posición crítica, no solo podemos realizar una genealogía de las mentalidades, sino de cómo estas se tornan en racionalidades políticas, que conforman y explican las formas de control social y discursivo. En tercer lugar, es aquí donde podemos capturar tanto la función social como la política de la problematización y situar nuestra labor investigadora. La función de la problematización, como señala Díaz Marsá (2008), no es cuidar o conducir a los otros diciéndoles donde está su verdad y cómo encontrarla. Se trata, por el contrario, de crear las condiciones para otros pronunciamientos, de liberar el juicio de los ciudadanos —al constituir una orientación, un dónde estamos— para una decisión que cada persona ha de llevar a cabo por sí misma. La problematización alcanza por ello a tener un papel político, ya que a través de ella podemos participar en la formación de una voluntad política, la propia y la de cada cual. La problematización hace posible que participemos en la formación de una voluntad política (Foucault, 1994b: 676-677), entendida como una voluntad decisiva que, como la propia obra de Foucault, busque una comprensión profunda de los modos de gobierno, cuestionando los términos de las relaciones entre sujeto, discurso, poder y verdad (Foucault, 2015).
Siguiendo las líneas maestras de las citas y reflexiones anteriores, en este artículo nos proponemos situar la problematización en una posición nuclear en la teoría foucaultiana. A partir de ella, iremos desplegando el conjunto de nociones que examinaremos en los apartados siguientes, en concreto los conceptos de crítica, discurso, racionalidad y política, para desde ahí, en el último apartado de este ensayo, reflexionar sobre el encaje del pensamiento foucaultiano en el desarrollo de la perspectiva glotopolítica. Así, desde la centralidad del concepto de problematización, explicaremos cómo esta conforma lo que Foucault entiende por crítica y enfoque crítico en la investigación (Castro-Gómez, 2015; Martín Rojo, 2001; Martín Rojo y Gabilondo, 2000). Desde este mismo punto de vista, veremos también cómo esta noción supone necesariamente una concepción discursiva, en constante relación con el saber y con el poder. Esta triada foucaultiana (discurso, saber y poder) es la que a su vez confluye en el concepto de las racionalidades políticas en su teoría. Por todo esto, y como veremos a lo largo de estas páginas, la problematización también es central en su concepción de la política.
La crítica como método
La concepción foucaultiana de la crítica se aparta de visiones precedentes (como la de la escuela de Frankfurt), al ofrecer como novedad la capacidad que destacábamos en la problematización de permitir reflexionar e, incluso, de poner en cuestión los distintos modos de gobierno. La teoría crítica en la escuela de Frankfurt (Horkheimer, 2008; 2010) consistió en un proyecto contra la sacralización de la ciencia, del objetivismo y del positivismo, que destacaba su carácter ideológico, convirtiendo en borrosa la distinción entre ciencia e ideología.1 En esta dirección, la crítica en el sentido foucaultiano va más allá y pone en entredicho no solo la neutralidad de los saberes disciplinares, sino también su neutralidad política. Esto se debe a que, sirviéndose de la problematización, muestra cómo los conocimientos producidos por distintas disciplinas adquieren una condición de verdad, que les hace aparecer como verdaderos. Mediante la problematización, lo relevante no es dilucidar si estos conocimientos remiten a objetos preexistentes o si crean objetos que no existen, sino explorar cómo un conjunto de prácticas (discursivas y no discursivas) van a permitir que durante un tiempo lo relevante sea determinar si un conocimiento es verdadero o falso, constituyéndose así en objeto del pensamiento, ya sea a través de reflexión moral, del conocimiento científico o del análisis político (Foucault, 1994b: 670). Como vemos en el siguiente ejemplo, estos conocimientos aparecen en un tiempo y lugar como verdaderos. Al ser aceptados, pasan a ser parte de determinadas racionalidades políticas y se integran en ellas. De manera que la problematización es precisamente lo que pone de manifiesto estas conexiones entre el saber, las racionalidades políticas y las formas de gobierno.
Para ilustrar esta capacidad de la crítica de poner en relación el conocimiento con los juegos de la verdad y con determinadas formas de gobierno, vamos a tomar en este punto un ejemplo de la obra Vigilar y castigar (1983), en la que Foucault muestra cómo los conceptos generados por la criminología propiciaron un cambio en cómo se administraban los castigos en los siglos XVII y XVIII. El deslindamiento que introdujo esta disciplina entre el individuo «normal» y el «criminal», junto con las taxonomías detalladas de las distintas categorías de «criminales» (el «criminal nato», el «ocasional», el «loco amoral», etcétera), cuya verdadera existencia no se ponía en cuestión, propiciaron una casuística de tratamientos y penas, cuyo objetivo es disciplinar los cuerpos y redimir a quienes entran en la categoría de criminales. Por lo tanto, la criminología, como harían luego la psicología, la medicina, la psiquiatría o la pedagogía, fueron parte de la aparición y del advenimiento de una racionalidad disciplinaria (volveremos sobre ella más adelante) que dio lugar a prácticas políticas, como el aislamiento y la vigilancia en la prisión, que perduran hasta hoy para reducir la diferencia, homogeneizarla, docilizar y maximizar la utilidad del cuerpo, sujetándolo al orden establecido.
