Germán Labrador Méndez y Jorge Gaupp
A la memoria de Chato Galante.
Introducción
Si alguien dice una y otra vez «fanático» para decir «heroico» y «virtuoso», creerá finalmente que un fanático es un héroe virtuoso y que sin fanatismo no se puede ser héroe. Las palabras «fanático» y «fanatismo» no fueron inventadas por el Tercer Reich; éste solo modificó su valor y las utilizaba más en un solo día que otras épocas en varios años. Son escasísimas las palabras acuñadas por el Tercer Reich creadas también por él; quizá, incluso probablemente, ninguna. [El Reich] altera el valor y la frecuencia de las palabras, convierte en bien general lo que antes pertenecía a algún individuo o a un grupo minúsculo, y a todo esto impregna palabras, grupos de palabras y formas sintácticas con su veneno, pone el lenguaje al servicio de su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y secreto a la vez (Klemperer y Schlemmer, 2001: 32).
A pesar de la lejanía con la que el fascismo se nos representa hoy como figuración histórica, como otredad monstruosa de nuestro presente democrático, su emergencia en los años treinta no se produjo mediante palabras distintas de aquéllas que se usaban de manera diaria. Fue percibido más bien como una intensidad novedosa (y perversa) de ellas. Porque el fascismo no fue un nuevo lenguaje que prometiese cámaras de gas, torturas y genocidios, sino un uso distinto del lenguaje nacionalista ya existente, que hablaba de libertad, unidad, economía y familia. Quizá por eso también resultaba tan natural para tantos en su inicio. Desde la perspectiva de su pragmática, cabría entonces definir el fascismo como un estado particular de la lengua, una activación radical del léxico propio del Estado-nación y de la moral con la que éste se integra en la vida cotidiana. En el devenir fascista de una lengua nacional, las palabras conocidas se disocian del universo de prácticas y valores al que antes remitían, y la economía simbólica del lenguaje se emancipa de la economía real de intercambios y afectos que lo sostiene. Lo que el fascismo logra es la producción industrial de esta lengua disociada. A esto lo llamamos propaganda. En el universo fascista la propaganda proponía una articulación nueva entre palabra y mundo por medio de su amplificación reiterativa («una mentira repetida mil veces»). El fascismo fue en el plano lingüístico una transformación profunda de sentidos comunes existentes, de aquellos sostenidos por comunidades de personas acostumbradas a convivir en contextos cultural, étnica y religiosamente diversos. La implementación discursiva de lógicas de exclusión, racismo y xenofobia permitieron una de las mayores operaciones de ingeniería social sucedidas históricamente en suelo europeo (Mazower, 2016). Gracias a esta lengua de cohesión y exclusión, lo que eran intereses y fantasías de «grupos minúsculos» se volvieron hegemónicos por medio de un «terrorífico sistema» que ponía la violencia y el terror en su centro (Klemperer y Schlemmer, 2001: 32).
Citando a Deleuze y Guattari (2002, 234), el fascismo supone «la toma del Estado» por una «máquina de guerra […] que sólo tiene la guerra por objeto». Pero, añadimos, ello supone también la captura de una lengua de Estado por una máquina propagandística. De este modo, lo que fascismo infiltra no solo es una Administración y un ejército, sino también sus aparatos discursivos, las gramáticas, la filología y los medios de comunicación, y hace pasar por ellos «un flujo de muerte y destrucción». El nazismo cambió hasta el alfabeto alemán. En sus apropiaciones, «hay un nihilismo realizado», que «anuncia lo que ofrecía», «a la vez éxtasis y muerte, incluyendo la suya propia y la de sus nacionales» (Klemperer y Schlemmer, 2001: 233-234). En su fundación, lo político se convoca desde lo necropolítico y lo real se desplaza hacia lo imaginario. En el devenir fascista de una lengua nacional, las palabras se declinan para hacer comprender y asumir los crímenes que el fascismo solicita. Su lenguaje muta en dos sentidos. Primero, la lengua-en-devenir-fascista se desconecta de su realidad, a través de enunciados eufemísticos, que vacían los conceptos que, hasta entonces, organizaban la cultura existente. Las palabras clave acaban convertidas en simples marcadores de pertenencia emocional, que no dicen mucho más que «muerte», «victoria», «nosotros» y «ellos». En segundo lugar, el lenguaje fascista es disfemístico. Organiza un extenso vocabulario negativo para crear sus enemigos (Francesconi, 2009), con lo que establece una «distancia con respecto al adversario», a quien le «arranca los cuerpos y las almas con el fin de purificarlos» (Llera, 2008). A estos rasgos semánticos centrales cabe añadir otros, como el sentimentalismo o la progresiva mitologización de la realidad, para lo cual se incentiva la producción de neologismos y se retuercen los términos cotidianos hasta lograr que signifiquen lo contrario de aquello que nombraban previamente.
«Las convicciones, los actos [futuros] y el lenguaje del nazismo ya se vislumbraban en aquellos primeros meses» de 1933 cuando el nacionalsocialismo deja de ser un partido político de masas para volcarse en la transformación totalitaria del Estado alemán (Klemperer y Schlemmer, 2001: 66). Así, sus crímenes podrían entreverse desde el inicio en los deseos que movían sus palabras y promesas. O esto, al menos, pensaba el filólogo judío y alemán Victor Klemperer un año después del final de la Segunda Guerra Mundial, al editar sus notas clandestinas tomadas durante doce años. Publicadas en 1947 bajo el título LTI, Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen, pronto se convirtieron en el estudio clásico sobre la propaganda nazi. Son el fruto de un trabajo escrito en vivo, a caballo entre la etnografía y el testimonio, que analiza la manipulación del lenguaje y la producción de estética bajo el nazismo. Para Klemperer, la cultura hitleriana se fundamenta en el ejercicio terrorista de la violencia y el dominio de los medios de comunicación, pero su triunfo resulta impensable sin los consensos cotidianos que su lenguaje moldea. Por eso, la LTI será también una historia del fascismo como mentalidad, como discurso.
De Victor Klemperer cabe reivindicar no solo su compromiso político, y el de su mujer Eva Schlemmer —quien adoptó el apellido de su esposo—, sistemáticamente olvidada. También queremos evocar la imaginación teórica y el goce crítico que, surgidos de las necesidades más inmediatas, atraviesan los Notizbücher. Allí, encontramos una primera práctica y conceptualización de algo que hoy llamaríamos «estudios culturales», la posible génesis germánica de una disciplina que encuentra en Roland Barthes, Raymond Williams y Américo Castro otros orígenes probables en las tradiciones francesa, anglosajona e hispánica, respectivamente. De este modo, podemos argumentar que los estudios culturales nacen con una clara dimensión glotopolítica.