De este modo, la crítica nos lleva a comprender cómo un campo particular del saber da lugar a un régimen de lo que Foucault llama tecnologías de poder (en el ejemplo anterior, la vigilancia y la disciplina en la prisión). A su vez, la crítica también supone analizar los efectos de este saber en las prácticas políticas y éticas (Foucault y Rabinow, 1998). Este procedimiento no sigue por tanto un planteamiento determinista o simplista, que busque en la política el principal elemento generador o constituyente de estos problemas y experiencias (ya sea la criminalidad o el encarcelamiento) o la solución para ellas. Lo que sí pone de relieve es que el resultado de revelar cómo se racionaliza la complicidad entre saber y poder tiene un valor eminentemente político. A partir de la crítica, se pueden cuestionar las soluciones a los «problemas» de una época, por ejemplo, el «criminal» en el siglo XVII, propiciando con ello voluntades políticas de cambio.
La crítica, en sentido foucaultiano, se aleja también de la «deconstrucción» de los saberes, destinada a la creación de nuevas y subsiguientes sacralizaciones. En este caso, se entiende como un proceso inagotable de examen problematizador de las prácticas sociales y, entre ellas, especialmente de la investigación (Martín Rojo y Gabilondo, 2000), cobrando un valor de procedimiento metodológico que se sigue reconociendo como la gran aportación de la teoría foucaultiana (Fraser y Jaeggi, 2019).
De esta manera, se perfilan los dos pilares que autores como Mark Kelly (2013) han identificado en el trabajo político de Foucault. El primero es una perspectiva histórica que estudia los fenómenos sociales en contexto centrándose en la forma en que ha cambiado su comprensión y su conformación a lo largo de la historia. El segundo es una metodología discursiva que considera los discursos, en particular aquellos producidos por las disciplinas académicas, la materia prima para sus investigaciones. Así, la problematización es una tarea discursiva, solo posible desde el momento en que el discurso no puede ser reducido únicamente a lo que significa, sino a los saberes que genera en un tiempo y un espacio determinado. De esta manera, el objetivo y la mayor contribución de la dimensión política del pensamiento de Foucault es entender cómo la formación histórica de los discursos ha dado forma al pensamiento político y a las instituciones políticas que tenemos actualmente. Entre estas se encuentran la lengua y sus instituciones, en tanto también actúan como aparatos de exclusión. Desde ahí podremos reflexionar acerca del significado y la trascendencia de los giros políticos de los estudios del lenguaje entre los que, junto a las perspectivas críticas en sociolingüística y estudios del discurso, se encuentra la perspectiva glotopolítica representada en este anuario. Sin embargo, antes de llegar a este punto, conviene que nos detengamos en el concepto de discurso.
Discurso, saber, poder
¿Qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro? (Foucault, 1992 [1970]: 14).
La comprensión de Foucault de la problematización y la crítica como tareas discursivas se encuentran unidas inextricablemente a su redefinición del concepto de discurso. Estos últimos, antes que simplemente representar objetos, producen efectos sobre el conocimiento y los comportamientos, sobre la sociedad, sobre nosotras y nosotros. Hasta ese momento, los distintos conceptos lingüísticos (oraciones, enunciados, textos) se entendían como unidades de la estructura lingüística2 y, por tanto, objetos del estudio intrínseco de la lengua. La redefinición foucaultiana de enunciados y discursos deja de lado esa visión estructural y se centra en la «modalidad de existencia», es decir, cuándo surgen y en conexión con qué otras actuaciones verbales, qué saberes generan. De este modo, el enunciado es para Foucault:
Algo más que una serie de trazos, algo más que una sucesión de marcas sobre una sustancia, algo más que un objeto cualquiera fabricado por un ser humano; modalidad que le permite estar en relación con un dominio de objetos, prescribir una posición definida a todo sujeto posible, estar situado entre otras actuaciones verbales, estar dotado en fin de una materialidad repetible (Foucault, 1995: 180).
Siguiendo con esta concepción foucaultiana, el enunciado se convierte en objeto de deseo y disputa:
Surge en su materialidad, aparece con un estatuto, entra en unas tramas, se sitúa en campos de utilización, se ofrece a traspasos y a modificaciones posibles, se integra en operaciones y estrategias donde su identidad se mantiene, o la pierde. El enunciado circula, sirve, se sustrae, permite o impide realizar un deseo, es dócil o rebelde a unos intereses, entra en el orden de las contiendas, y de las luchas, se convierte en tema de apropiación o de rivalidad (Foucault, 1995: 138).