Para Klemperer, el estudio, también en los años de persecución y esclavitud que sufrió bajo Hitler, resultaba indistinguible de la vida. Era una cuestión de supervivencia. Al serle impedida toda lectura y actividad intelectual por su condición de judío, gracias a la observación atenta de las manifestaciones cotidianas de la política totalitaria edificaba un castillo mental frente al terror genocida. Cuando ordena sus notas, tomadas y archivadas con riesgo para su propia existencia y la de su esposa, Klemperer escribe con la intensidad del que se lo juega todo en lo que hace. Era la suya una literatura peligrosa, como querría Michel Leiris, pero sin impostaciones. De ese riesgo literal surge una comprensión crítica del funcionamiento social del idioma basada en la desnaturalización. Percibir la LTI es una cuestión de extrañamiento, de Verfremdungseffekt, si queremos utilizar el término que, justo en aquel momento (1935), Brecht elaboraba desde el exilio para definir su práctica teatral emancipatoria («el efecto de extrañamiento»). La teoría crítica moderna es inseparable de la experiencia de quienes la formalizaron: pensamos como y mientras vivimos. La propia forma del trabajo de Klemperer lo manifiesta: hay una continuidad radical entre la escritura de sus diarios y su trabajo «académico», entre el análisis del discurso nazi y el flujo de vida cotidiana en que éste toma cuerpo, forma y voz. Así, una malla de anécdotas, locuciones de radio, titulares, ejecuciones, ciudades, insultos, esquelas y recuerdos tejen historia y biografía en un ejercicio intelectual radical y verdadero.
El trabajo del filólogo se convierte en un refugio contra las deportaciones, la esclavitud y los bombardeos aliados que aniquilaron Dresde. Esta guarida sería inhabitable sin la ayuda y cuidados de su mujer, a la se reconoce como coautora del libro, y así aquí la citaremos. Eva esconde las páginas, consuela, discute, alimenta, cuida. Cuando en la cita que abría nuestro artículo, Victor habla de un «heroísmo» virtuoso, humano, frente al «heroísmo fanático» promovido por los nazis, está refiriéndose a los actos cotidianos de complicidad, apoyo, subsistencia y protección de Eva («hasta un ciego debería percibirlo con su bastón») (Klemperer y Schlemmer, 2001: 7). Los Klemperer oponían así sus prácticas como cuidadores, resistentes y supervivientes al fanatismo fascista de verdugos y colaboradores, y a su culto heroico a la muerte, el asesinato y el sacrificio. Pero también se enfrentaban a la aquiescencia de tantos contemporáneos mudos, ciegos, sordos e ignorantes. O tantas veces cómplices. Porque todos lo somos de los regímenes que no combatimos, resistimos, ni tratamos de cambiar.
La lengua de democracia: Los Klemperer y la cultura del consenso en la España actual
La política desde la cultura y, posiblemente, desde la lengua […]. La fuerza de la CT es que todos los problemas posibles sólo tienen cauce en los nacionalismos. Sólo son perceptibles a través del nacionalismo. En la CT, el nacionalismo —y no la economía, la historia, o la política— es el único tema posible de discusión.1
Para abordar el propósito central de este trabajo —verificar los usos y prácticas lingüísticas de la nueva derecha populista en España a partir del trabajo de los Klemperer—, todavía son necesarias algunas consideraciones. Antes de entrar en el análisis del repertorio discursivo y de las técnicas de comunicación que hacen de Vox una relativa novedad en el panorama político existente, es necesario contextualizar la mirada de los Klemperer. No cabe aplicar sin más sus teorías a las técnicas publicitarias de la nueva formación extremista, porque ni el contexto social, ni las formas de gobierno y de propaganda actuales son las de los años treinta. No solo por el triunfo del Estado de derecho y de las libertades civiles, sino también por la mayor capacidad que el capitalismo tiene hoy de administrar los cuerpos, el tiempo y las voluntades. Para poder pensar desde los Klemperer la actual emergencia de Vox como parte de una ola internacional de nuevas derechas populistas, no podemos sustraernos de algunos avatares históricos. La teoría no es autónoma respecto de discursos y contextos sobre los que se aplica y ello, en nuestro caso, significa afrontar el problema central de la publicación de los diarios del filólogo judío en el contexto desnazificador de la Alemania soviética, pero también comprender su tardía recepción en la España de George W. Bush y José María Aznar. Porque la LTI no es solo una herramienta para pensar la ideología de la lengua nazi, sino, aún más allá, la ideología de las lenguas nacionales, de los aparatos de Estado, de los entramados corporativos, de las agencias publicitarias. La lengua democrática no es un supuesto grado cero lingüístico, un estado ideal de transparencia discursiva, sino otra forma de producir ideología verbalmente, como han demostrado los cognitivistas norteamericanos. Discutir la aplicabilidad de Klemperer hoy en el ámbito español, o en otros contextos, requiere afrontar la cuestión de las continuidades y discontinuidades entre la democracia y el fascismo, los cortes de memoria y de justicia y los legados visibles e invisibles del pasado autoritario. Sin estas rupturas y silencios no puede comprenderse hoy Vox, ni su particular activación de las propias tradiciones franquistas, ni los atrevidos ropajes con que la derecha extrema busca ser percibida antes como novedad histórica que como encarnación de su fantasma antiguo.
A los Klemperer se los «descubre» en la otra Europa tras un largo, interesado ocultamiento. En la Alemania del Este, su obra muy pronto se volvió canónica, por lo que ya contaba con catorce ediciones antes de publicarse al otro lado del muro. Sin embargo, su recepción occidental se desplaza en el tiempo. La edición de sus diarios sólo tiene lugar en 1995 en la Alemania reunificada, y de ahí se traduce al francés (1996), inglés (1997) e italiano (1998). Recién en 2001 llega al español. Entonces, Klemperer era glosado como un humanista modélico del que la Unión Europea quería declararse heredera. En aquellos años de «pensamiento débil» y «terceras vías», muchos intelectuales encontraron en sus páginas otro aleccionador testimonio en favor de la paz tranquilizadora de la democracia liberal en la globalización postsoviética frente al «horror del siglo». A unos, la LTI les servía para condenar a ETA, a otros, para hablar de Catalunya, pero, a pesar de todo, el filólogo judío traía sus propias preguntas. Nos invitaba a reflexionar sobre las tradiciones fascistas autóctonas, sobre su propaganda y lenguajes. Algunos aceptaron el convite, como Jordi Gracia, quien aplicó la noción de LTI a la retórica franquista de primera hora, haciendo de los Klemperer «una raíz primordial para reconstruir el liberalismo» (Gracia, 2004: 213), sustituyendo, eso sí, su resistencia y persecución, por la caída en desgracia del falangista Ridruejo, quien a su vez fuera uno de los más activos productores de la LTI ibérica, y el mayor poeta de su culto a la muerte.
Pero por más que se declarase la voluntad de «restituir la verdad posible», la tardía celebración de los Klemperer se hizo sólo a cambio de ignorar ostentosamente su compromiso político con el socialismo. No tanto con el utópico, sino más bien con el real, como se desprende de la escritura de los Diarios, pero también de la implicación posterior del matrimonio en la vida cultural de la Alemania socialista. Para los Klemperer era claro que solo los comunistas (aunque, nosotros añadimos, también los anarquistas) mostraron desde el comienzo una oposición cerrada al nazismo, al ser también sus primeras víctimas. Ello —y el hecho de que la Unión Soviética le salvase, literalmente, la vida— lo llevó a afiliarse al Partido Comunista alemán. En ese contexto, la temprana publicación de su libro en 1947 buscaba algo más que contar públicamente los horrores de una época desde la perspectiva de quienes bien los conocían, porque los habían padecido. La crítica de la LTI no añoraba las glorias de la democracia liberal, por otro lado tan cómplice con los fascismos, sino que reclamaba la necesaria desnazificación del país, efectivamente desarrollada en el territorio de la República Democrática Alemana. La deriva de la nueva república hacia un Estado autoritario en la órbita soviética aparece también descrita en los diarios de Klemperer tras la guerra, en los que muestra —esta vez sin mayor riesgo para su persona— que entre dos aparatos de Estado ideológicamente enemigos podían darse también ciertas continuidades en sus máquinas lingüísticas.
Las observaciones de los Klemperer sobre la larga duración del fascismo habrían resultado aún más pertinentes en el lado oeste del telón de acero, donde se tardaría todavía una generación (en el mejor de los casos) en constituirse públicamente una memoria que podamos llamar «antifascista». Porque, tras la guerra, los «fragmentos de la lengua del Tercer Reich se extendían por doquier en el lenguaje del presente» (Klemperer y Schlemmer, 2001: 95) y, frente a lo que se suele pensar, más allá de Nuremberg, la Alemania occidental hizo de la amnesia y del olvido su gesto refundador. Así, en la posguerra, figuras culturales de primera magnitud reescriben sus orígenes y proyectos intelectuales en clave liberal, como estudió Ottmar Ette a propósito de la reinvención del SS Hans-Robert Jauss (Ette, 2018). De este modo, la refundación de la cultura alemana occidental, como la española del tardofranquismo, se conduce en favor de trayectorias más silenciosas que resistentes. Es así como las nuevas democracias europeas nacieron de un calculado olvido, creando una «segunda vida» (Ette, 2018) basada en la conciliación, que la memoria glotopolítica de la LTI todavía incomoda. La obra de Klemperer denuncia esos borrados y su testimonio niega cualquier hipótesis de inconsciencia colectiva, ignorancia o sicosis transitoria, al señalar la existencia de continuidades entre la estructura terrorista del Estado nazi y el repertorio lingüístico colectivo de la población alemana. Klemperer anticipa en sus diarios de posguerra las mismas preguntas éticas y políticas sobre la «banalidad del mal» y el cumplimiento de las órdenes que articuló Arendt (2006) veinte años más tarde. Los alemanes, como diría Žižek (1989: 28-30), «no lo sabían, pero lo hacían». O, por lo menos, como demuestra Klemperer, lo dijeron.
Language does not lie (Neumann, 2004) se titula el biopic dedicado a la figura del filólogo: ningún régimen, fascista o no, denuncia el dolor que funda y legitima, pero tampoco ninguna lengua es capaz de invisibilizar la violencia a la que sirve cuando se contrapone con el mundo que administra. Es necesario un aparato discursivo que organice ideológicamente el horror que la política gobierna. Como en la famosa carta robada de Poe, en una anticipación de la teoría lacaniana, Klemperer nos plantea que los hechos del nazismo estaban presentes a la vista de todos, quisieran o no advertirlos. El nazismo «hacía del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y secreto a la vez» (Klemperer y Schlemmer, 2001: 32). La ideología de una época se inscribe en su propia época a través del lenguaje y la estética, con lo que vuelve visible —pero no transparente— aquello que es necesario hacer inteligible y no explícito (Žižek, 1989). Así, a modo de ejemplo, el escudo franquista en el primer ejemplar de la Constitución española de 1978 sostiene lo contrario de lo que dicha Constitución pretendía decir públicamente, al figurar las estructuras políticas de la nueva monarquía bajo la heráldica fascista, mientras presenta la democracia como la emanación del régimen vigente. En este sentido, las lecciones de Klemperer habrían resultado especialmente pertinentes entonces para el caso español.
Hoy resulta difícil señalar cuánto de la lengua franquista ha pervivido en la esfera pública posterior a 1978, al menos más allá del pensamiento conservador, cuya función es precisamente la de conservar modos y hablas del pasado. Es difícil saberlo porque quizá esa supervivencia no se dé a través de expresiones tan marcadas como «conspiración judeo-masónica», «irrenunciable vocación de imperio» o «reserva espiritual de Occidente». La lengua del primer franquismo ya era percibida como un fósil en los últimos años de la dictadura, tanto que uno de sus más agudos críticos y observadores, Manuel Vázquez Montalbán (1977b), pudo dedicar en 1977 y 1978 dos volúmenes a inventariar «el diccionario» del régimen, el catálogo de sus «demonios familiares». Porque para Montalbán, más allá de sus logros modernizadores y publicitarios, el verdadero legado franquista no residía tanto en sus infraestructuras como en su herencia cultural. Para él, «la inmensurable obra del régimen no ha[bía]n sido los pantanos ni las Copas de Europa del Real Madrid. La gran obra del régimen [era] el lenguaje» (Vásquez Montalbán, 1977a: 134). De este modo, el llamado «franquismo sociológico» sería también un franquismo lingüístico. Pero no necesariamente aquél que se manifiesta en la lengua fundacional de la dictadura, sino el que se irá elaborando con más lentitud a través del desarrollo económico. Antes que la lengua de la Cruzada, el lenguaje de los pantanos será el habla que la democracia herede de su pasado.
Frente a lo que podría imaginarse a priori, la continuidad de la dictadura tiene más que ver con la incorporación de un conjunto de sentidos comunes propios de la época desarrollista que con la duración de las acuñaciones lingüísticas de «nuestra Guerra de Liberación nacional». Hablamos de principios políticos disfrazados de naturaleza de las cosas, que no son privativos del franquismo, sino compartidos en la larga posguerra europea, y que parcialmente se corresponden con las «mitologías burguesas» de Barthes (2008). Se trata de vectores culturales que configuran mundos lingüísticos complejos, como la conciencia de clase media (la mesocracia como identidad social imaginaria, diremos con Sánchez León),2 el progreso tecnocapitalista como racionalidad histórica, la reconciliación y el olvido como horizontes memoriales, el catolicismo como economía moral, la sociedad de consumo como modelo urbano privilegiado, el nacionalismo centralista como articulación territorial del Estado y la monarquía como teología política.