Esta visión confiere al discurso un carácter dinámico y procesual, que fue capturado por Foucault al introducir el concepto de «práctica discursiva». Este concepto enfatiza la materialidad del discurso y su capacidad de acción —los discursos hacen cosas en lugar de simplemente representar objetos y acontecimientos— y, además, contrasta profundamente con el enfoque inmanente e idealizado que encontramos en otras corrientes de estudio del discurso, incluso en corrientes posteriores, como la de Laclau y Mouffe (2001). Para Foucault, el discurso no refleja condiciones extrínsecas, sino que las produce, pone en relación elementos y conceptos, y hace posible que ciertos conceptos no discursivos se constituyan como objetos. Es precisamente por esta razón por lo que su producción no es ni libre ni espontánea, lo que quiere decir que «no se puede hablar en cualquier época de cualquier cosa» (Foucault, 1995: 73). Al mismo tiempo, se reconoce el papel que muchos elementos y agentes extrínsecos desempeñan en la producción de discursos. Sin embargo, este proceso mediante el cual las estructuras sociales potencian o limitan los discursos no se concibe en términos simplistas o deterministas. No hay un elemento único que por sí solo pueda explicar la aparición de un discurso (ni las prácticas económicas, ni las normativas, ni las jurídicas, etcétera), sino que las prácticas actúan de manera conjunta y a través de sus múltiples relaciones, que a su vez se establecen dentro del propio discurso. Como señala Roger Chartier (1995), entonces se plantea una pregunta difícil de responder: ¿Cómo podemos aprehender las relaciones que existen entre la producción del discurso y otras prácticas sociales? La respuesta parece encontrase en el concepto de práctica, que no solo significa «realización» (un acto en contraste con lo que sería un sistema o un código), sino que también señala el hecho de que la producción del discurso implica la existencia de reglas («reglas de formación»). Así, la práctica discursiva se define como un:
Conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y en el espacio, que han definido, para una época dada y para una determinada área social, económica, geográfica o lingüística, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa (Foucault, 1995: 154).
El marco analítico que se deriva de este concepto de práctica discursiva exige un enfoque dinámico, que abarque tanto los discursos como las reglas y condiciones de su producción, y que capture lo que Foucault denomina la «materialidad del discurso».
Este fue precisamente el proyecto presentado por Foucault en su discurso inaugural de 1970 en el Collège de France, con el título el «L’ordre du discours». En él, presenta un enfoque y un método que integran tanto crítica como genealogía, capaces de capturar la relación recíproca entre los sistemas de exclusión social y la formación de discursos. En este caso, los discursos no son inmanentes ni preexistentes, sino que se producen dentro de los sistemas de exclusión y a causa de estos. Entonces, el discurso se convierte en una cuestión política en un sentido pleno para Foucault, ya que se imbrica necesariamente con el poder. Como todo lo que afecta a este último, engloba para él dos momentos: el destructivo, que proviene de la exclusión, y el de producción, generador del discurso. De este modo, la triada foucaultiana abre un campo de estudio en el que ninguno de estos elementos tiene sentido por separado. Se trata de conocer cómo en un tiempo y en un lugar determinado en el discurso han emergido tanto una forma de conocimiento como una forma de poder. El ejemplo anterior de la criminología ilustra a la perfección la tríada foucaultiana, ya que es en el discurso de esa disciplina en el que se producía un saber sobre la «criminalidad» y los «criminales» que desembocaba en la aplicación de unas técnicas de poder que limitaban la libertad de acción de los sujetos, en este caso, criminales, como la vigilancia, la disciplina o el aislamiento, y en una forma de gobierno, la sociedad disciplinar. Igualmente, la experiencia de la locura o de la sexualidad han dado lugar a campos de saber (el de la psiquiatría y el de la sexología, respectivamente) y a una forma de poder ejercida por instituciones de control de los individuos (psiquiátricos, hospitales, etcétera) (Foucault, 1994a: 147-148). Por ello, urge explorar estas conexiones entre discurso, saber y poder en relación con la lengua, ya que esta última es otro de los mecanismos mayores de dominación de los sujetos. Asimismo, aparece la necesidad de entender cómo se ha producido esta dinámica en distintos momentos de la historia y de las geografías políticas (Martín Rojo, 2016; Martín Rojo, 2018). Es esta, sin embargo, una tarea apenas iniciada en la que queda mucho por hacer y acerca de la que solo avanzaremos algunas líneas que podríamos desarrollar. Es aquí, precisamente, donde la glotopolítica está llamada a tener un papel relevante.
Racionalidades glotopolíticas
Hemos visto cómo la problematización, herramienta de la crítica como método, se asienta sobre un concepto particular de discurso. A partir de ahora, veremos cómo la problematización supone también un concepto particular de racionalidad. Así, para Foucault no existe un único acto fundacional de la razón o una única «racionalidad», sino que existen racionalidades políticas específicas, que surgen en determinados tiempos y lugares, a través de la dimensión productiva de la tríada foucaultiana. Se trata de la «mentalidad», que se convierte en hegemónica y racionaliza el ejercicio de los distintos tipos de gobierno (Foucault, 1997: 74).