Los lenguajes, como las naciones, se configuran de manera histórica, lo que quiere decir tanto que pueden ser recreados, como que duran y se desgastan. Si Klemperer investiga cómo el fascismo construye su propio dialecto, al mismo tiempo nos muestra que el Estado alemán tenía una lengua propia, anterior, y que ésta va cambiando. Avatar también de aquella lengua de la nación, el lenguaje de la República de Weimar no siempre se oponía a la LTI del Reich, por más que la segunda produjese un salto gradual en muchos tramos. Así, entre una lengua nacional y sus diversos avatares históricos —sus dialectos—, podemos postular una continuidad de largo alcance, con cesuras parciales en cada cambio de época. Si aplicásemos esta teoría al caso español, hablaríamos de una LEN (Lengua del Estado Nuevo), como equivalente vernáculo de la LTI alemana, a propósito de la producción de lenguaje fascista a partir de la Guerra Civil. Pero también podríamos definir otras lenguas ideológicas, como la ya mencionada lengua de los pantanos o de la reconciliación que el franquismo elabora alrededor del consumo y de sus ídolos, en el contexto de apertura que el régimen inicia en 1957 y culmina con los fastos de sus «25 años de Paz». Aunque entre unas y otras lenguas estatales se den interrupciones, si las observamos en un ciclo más extenso, y nos remontásemos a la construcción de los discursos nacionales en el siglo XIX, podríamos trazar paralelismos estructurales entre las distintas manifestaciones de una misma lengua estatal. Correlativamente, para el caso español, postularíamos la existencia de una Lengua del Nacional-Catolicismo español (LNC), cuyo origen resulta impensable sin el portaviones ideológico de Menéndez Pelayo. A este discurso indirectamente se refieren Carmona, García y Sánchez cuando estudian la génesis ideológica de la derecha neocon española, y su voluntad de establecerse como heredera de una más larga tradición nacionalista, desbordando la contribución de la dictadura a la definición del pensamiento político vernáculo. Así, «los dirigentes del PP, habrían intentado pasar por nietos de Cánovas antes que por hijos de Franco», con lo que reivindicaban un supuesto legado «liberal-conservador» (Carmona, García y Sánchez, 2012: 19).
Recapitulemos: tenemos una larga lengua nacional, la lengua del nacional-catolicismo, que en el franquismo se encarna primero como lengua del Estado nuevo y después como lengua de la reconciliación. La primera resulta un fósil a la altura de la transición española, pero la segunda provee muchos de los sentidos comunes oficiales del periodo, frente a las lenguas ciudadanas y los lenguajes rupturistas del momento. Pero ¿qué sucede después?, ¿cuál es la lengua o lenguas que caracterizan la época democrática? Una lengua de larga duración le sirve al Estado español para soñarse y decirse cada vez que quiere presentarse con un rostro nuevo ante sus súbditos. Tras la muerte de Franco, esa lengua mutó para ocuparse de vestir a la nación posfranquista en sus miserias y horrores. Así nació la LR78, es decir, la Lengua del Régimen del 78, el discurso hegemónico que articula los intereses y necesidades del Estado español en su forma actual monárquica y constitucionalista. O, si queremos emplear un término más extendido y afín, a esta LR78 podemos llamarla CT.
La CT, es decir, la Cultura de Transición, es la noción popularizada por el periodista Guillem Martínez (Martínez, 2012; Labrador Méndez, 2014, 2016), quien, desde 2005, desarrolló una labor de crítica cultural de la actualidad política centrada especialmente en el uso del lenguaje, muy próxima a los Klemperer. Ésta se enfocaba en describir de qué modo se definen los límites de lo que puede decirse y pensarse en el espacio público español a través de la gestión de una serie de palabras y conceptos. Hablamos de expresiones muy concretas, tropos cursis como «la unidad de todos los demócratas», «el mayor periodo de prosperidad conocido en la historia española» o «la fiesta de la democracia». Tienen en común un sonido. Juntas componen una melodía afectiva alrededor del imperativo político del consenso, que —lejos de reivindicar los acuerdos fruto de una deliberación inclusiva, como en el 15M— implicaba la asunción de una forma de pensar determinada y excluyente. Las palabras de la CT son como la canción del carrito de los helados. Retraen su sentido a una supuesta escena feliz fundacional de la democracia, a la memoria de nuestro primer helado. Pero excluyen la posibilidad de pensar los límites y contradicciones del sistema político, sus orígenes y los costes del proceso (Labrador Méndez, 2017),3 es decir, el precio, el sabor o la escasez de los helados. Consenso, democracia, moderación, pacto, «unidad de todos los demócratas», estas y otras figuras, con Martínez, a comienzos de este siglo servían fundamentalmente para restringir la acción política en el presente, cerrando los contornos del debate público en torno a las cuestiones territoriales y sus ramificaciones, como la llegada de inmigrantes o la acción de ETA («la fuerza de la CT es que todos los problemas posibles sólo son perceptibles a través del nacionalismo»).4
Ello se habría hecho patente de manera dramática durante las jornadas informativas posteriores a los atentados de marzo de 2004 (Fernández-Savater, 2012). No es casual, como veremos, que Vox elija también esa fecha para marcar el origen de una legitimidad perdida.5
Antes de que la CT se formulase como teoría colectiva en 2012, Martínez fue elaborando en un blog entre 2005 y 2009 más de 300 entradas que explican los fundamentos de esa lógica cultural, tan próxima y deudora de la racionalidad del Estado. Son —sin persecución ni heroísmos— una suerte de Notizbücher de la democracia contemporánea, lo que nos habla obviamente de la distancia objetiva que hay de una dictadura genocida a la pax burguesa de la globalización atlántica y la precariedad neoliberal. Pero la popularización del concepto CT al rebufo de las tomas de plazas del 2011 expresa también la crisis de aquel universo doméstico y consensual de la LR78, aquel bucólico «periodo más largo de paz, convivencia, libertad y prosperidad que han conocido los españoles».6 Porque, con el 15M, ese lenguaje de Estado, especializado en la gestión consolatoria de la discrepancia política por vía de la obligación «consensual», no pudo contener la masiva impugnación de la realidad que tuvo lugar en las plazas de aquella primavera inolvidable. Mientras acabamos de escribir estas páginas confinados en la cuaresma de 2020, qué extraños, qué imposibles resultan nuestros fantasmas en el tiempo reunidos con extraños en las explanadas de mayo.