Así, la racionalidad es un conjunto de lógicas por las que se rigen la política y las formas de gobierno (ya sean de tipo punitivo, disciplinar o gubernamental) en momentos particulares. Lo que nos interesa abordar en este artículo es, precisamente, cómo algunas de las racionalidades políticas que estudia Foucault entrañan igualmente racionalidades lingüísticas, una cuestión que hasta ahora no ha recibido la atención que merece. A partir de este momento, y siguiendo la estela de Foucault, partiremos de la descripción de dos de las racionalidades a las que dedicó mayor atención, la racionalidad disciplinaria y la gubernamental (a las que nos hemos referido en los ejemplos proporcionados en los apartados anteriores), para pasar a aplicarlas a un campo sobre el que hasta ahora no se ha reflexionado desde esta perspectiva, el de la lengua.
La razón disciplinaria
En Vigilar y castigar (1983), Foucault estudia cómo la disciplina que surgió en los monasterios se fue extendiendo a otras instituciones como los cuarteles, las escuelas, las fábricas y las prisiones, siendo estas últimas su ejemplo por excelencia. Se pasó así, como ya hemos señalado, de una forma de poder en la que el soberano era dueño de los cuerpos de los súbditos y que en situaciones excepcionales ejercía sobre ellos castigos físicos ejemplares, a una forma de poder basada en el «buen encauzamiento de las conductas individuales» (dressement en el original en francés, traducido como training en la versión inglesa).
Se trata, sobre todo, de producir lo que Foucault llama «cuerpos dóciles». Esto se hace a través de la localización en un espacio determinado (como en el pupitre, la oficina o la celda), donde se juegan aspectos educativos, económicamente productivos o de encauzamiento. Las instituciones disciplinarias, como escuelas, prisiones y psiquiátricos, elaboran perfiles detallados de las personas (por ejemplo, perfiles educativos, psicológicos, de capacidades individuales) y, en función de ellos, tratan de modificar su comportamiento. Así, se desarrolló una sociedad de individuos, donde cada persona tiene su propio historial médico, educativo y su propia historia de vida.
Al ser el individuo el objetivo, el horizonte discursivo del régimen disciplinario se encontrará en las ciencias humanas, como señala Ana Santiago (2017). De hecho, a lo largo del siglo XX, casi todas las disciplinas han iniciado un proceso de problematización que las ha llevado a reflexionar y examinar cómo han podido contribuir a producir y sustentar una racionalidad disciplinar y su correspondiente forma de gobierno. En el campo de la educación, la pedagogía será la productora de un saber-poder en lo referente a la disciplina escolar. Más adelante, aparecen los discursos relativos a la psicología del niño y la psicopedagogía, que también contribuirán a producir conocimiento y técnicas de poder disciplinares (Santiago, 2017).
Sin embargo, dentro de las instituciones disciplinares, la escuela no solo ha producido cuerpos dóciles, sino también lenguas «domadas», utilizando la expresión de Anzaldúa (1987). Repensar qué papel ha podido desempeñar el conocimiento disciplinar en el ámbito de los estudios de la lengua en la sacralización de la norma lingüística y en el repudio de la variación, presentándola como una desviación, como una anormalidad, nos permitirá comprender cómo este saber ha contribuido también al desarrollo de una forma de gobierno disciplinar. Aplicar una perspectiva foucaultiana lleva a problematizar ante todo la idea de que la variación, la transformación o la innovación de la lengua son acciones premeditadas de subversión social. De hecho, paralelamente y en profunda relación con la aparición de los estudios de criminología, surgieron los primeros estudios sobre las jergas y los argots. Trabajos como los de Vidocq (1837) en Francia y Avé-Lallemant (1862) en Alemania, y ya en el siglo XX de Salillas (1896), Niceforo (1897), Sainéan (1907) y Dauzat (1917), entre otros, contribuyeron definitivamente a atribuir a la variación lingüística una intencionalidad de engañar y ocultar por parte de los hablantes, quienes con una voluntad destructiva o maligna tratarían no solo de revertir el orden lingüístico, sino el social.3 De esta forma, se produce un deslindamiento entre formas normales y desviadas, entre formas aceptables y formas repudiadas o vergonzantes. Lo que entraña además el rechazo del segundo término de estos binomios, las formas desviadas. Lo mismo sucede con las ideologías que tratan al monolingüismo como normalidad y al bilingüismo como caos o confusión y, por encima de todo, con los conceptos y las ideologías de la estandarización.4 Estas últimas suprimen la diversidad amparándose en el argumento de la necesidad que tienen tanto la lengua como la sociedad de lograr la intercomprensión y el consenso.