La profundidad existencial de las rupturas indignadas resulta irrevocable todavía, y en el extraño intersticio de la historia que allí abrieron guardan un potencial utópico en densas formas de lengua y densas formas de cuerpo. El 15M hablaba poético y visionario, como si en trance, emancipando sus hablas de la historia de la nación y las demandas de sus mercados. «El relevo entre una época y otra tiene la estructura del despertar», «millones de gotas, el mar», «tan solo un beso callará mi boca», «tu vida es ahora» eran a la vez promesas y documentos de una realidad paralela que se había materializado inesperada. El lenguaje quincemayista desbordó las nociones de «lenguas nacionales» que pensamos con Klemperer. Su proliferación disruptiva se constela más como un «lujo comunal» (Ross, 2016) que lo sitúa en la estela de las revueltas, y de sus repertorios de soluciones ecológicas, lingüísticas, comunitarias. Sus genealogías son otras: poéticas, cristianas, populares, subalternas, plebeyas, campesinas, tecnofuturistas, juveniles, feministas, contraculturales…
Sobre la crisis de régimen, a partir de 2011 se abre un ciclo de cambios con diversos escenarios de luchas y protestas, que encuentra en julio de 2015 su termidor. Tras la caída de Varoufakis y el silenciamiento del «No» a la Troika en el referéndum griego, se clausura la alternativa ciudadana en favor de una salida no disciplinaria de la crisis de 2008. Aquella fue la derrota de la izquierda rupturista. Pero la victoria de la austeridad tuvo también un precio. Las heridas sociales del rescate europeo aún no han sido suturadas. Martínez ha dedicado su trabajo de los últimos años a estudiar los intentos de restañarlas que ensaya un sistema en crisis, mediante formas de propaganda nuevas (Martínez, 2016, 2018). Se trataría, fundamentalmente, de dos proyectos de rearme ideológico. De un lado, el procesismo catalán, como huida hacia adelante. De otro, las respuestas centralistas al mismo, el llamado «constitucionalismo». Para Martínez, procesismo y constitucionalismo representan sistemas propagandísticos trabados, configurados el uno como imagen especular del otro, mutuamente dependientes y enfrentados. Ambos movilizan un repertorio limitado de tropos y símbolos (horas históricas, referéndums, declaraciones, performances…), apoyados en nuevas técnicas de comunicación publicitaria tecnológicamente implementadas (posverdad, fake news), y más allá de la participación activa de sus bases sociales. Martínez identifica en las prácticas comunicativas de la Generalitat un laboratorio de las neolenguas que avanzan desde 2016 los nuevos populismos de derechas. Se trataría de una reacción sistémica frente a la crisis global del neoliberalismo, una suerte de contrarrevolución cultural contra las movilizaciones ciudadanas del ciclo corto 2011 a 2015.
Desde ahí podemos comprender mejor la emergencia de Vox como parte de este entramado, como una de sus puntas de lanza incluso. Desde su presentación pública en 2014, la nueva formación trata de articular un repliegue identitario sobre la estructura del Estado con un lenguaje y una estética que no dudamos en comprender como neofascista. Su racionalidad, sin embargo, como argumentaremos, no resulta ajena a la de la nación que aspira a defender, sino que continúa sus lenguas y tradiciones. Actualiza en su polo más visible una ideología, el nacional-catolicismo, esta vez presentado como constitucionalista, con su vocabulario y sus símbolos, con su lengua en devenir que aspira a construir un nuevo sentido común electoralmente hegemónico capaz de cerrar sobre sí mismo el régimen de 1978 como un erizo. El constitucionalismo refuerza una visión del Estado de derecho como organismo autónomo frente a reclamaciones ciudadanas, y fortalece una definición teológica de la ley, enemiga de la participación democrática. Como se vio en el llamado «juicio del Procés», Vox reinvindica leyes y delitos que se apliquen de forma variable en función de la ideología del acusado, en nombre de su supuesta capacidad de constituirse en «amenaza a España». Se trataría, en el fondo, como plantea Agamben, de restaurar la alianza Ejecutivo-policial, más allá del aparato jurídico si fuese necesario, con lo que extiende la lógica de excepcionalidad que el régimen del 78 ha venido aplicando desde la transición a abertzales y anarquistas.
La monarquía, como forma política trascendente, asociada a una determinada comprensión histórica de la «identidad de España» y disociada de la forma de su Estado, constituye la piedra angular del constitucionalismo como proyecto político, lo que aproxima a sus partidarios al accidentalismo respecto de la democracia. El accidentalismo representa también una innovación comunicativa en el reinado de Felipe VI, promovida en discursos y ceremonias como una (pretendida) interpretación legítima de sus poderes constitucionales. Con su lenguaje unitario y sus códigos simbólicos, Vox amplía el recorrido ideológico de tales proyectos estatales, comportándose en parte como una secta monárquica de corte clásico. De ahí proviene su elección del verde como emblema corporativo. Como señalan en sus propias redes sociales, tal color nos remite al «Viva El Rey De España» (VERDE), acrónimo del unitarismo italiano, adoptado por los monárquicos españoles durante la Segunda República. Se trata de un guiño que el propio jefe de Estado prolonga en sus corbatas en ocasiones señaladas, como la investidura de Sánchez, con lo que recuerda que la monarquía constituye una salvaguarda legal para la continuidad del Estado en caso de crisis. Porque, desde el 3 de octubre de 2017, para muchos sectores oficialistas, el Estado se haya peligrosamente amenazado, y resulta necesario propiciar un enroque autoritario que lo proteja. Solo el monarca podría protagonizarlo. Así que, por decirlo en las palabras del gran publicista de la derecha radical, el constitucionalismo se dirige «hacia la reconstrucción de España» asumiendo que «ha muerto un Estado», pero que puede «renacer un reino».7
La crisis comunicativa del llamado «populismo de izquierdas» y la emergencia de Vox en la internacional de la nueva derecha populista
Han vaciado prácticamente todas las palabras de sentido, y la gente se agrupaba por palabras… Ahora vemos ingenuos esos tiempos de Franco en los que las palabras libertad o amnistía podían hacer daño. Ahora no hay palabras que les hagan daño, porque ha desaparecido la clase obrera […] Ha desaparecido el concepto de revolución. No sé qué conceptos hay. Cuando no hay conceptos, no hay manera de agruparse. Habrá que elaborar un nuevo discurso.8
Trabada por cuerpos, afectos, espacios y bellezas, la experiencia de la revolución se manifiesta también en un doble plano lingüístico y puede ser descrita como la vivencia de un cambio semántico. De un lado, el mundo conocido envejece de golpe, al manifestar la distancia insalvable entre un lenguaje y la realidad que nombra y que administra («lo llaman democracia y no lo es»). Pero de otro, el presente se abre y se hace extenso, mientras el lenguaje se pone en movimiento. Las palabras comienzan a significar cosas distintas. En 2011, «el significado del conjunto del vocabulario político cambió en cuestión de días, si no de horas», y nociones como «revolución, pueblo, ciudadano, democracia, representación…» adquirían de pronto un brillo nuevo (Labrador Méndez, 2014: 76). Es así como brota una lengua capaz de nombrar las cosas «como son», en la que se juntan palabra y mundo a través de la experiencia colectiva y presencial de la revolución como lenguaje y del lenguaje como revolución.