Esta tarea normalizadora de la escuela, sustentada por el saber generado por las disciplinas que estudian la lengua, ha movilizado en numerosas partes del mundo un aparato disciplinar que se materializa en la inculcación de la gramática, la ortografía, etcétera. Este aparato ha logrado a lo largo de los siglos repeler prácticas no normativas, formas desviadas y heteroglósicas a través de la vigilancia (los dictados, los exámenes, etcétera). Además, tenía y aún conserva como principal técnica de poder el «encauzamiento». Este régimen que se ha ejercido en escuelas de todo el mundo ha traído consigo la aplicación de medidas disciplinares sobre muchos hablantes, como las de repetir, copiar, memorizar, etcétera, o incluso el silenciamiento y la aplicación de castigos corporales.
El objetivo último de estas técnicas disciplinares hemos sido los sujetos, que no solo debíamos seguir las normas en la escuela, sino disciplinarnos para acomodarnos al modelo de hablante hegemónico. En los estados nacionales coloniales, la distinción entre hablantes «nativos» y «no nativos» sirvió para mantener ese modelo. Como han señalado quienes estudian el papel de la lengua en la formación de los estados nación (Heller, 2011; Duchêne y Heller, 2012), la promulgación de la configuración de la lengua como interna a la matriz de raza y de etnia nació con el nacionalismo en los primeros años de la modernidad. Además, como muestra Bonfiglio (2013: 56), fue «articulada en las metáforas de parentesco aparentemente inocentes de la maternidad y la natividad, así como en la ideología de una conexión natural entre el carácter nacional y la geografía nacional». Estas metáforas orgánicas toman el cuerpo y la naturaleza para construir los mitos de las comunidades imaginadas basadas en la pertenencia al territorio, y persisten actualmente. Sus efectos se observan igualmente en relación con la condición de ciudadanía, ya que muchos de los exámenes de ciudadanía actuales incluyen pruebas de lengua, en las que los solicitantes deben ajustarse al modelo estipulado de hablante nativo. En los países colonizados, la violencia simbólica se impuso y se mantiene a través de la sustitución e imposición de la lengua nativa por la lengua colonial y el modelo de hablante metropolitano. La violencia que supone el tener que emular el modelo de hablante metropolitano la retrata Fanon (2009) con la metáfora de la máscara blanca sobre la piel negra, y cobra mayor intensidad con la metáfora de Anzaldúa (1987) de la lengua que se debate aprisionada por el instrumental del dentista. La lengua del hablante colonizado es vista como una lengua infantil, el petit nègre del que habla Fanon, mientras que en el caso de Anzaldúa es descrita como la pesadilla de los anglos, una lengua violentada, machacada, pocha y pachuca.
Así, con estas dos referencias a Fanon y Anzaldúa, se hace patente cómo al analizar los discursos producidos por «hablantes no nativos» podemos capturar el impacto de los discursos normativos en la construcción de la subjetividad. La vergüenza, en el sentido de Howard (1995) y Scheff (2000), que emerge por no haber alcanzado un nivel de competencia suficiente o por no poder hablar como «nativo» (Relaño, 2014), suele ser omnipresente. De hecho, el cumplimiento de las normas lingüísticas depende, en buena medida, de la administración calculada de la vergüenza. Sin embargo, junto a esta podemos encontrar otros tipos de posicionamientos de los sujetos hablantes, entre los que encontramos varios tipos de resistencia. Esta se materializa en prácticas que van desde el rechazo de la norma hasta el orgullo del idioma «nativo», pasando por las prácticas híbridas, entre otras. Como consecuencia, los hablantes aparecen a menudo como «sujetos divididos», que reflejan la tensión entre el poder (es decir, la exclusión y la deslegitimación a la que están expuestos si no suenan como «hablantes nativos»), y el deseo de aceptar y legitimar tanto sus propios idiomas como sus formas de hablar.
La razón gubernamental
A pesar de que Foucault, como hemos visto, se refiere a distintos tipos de racionalidades políticas, también es cierto que este término aparece en su obra inequívocamente unido al liberalismo y al neoliberalismo. De hecho, cuando Foucault presenta la «gubernamentalidad», funde el significado de ambos conceptos bajo la etiqueta «racionalidad gubernamental». La «gubernamentalidad» es una racionalidad política que Foucault presenta por primera vez en dos de los cursos impartidos en el Collège de France en el marco de un ciclo de conferencias públicas pronunciadas entre 1970 y 1984. El autor señala en Seguridad, territorio, población cómo alude a tres cosas con este término:
Entiendo [como gubernamentalidad] el conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, los análisis y las reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esa forma bien específica, aunque muy compleja de poder, que tiene por blanco principal la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad. Segundo, por gubernamentalidad entiendo la tendencia, la línea de fuerza que en todo Occidente no dejó de conducir, y desde hace mucho, hacia la preeminencia del tipo de poder que podemos llamar «gobierno» sobre todos los demás: soberanía, disciplina, que indujo, por un lado, el desarrollo de toda una serie de aparatos específicos de gobierno y, por otro, el desarrollo de toda una serie de saberes. Por último, creo que habría que entender la gubernamentalidad como el proceso, o mejor, el resultado del proceso, por el cual el Estado de justicia de la Edad Media convertido en el Estado administrativo durante los siglos XV y XVI, se gubernamentalizó poco a poco (Foucault, 2008: 136).
Desde el siglo XVIII traza Foucault la aplicación de esta nueva forma de gobierno, que se convertirá en liberalismo político, y que se sustenta sobre la idea de que la sociedad debe regularse de manera natural y limitando la intervención de los poderes del Estado únicamente a casos extremos. El auge del neoliberalismo en nuestras sociedades en las últimas décadas del siglo XX ha conllevado que cada vez se preste más atención a este concepto foucaultiano. El autor llegó a señalar algunos de los rasgos de esta evolución del liberalismo y llegó a visualizar algunos de sus efectos más relevantes sobre los sujetos. El neoliberalismo actual va mucho más allá de unos principios económicos y de una ideología neoliberal para convertir en forma de gobierno, lo que se extiende a todas las esferas de nuestras vidas (Martín Rojo y Del Percio, 2019), desde el control de las fronteras a la intimidad, la educación, los patrones de consumo o las subjetividades.
La racionalidad neoliberal, como ocurría con otras racionalidades políticas, también se asienta sobre el saber generado por una disciplina, en este caso, la económica, que en el marco del liberalismo y del neoliberalismo produce un discurso que evoca la ley de la oferta y la demanda, y presenta la competencia y la defensa del propio interés como garantías de éxito. Uno de los rasgos singulares de este discurso economicista es que su radio de acción se ha ampliado más allá del ámbito económico para impregnar el discurso y las prácticas de otros ámbitos de nuestra vida, como son las instituciones educativas, los lugares de trabajo, el campo de la salud y hasta el bienestar psicológico y de la literatura de autoayuda (Cabanas e Illouz, 2019; Ehrenreich, 2012). Este discurso, y el saber que a él se asocia, no solo se convierte en hegemónico o dominante, sino que también «pasa por verdadero» o, al menos, entra en los «juegos de verdad y falsedad».
Como en el caso de las otras disciplinas, este saber se vincula a una forma de poder que Foucault denominó «la conducción de la conducta», que permite que los objetivos normalizadores del neoliberalismo —la rentabilidad, la competitividad, la flexibilidad y la movilidad— lleguen a alcanzar la propia construcción de los sujetos mediante los procesos de subjetivación (Hook, 2004: 262). Como explican Laval y Dardot (2013), esta forma de conducción de la población y de los individuos requiere de un cierto grado de libertad: gobernar no es gobernar contra la libertad o a pesar de ella. Es hacerlo a través de la libertad, es decir, explotando activamente la libertad permitida a los individuos para que terminen conformándose por propia voluntad con ciertas limitaciones y conductas (por ejemplo, «formarse» y «adquirir competencias» para así ser «rentables» para sus empresas).5
Por ello no es extraño que, recientemente, se haya señalado el papel que está desempeñando otra suerte de disciplina: la literatura de autoayuda, cuyo objetivo es guiar procesos de transformación individual. De hecho, su postulado central es, precisamente, que las personas podemos moldearnos y convertirnos en criaturas capaces de oponer resistencia a los sentimientos negativos, de sacarnos el mejor partido controlando totalmente nuestros deseos improductivos y los pensamientos derrotistas (Cabanas e Illouz, 2019). Así, las condiciones de vida neoliberales, la precariedad, la incapacidad de pagar un lugar para vivir o trabajar, se presentan como oportunidades para crecer, superarnos, rentabilizarnos y vendernos. En una palabra, para ser vencedores (Castillo, en preparación).
También la lingüística se ha visto inmersa en la producción de estos conocimientos, que integran una racionalidad neoliberal. Como señala Dûchene (2019), al alejarnos de una concepción monoglósica de la lengua y del uso de la lengua, los investigadores e investigadoras en sociolingüística hemos puesto en cuestión la supremacía de las lenguas estándar y desafiado las políticas e ideologías lingüísticas monolingües. Hemos postulado que la variación, las lenguas en situaciones de contacto y los repertorios multilingües constituyen un componente muy «normal», además de muy rentable, de las interacciones humanas y de las prácticas sociales.6 Así, hemos potenciado un discurso economicista que ha resaltado el valor de las lenguas en el mercado global y en la circulación de capitales, bienes y personas (Bourdieu, 1985), así como la necesidad de renovar y reforzar los métodos de enseñanza y aprendizaje de lenguas. En contrapartida, estos saberes no han tardado en ser tomados con entusiasmo por las instituciones educativas, cooptados por las industrias de la lengua y por las corporaciones internacionales o deslocalizadas. Lo han hecho para argumentar la defensa de políticas educativas y laborales que conduzcan a la formación de elites móviles que hagan posible la movilidad global, pero que también se beneficien de ella. Solo recientemente hemos sido conscientes del giro neoliberal que se ha impreso a la defensa del multilingüismo. Primero, con los trabajos sobre la mercantilización de las lenguas, después, con los que ponían el foco en los hablantes y, finalmente, con aquellos que apuntan a la aparición de hablantes neoliberales, que se ven impelidos a hacerse a sí mismos y a capitalizarse.