Pero la súbita reunión de mundo y palabra que nace en la revuelta no dura para siempre. Su vocabulario muy pronto se captura al servicio de otras voluntades. De esta forma, la experiencia lingüística del 15M se fue erosionando en el proceso de institucionalización que el movimiento afrontó a partir de 2014, su metamorfosis en «máquina de guerra electoral». La lengua quincemayista se codificó y devino «retórica» contestataria. Ello tuvo que ver con la emergencia de «profesionales de la palabra», es decir, con la privatización de las hablas comunales nacidas en las plazas. Pero también con la socialización de técnicas publicitarias, es decir, con la producción de herramientas comunicativas especializadas para trasladar mensajes más allá de los ámbitos donde surgía el 15M. Es difícil de resumir, pero diremos que, si el problema de la representación estaba en el centro de la poética indignada, las estrategias que las plataformas nacidas del 15M —y, especialmente, el universo Podemos— emplearon para encararlo destacaban por su falta de imaginación y de sintonía con sus bases sociales.
No solo fue un problema práctico, sino también teórico: desde el primer momento se impuso una torpe vulgata de Laclau que consignaba la necesidad de producir mensajes simples e inclusivos para agregar a un electorado difuso y disperso que, incapaz de ser dueño de sí mismo ni de sus palabras, necesitaría de la lengua identitaria que le ofrece un líder carismático y un aparato partidista para así devenir pueblo. Hoy esto parece un disparate, pero los demagogos de 2015 lo decían muy en serio, como si las palabras fueran suyas y les obedeciesen. Poetas en lenguas muertas, los problemas del populismo como teoría política resumen lo peor de las tradiciones académicas y militantes. Pretextando eficacia, apostaron por la teoría frente a la praxis, por la unión frente a la multiplicidad, por la autoridad frente a lo diverso. La suya era una pasión tecnócrata. Les pudo la fantasía de disponer de una «ciencia de la creación de pueblo» que funcionaría de manera externa a las comunidades y espacios donde tal pueblo podría manifestarse. Era una teoría leninista, en la que el partido seguía a la vanguardia del cambio social. Su cultura fue, de nuevo, propaganda: el partido diseñaba el lenguaje que le permitía al pueblo decirse a sí mismo, pero después de haberse apropiado de la lengua que aquel mismo pueblo creó en sus acampadas. Pretendieron convencer a los pájaros de que éstos aprendían a cantar gracias a sus reclamos. Invocando el fantasma populista negaron lo pueblo histórico (Labrador Méndez, 2018) como se manifestaba en revueltas, culturas populares, activistas, digitales. Porque para el socialismo de rostro populista, el sujeto colectivo nunca precede a la experiencia política de la identificación electoral. Para existir, ha de ser convocado o representado en tercera persona. Así pasaron años hablando de «la gente», como si ellos no lo fueran y aquélla fuese a acudir por sus invocaciones.
Como explicábamos en un texto temprano,9 en sus inicios, Podemos trató de configurarse por medio de fórmulas más experimentales que incluían la discusión digital («Plaza Podemos, Ruedas de Masas, el programa de las elecciones europeas elaborado colectivamente»). Éstas fueron marginadas de manera progresiva ante la supuesta racionalidad electoral. «Entonces, los órganos de Gobierno, los principios y los fines del movimiento concertados por el núcleo dirigente fundador fueron refrendados en votaciones digitales». En tal deriva, se definía un tipo de ciudadano y de militante progresivamente desprovisto de agencia política, priorizando en los afiliados «el papel de followers (I like/I don’t like) frente al de proponentes». Al tiempo, «los mecanismos de decisión se vieron limitados por su implementación práctica al ser votadas las proposiciones en bloques conjuntos y excluyentes». El único ámbito en el que se vio algo de política 2.0 fue en «los mecanismos de discusión». «Muchas posibilidades por ello se clausuraron. En nombre del hacer, había que dejar de imaginar». Todo se sacrificaba en el altar de una victoria que nunca llegó. Pero luego ya nadie se acordó de las promesas, ni asumió el fracaso. Si en el 24 de noviembre de 2014 las encuestas identificaban Podemos como primera formación en intención de voto, un año y medio después se confirmaba «la mayor pérdida de capital político» en la historia de un partido en España (Moreiras, 2018), mayor que la afrontada por el PSOE de Felipe González, cuya estrategia comunicativa, por cierto, fue estudiada a fondo por los ingenieros morados.
La emergencia en los últimos años de partidos neopopulistas de derechas como Ciudadanos y más recientemente de Vox, no es indiferente de la crisis representacional que se produjo entre la estructura corporativa de Podemos respecto de sus bases sociales y su entramado de círculos. Alguien debería pedirles cuentas por ello. En nuestra opinión, la incapacidad interesada del partido de imaginar una alternativa comunicativa y organizativa al electoralismo populista benefició primero a Ciudadanos y luego a Vox. Estas formaciones también siguieron los cánones del marketing político, pero lo hicieron de un modo mucho más efectivo, apelando directamente a la emoción y al miedo. El planteamiento electoralista les beneficiaba. Es un juego creado para ellos. En torno al año 2014 había una conciencia generalizada de la virtualización de la política, que se trasladaba de las calles a los platós televisivos. En la era de HBO y Netflix, «la política se había convertido en una serie más, y yo las veo todas» como afirmaría un primo nuestro. Este proceso, en su comienzo, restablecía la conexión entre realidad y espectáculo, al hacer de pronto visible aquello que era evidente «en los hogares». La transformación de la política en espectáculo rebajó muy pronto los estándares de autenticidad. La mentira y disimulo como estrategias impulsaron el aumento del nihilismo y descreimiento general, degradando, al mismo tiempo, los criterios de veracidad (ausencia de fact-check). Por eso, en medio de esta galaxia desinformativa, resulta tan importante la casa de Pablo Iglesias como un símbolo elocuente de una nueva disociación entre lenguaje y mundo, entre vida y política, entre presencia y representación, entre medios y fines.
El populismo de derechas en España entró de la mano de las tesis patrióticas del errejonismo, pensando que era posible apropiarse de la gestión del nacionalismo de Estado a golpe de tuits y en clave cívica. Se trataría de «sostener un pensamiento, una cultura, una estética nacional-popular»,10 eso sí, de matriz inclusiva, y no excluyente. Para ello, se añadieron palabras extrañas a las plazas, como «patria», concepto procedente de la tradición cívico-republicana, pero que, en la península, era más propiedad del lenguaje nacional-católico, y que hoy capitaliza la Lengua de la Extrema Derecha Populista (LEDP). En estas lecturas de Laclau luchaban dos modelos antagónicos. De un lado, el Estado-nación conservador, que se define por la necesidad de aislar a una parte de población para proteger su identidad. De otro, el Estado nacional-popular que, en cambio, necesita integrar su propia heterogeneidad para gozarse. Pero, al plantear las cosas de este modo, se suspende la tensión constituyente entre el Estado-nación y la ciudadanía. Así se ignora que los aparatos estatales tienen dueños y administradores históricos, que su acceso no puede reducirse a un simple significante vacío. Por ello, y no solo por sus nombres, hay una escasa distancia lingüística y simbólica del «Más País» errejonista a la propuesta de una «España Suma», la estrategia de marketing diseñada por el Partido Popular para la integración de los partidos de derecha en la segunda campaña electoral del 2019. Porque la comprensión de la ciudadanía como espectadora consumidora, el entendimiento de la política como representación mediática y de la historia como el presente continuo y sin memoria de la sociedad del espectáculo es simplemente la misma. Populistas de derecha o de izquierda, ninguno se imagina una política que pueda tener otras formas, otros sujetos y otras prácticas.
Es cierto que ambas escuelas hablan de pueblos muy distintos. Pero también que están hechos con las mismas sustancias: palabras digitales, afectos impostados y vagos propósitos. Los populismos inclusivos desean un demos múltiple, en el que cualquiera en su diferencia pueda caber. Los populismos excluyentes conciben un demos homogéneo, compacto, configurado en su rechazo de la multiplicidad de las identidades complejas que el populismo progresista evoca en sus mensajes. El populismo que suena a izquierdas promete la posibilidad de una salvación conjunta. Los populismos de derechas advierten que, para la salvación del demos, es necesario protegerlo de los elementos humanos que amenazan su unidad. Nostálgicos de las viejas masas, las izquierdas laclausianas las recrean uniendo feministas, LGTBIQ+, animalistas, ecologistas, migrantes, sujetos racializados, precarios, desposeídos, en un nuevo pueblo nacional. Las nuevas derechas acusan una idéntica nostalgia de la masa proponiendo la cohesión nacional en la amalgama de xenófobos, anticomunistas, antifeministas, antigays, centralistas, antianimalistas, policías y militares, juntos en su deseo de «combatir a aquellos responsables de la desunión y decadencia de España».11
En la era digital se redefinen las formas de la democracia representativa y los medios de comunicación en respuesta al surgimiento de tipos de públicos nuevos. En los términos de Ángel Loureiro, las masas del siglo XXI no son como las masas de los años treinta, aquellas que los fascismos históricos supieron nombrar y gobernar. Por no serlo, siquiera se llaman o conciben como masas. La izquierda populista responde a esta situación tratando de conformar a esas multitudes disgregadas de la sociedad de la información: el populismo sería un conjunto de técnicas comunicativas para lograrlo construyendo significantes en los que hallar refugio frente a la intemperie posdemocrática (Loureiro, 2018: 23). Pero la distancia entre los años treinta y el presente en las sociedades occidentales es también una distancia gubernamental: los modos y formas de control operan por otros circuitos. Hoy el poder se articula no produciendo cohesión entre los distintos, sino diferencia entre los iguales, multiplicando los nichos de identidad y de consumo.
Es por eso que resulta importante resistir a las analogías automáticas entre fascismo histórico y populismo de derechas, no sin, al menos, establecer una genealogía más larga para los proyectos de clausura ultraderechista del Estado nacional-liberal desde 1945. Desde esa perspectiva, periodos como el macartismo, la era dorada del fascismo latinoamericano bajo Nixon, la contrarrevolución conservadora de Reagan y Thatcher, el fin de la historia o la Guerra contra el Terror posterior al 2001, nos proponen una larga secuencia contrarrevolucionaria en la cual hemos visto extenderse las políticas de excepción y control, hasta hacer globalmente difuso el término de necropolítica, en la acuñación de Mbembe (2003), como configuración de un régimen de excepción transcontinental, correlato del vaciamiento de poder ciudadano en las formas políticas del neoliberalismo que llamamos «posdemocráticas» (Crouch, 2004). Si lo pensamos históricamente, esos momentos de inspiración fascista o ultraconservadora contienen sucesivas articulaciones represivas del liberalismo como movilización inmunitaria de un nacionalismo de Estado (y de estado de excepción). Es esta una crítica clásica, ya formulada por Adorno y reformulada por Traverso, entre otros, a propósito de la continuidad violenta del Estado y el capital entre democracia y dictadura. En este sentido, cuando hablamos de nacionalismo de Estado hablamos de un discurso y una lengua «nacionales», articulados simbólicamente alrededor de las instituciones, las tecnologías, los intereses y las necesidades de una determinada estatalidad. Estos intereses y necesidades activan y modulan, en un cierto momento o a lo largo de un periodo, técnicas de excepción.
¿Pero por qué decimos «populismo» cuando queremos decir «nacionalismo», si sabemos además que hay «tantos populismos como tradiciones políticas nacionales» (Loureiro, 2018: 24)? En nuestra perspectiva, lo que hoy llamamos «populismos de derechas» no son otra cosa que los viejos nacionalismos de Estado en el trámite de rearticularse tecnopolíticamente desde un entramado digital y corporativo. Así, la innovación populista resulta más tecnológica que discursiva. Cambian los modos de hacer propaganda, pero no su núcleo movilizador y afectivo. Desde esta perspectiva, podemos pensar la construcción de los nacionalismos en la edad contemporánea en cuatro grandes ciclos. En primer lugar, el nacionalismo histórico, como fue descrito por Anderson (2006), de carácter letrado, enfocado en la prensa y la literatura, que gobierna el mundo decimonónico, basado en el ejército nacional y colonial. En los contornos de la Primera Guerra Mundial hasta después de la Segunda, asistimos a la emergencia de los nacionalismos de masas, definidos por la aparición de nuevas tecnologías de comunicación —cine y radio primero, y luego el teléfono, como estudia Ronell (1989)— y con ellas una teoría racial que va de Spengler a Ortega, y que se complementa con la práctica de la «guerra total». Los nacionalismos de la Guerra Fría se definen por el acceso directo o indirecto a las armas nucleares y por la articulación de una ciudadanía espectadora y consumista, organizada alrededor del universo televisivo. Son los habitantes de la «sociedad del espectáculo» de Debord. A partir de 1991, Baudrillard (1995) señala la progresiva disociación de la realidad y de su simulación hiperrealista, mediática, en un cuarto ciclo marcado por la profesionalización de los ejércitos. Éste se acelera a partir de 2016. Vemos, desde entonces, un repliegue nacional compatible con las tecnologías propias de la globalización neoliberal, que construye un nuevo tipo de audiencia en red, a través del microtargeting y el big data. También emerge un nuevo tipo de guerra (drones, inteligencia artificial, armas inteligentes, etcétera).