De este modo, tanto la literatura de autoayuda como la lingüística, hemos sido parte de una racionalidad basada en la disciplina económica, en la que el modelo-empresa se configura como el modelo de éxito por excelencia para gobiernos, instituciones e individuos con el objetivo de ser rentables. El individuo, empresario de sí mismo, se disciplina para acumular habilidades de todo tipo, incluidas las lingüísticas, con el fin de incrementar su valor y crearse su propia «marca personal». Este «modelo de éxito» impone un alto grado de responsabilidad a los sujetos. Como señala Lemke (2001), hace ver a las personas que los riesgos sociales como la enfermedad, el desempleo y la pobreza no son una responsabilidad del Estado, sino de ellas mismas, que no se cuidaron lo suficiente, no supieron formarse más, buscar trabajo o sacar partido de sus talentos. A través de esto se consigue transformar un problema social en uno de «autocuidado» (Lemke, 2001: 201). Sin embargo, las técnicas de poder, como el «autocuidado», también pueden revertirse a través de herramientas como la problematización, por ejemplo, de los propios modelos o de principios como la competitividad o la responsabilidad.
En esta línea, la sociolingüística y la lingüística aplicada han emprendido una nueva línea de investigación en la que se problematiza el discurso economicista y a través de la que se pone de manifiesto tanto su efecto sobre los sujetos como sobre su impacto en la gestión de las lenguas. Autores como Del Percio y Wong; Kraft; Sunyol y Codó; Martín Rojo y Pujolar (en Martín Rojo y Del Percio, 2019) han estudiado cómo el modelo de empresa se convierte en un modelo a seguir en el plano lingüístico, que se resume en el concepto de «hablantes que se hacen a sí mismos» y que reflejan ese intento continuado de mejorar las habilidades lingüísticas como medio para hacerse rentables. Así, la lengua se concibe como un activo y una inversión personal antes que como un instrumento de comunicación con el que crear comunidad.
La problematización de los discursos disciplinares y gubernamentales sobre la lengua
En las páginas anteriores hemos argumentado cómo las racionalidades políticas han generado un conocimiento lingüístico, producido y circulado como saber disciplinar, que ha tenido claras consecuencias para la exclusión de algunos hablantes y para el refuerzo de las condiciones de desigualdad. Vemos, por esto, que existe un potencial interés en desarrollar un enfoque genealógico del pensamiento lingüístico que muestre en detalle cómo y en qué circunstancias las lenguas y los hablantes han llegado a constituirse en objetos de estudio (es decir, cómo fueron «objetivados»).
Asimismo, habría que examinar hasta qué punto los discursos producidos por la disciplina lingüística han contribuido a establecer un espacio de diferenciación entre «normalidad» y «anormalidad», por ejemplo, entre el monolingüismo compartimentado (Heller, 2001) y la hibridación, y a hacer explícitas las normas de adecuación lingüística (Flores y Rosa, 2015). También necesitamos conocer mejor la genealogía del surgimiento y de la consolidación de esa creencia, profundamente arraigada, de que las bases del Estado nación han de asentarse sobre el monolingüismo, cuestionando la legitimidad de otras variedades diferentes del estándar, así como de otros idiomas (por ejemplo, las lenguas locales dentro de los procesos coloniales o las lenguas minoritarias en los Estados nación multilingües).
Como parte de esa problematización, y como complemento de los estudios sociolingüísticos críticos, resulta urgente examinar las fuentes del saber lingüístico y de las instituciones de la lengua. En esa línea, en las últimas décadas se han hecho algunas aportaciones destacadas en diferentes áreas geopolíticas. Por ejemplo, solo recientemente la construcción lingüística poscolonial de las identidades nacionales y panhispánicas en España y América Latina ha sido examinada por autores como Del Valle (2007) y Del Valle y Gabriel-Stheeman (2002), quienes también han analizado las políticas lingüísticas contemporáneas de España y los intereses geopolíticos en América Latina. Por su parte, la obra de Moreno Cabrera (2015) explica la producción acumulativa de las ideologías y los mitos del nacionalismo lingüístico español, haciendo hincapié en el papel de la lingüística y de las academias de la lengua en esta producción. Ambos autores muestran cómo el capitalismo globalizado está reforzando la hegemonía lingüística de la variedad estándar peninsular del español sobre otras lenguas y variedades minorizadas. Una hegemonía que se ve disputada, también desde la competencia capitalistas, como los países latinoamericanos que están sacando exámenes oficiales de certificación del español para entrar en ese mercado del que antes tenía la hegemonía el Instituto Cervantes (por ejemplo, el Certificado de Español: Lengua y Uso de Argentina).
A pesar de que la propia lingüística, y en particular la sociolingüística, ha incluido en su agenda la tarea de problematizar este conocimiento, lo cierto es que la configuración del concepto de anormalidad en el entendimiento de la variación lingüística y de prácticas como la hibridación lingüística sigue estando profundamente arraigada en nuestras sociedades. Estas ideologías lingüísticas a menudo tienen sus raíces en una visión de la sociedad con origen en el siglo XIX (especialmente, en el darwinismo social): el orden social depende del equilibrio entre un proceso de diferenciación y un proceso de integración o de control.
Analizar cómo, sobre la base de esta visión, los estudios de la lengua incorporaron una distinción radical entre las fuerzas legítimas del orden (sociedad, integración, control, normalidad) y las fuerzas ilegítimas del desorden (tensión, violencia ilegítima, anormalidad), permitiría problematizar algunos de los aspectos clave de nuestras concepciones de la lengua. A esta visión se debe, por ejemplo, el entendimiento del orden social y de las lenguas como entidades muy frágiles, amenazadas por las diferencias y los cambios sociales. Así, la variación y la diferencia se han visto siempre como una causa permanente de desorden para la lengua, ya que los cambios son siempre fuente de tensión (Martín Rojo, 1997). Un ejemplo contemporáneo de la supervivencia de este conocimiento se vio recientemente cuando la Real Academia Española incluyó la siguiente definición para «Espanglish»:
(Del inglés Spanglish, una fusión de Spanish «español» y English «inglés»). Variedad del habla de algunos grupos hispanos en los Estados Unidos de América donde los elementos léxicos y gramaticales del español y el inglés se mezclan y deforman.
Solo la presión de investigadores como Ana Celia Zentella y José del Valle (con el apoyo del Grupo de Trabajo de Justicia Social de la Sociedad de Antropología Lingüística) ha logrado modificar esta definición, de manera que se ha suprimido el término «deforman». Un enfoque glotopolítico podría arrojar luz acerca de cómo se han generado estos discursos en conexión con sistemas de exclusión social y con técnicas de poder disciplinares.
Igualmente, precisamos de un enfoque genealógico y discursivo que rastree la apropiación del pensamiento sociolingüístico acerca de la variación y el multilingüismo, y de su papel a la hora de facilitar la infiltración de la lógica neoliberal y de los modelos de empresa en las lenguas y los hablantes. Un enfoque como este podría poner de manifiesto los sucesivos modelos de hablantes que se han dado en distintos momentos de la historia y sus efectos sobre las actitudes y subjetividades de estos.
La mirada glotopolítica, que no se limita a «rastrear», sino a analizar, historificar y «problematizar» los discursos producidos por las disciplinas lingüísticas, tiene mucho que aportar en ese sentido, y es un buen complemento a un estudio sociolingüístico basado en el análisis situado y sincrónico de las prácticas lingüísticas. De este modo, podríamos colocar en un lugar central a la problematización y hacer de la crítica nuestro método. Un método que podría ser también genealógico y discursivo, y capaz de generar nuevas voluntades políticas, ya que pondría en cuestión los saberes generados por los estudios de la lengua, iluminando su conexión con las técnicas de poder y su posición nuclear en las racionalidades glotopolíticas, disciplinarias, neoliberales o lo que nos aguarde en un futuro cercano. El oficio de lingüista cobraría así una dimensión (gloto)política y ciudadana al mismo tiempo. El camino a transitar no está exento de desafíos. En primer lugar, tendríamos que problematizar y reproblematizar el saber que hasta ahora hemos generado, como los conceptos de «variación» y «multilingüismo», y repensar recuperar y desarrollar otros como los de «práctica» y «formación discursiva». En segundo lugar, aún nos queda por construir y pulir un método que permita realizar esa conexión entre los discursos, los regímenes de exclusión y las técnicas de poder.7
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1 Véase Fernández-González (2019: 26 y ss.) para una revisión del concepto foucaultiano de «crítica». Además, véase Horkheimer (2008; 2010) y Fraser y Jaeggi (2019) para otros enfoques, como el de escuela de Frankfurt.
2 Véanse McHoul y Grace (1997: 36-39) para las distinciones entre enunciados y frases, proposiciones, actos de discurso en Foucault. Por otra parte, véase Martín Rojo y Gabilondo (2000) para un estudio detallado de las implicaciones del concepto de materialidad en el discurso.
3 Para las nociones de argot y jerga, véase Martín Rojo (1997).
4 Para una visión general, véase Martín Rojo (2010: 221-260)
5 Para más detalles, véase Laval y Dardot (2013: 11).
6 Véase, entre otros Alonso y Villa (en prensa).
7 Mi agradecimiento a Lara Alonso, Marta Castillo, Daniel Matilla y José del Valle por haber contribuido a mejorar este ensayo y a iluminar los puntos oscuros de esta exposición con sus lecturas y sus sugerencias imprescindibles.