La cuestión del nacionalismo es inseparable de la articulación de un sistema de propaganda. En este sentido, es necesario pensar las transformaciones sucedidas desde 2011 en la esfera pública, desde una utopía digital, en la que los nuevos medios amparaban prácticas comunicativas autónomas, desreguladas y fundamentalmente críticas. Pero, a pesar de las expectativas emancipadoras que los usos ciudadanos de las redes sociales produjeron en el contexto de 2011, las derivaciones de los últimos años nos hablan del universo digital en clave de encuadramiento. Entre otras cosas, hemos pasado de los chats anónimos y los blogs a las páginas personales. Con ello se han disuelto gran parte de los espacios de discusión. Asistimos a un universo de yoes que se encuentran entre afines, y que ven filtradas sus interacciones a partir de decisiones algorítmicas. Las masas nos encuadramos por Facebook, Instagram, Tiktok, Twitter, las redes de Whatsapp, las búsquedas de Google. Cada nueva aplicación delimita las formas y posibilidades de intercambio político. Pero si los textos breves y públicos de Twitter favorecieron la contrainformación y organización de la Primavera Árabe y el 15M, Vox ha encontrado su nicho en el reino de imágenes que patrocina Instagram. Allí, en un momento en el que la actualidad mediática se construye a través de las redes, Vox ha logrado superar de lejos a Podemos en el territorio cibernético. Tras años de dominio morado, hoy un número llamativo de jóvenes y adolescentes canaliza su comprensión antisistema a través del nuevo partido. Pero, pese a que la emisión de mensajes a través de estos canales comunicativos continúa siendo multipolar, el acceso gratuito a ellos aún cabe ser interrogado críticamente por medio de una imagen dialéctica: el Volksempfänger («el receptor del pueblo»), la radio repartida a precios irrisorios, encargada por Goebbels para transformar a los alemanes del Reich en pueblo radioyente. Ello nos devuelve a nuestra cuestión clave: el nacionalismo de Estado se emite siempre desde un entramado mediático de carácter tecnocorporativo, que hoy se define por la extracción de datos facilitados por el uso de inteligencia artificial.12 Una tecnología al servicio de empresas, Estados y think tanks, que el desempeño de Bannon para Cambridge Analytica resume como símbolo. Es relevante, y paradójico, que los voxeros ahora se muden a Telegram en busca de privacidad.
En otoño de 2018 conversábamos con un representante de una organización filantrópica para la defensa de las libertades civiles y democráticas. Sus socios en diversos países sufrían amenazas tras la llegada de Gobiernos de ultraderecha a sus países. Los procedimientos eran siempre los mismos y evidenciaban la existencia de una articulación transnacional de sus campañas, de carácter neofascista. Todos estos Gobiernos habían puesto en práctica estrategias comunicativas semejantes, claramente estructuradas en cinco grandes líneas: antifeminismo, nacionalismo, anticomunismo, antiinmigración y doctrina TINA (there is no alternative, dirigida contra quienes quieran ofrecer un marco geopolítico distinto, haciéndolos parte de una supuesta «Internacional del Mal» formada por Venezuela, Cuba, Nicaragua, Irán y Corea del Norte, con el apoyo de los «peligros ruso y chino»). Estos ejes organizaban los mensajes con los que un ejército digital de bots inundaba los teléfonos móviles de distintos países en vísperas electorales.
De las Filipinas de Duterte al Brasil de Bolsonaro y el Estados Unidos de Trump, estas técnicas comunicativas avanzadas van produciendo cambios de Gobierno, intervenciones judiciales y asegurando repliegues geopolíticos. Lo que el nuevo fascismo propone a la sociedad es una oferta de mínimos: la restitución imaginaria del hogar nacional-patriarcal para curar las heridas y los desgarros producidos por el mismo entramado neoliberal al que sus empresas sirven, mientras responsabilizan de esos daños precisamente a quienes tratan de combatirlo. Hablan de «patriotismo», «familia», «trabajo», «desigualdades territoriales», «inmigración» e «inseguridad». Pero no porque éstos sean «los espacios que la izquierda deja libres»,13 sino porque son los lugares donde se expresan las transformaciones del neoliberalismo en la vida cotidiana en un mundo que se ha vuelto aún más diaspórico, inestable, precario, desestructurado e inseguro. Además de perseguir a sus enemigos imaginarios, cuando el populismo de derechas llega al poder lo que hace es bajar los impuestos. Tal vez no sea propiamente fascismo, pero de momento su lenguaje se parece mucho. Llamémoslo por ahora LEDP: Lengua de la Extrema Derecha Populista.
La Lengua de la Extrema Derecha Populista: Hacia un análisis klemperiano del discurso de Vox
Mientras tanto, en España, en tiempo récord ha surgido triunfante una formación de extrema derecha populista. Aunque Vox se creó en las Navidades de 2013, su verdadera eclosión social tuvo lugar a partir del verano de 2017, cuando para algunos politólogos era ya evidente que se había abierto «un gran espacio a la derecha del PP que aún nadie había sabido cómo ocupar».14 Hasta entonces la península era una anomalía en el contexto europeo, marcado por el ascenso de fuerzas derechistas radicales en Grecia, Italia, Francia, Reino Unido, Países Bajos, Finlandia o Alemania, con Gobiernos en Polonia, Hungría, Suiza o Austria. No así en la península. Los más ingenuos nos consolábamos pensando que la «vacuna del 15M» había funcionado y que la inyección de solidaridad y buen rollo inyectada en 2011 había protegido al cuerpo social de los virus neofascistas. Algo de cierto habría en ello, pero no era suficiente. La percepción alarmista de la inmigración y la reacción al conflicto independentista en Catalunya produjo una corriente social favorable a la nueva formación política, lo que les repercutió resultados extraordinarios en la primavera de 2019 en las elecciones andaluzas y, posteriormente, en las municipales y autonómicas, logrando ser además quinta fuerza en las generales de abril y tercera en las de septiembre, tras reunir tres millones y medio de votos y 54 diputados. Vox hizo una notable campaña con enorme visibilidad en redes y medios, que batió récords de audiencia. En otoño de 2019 bastaba echar una mirada al mapa electoral, que por vez primera ofrecía los resultados barrio a barrio, para comprender cómo, a pesar de recoger una gran parte del voto procedente de Ciudadanos y PP en zonas acomodadas, Vox había logrado una presencia capilar en toda la geografía española, molecularizando sus apoyos en territorios sociales y culturales muy diversos.
A pesar de su importancia indudable, en los análisis de primera hora sobre Vox percibimos una tendencia a remarcar el apoyo de Bannon y de sus estrategas comunicativos. Sin restarles valor, es algo que merece la pena valorar atendiendo a los detalles. Un elemento clave de la receta populista consiste en adaptar la fórmula a las condiciones locales, y en el caso de propuestas típicamente trumpistas como el libre acceso a las armas, esto ha producido muchas estridencias en España. Ello obliga al dirigente ultra Santiago Abascal a recordar que lleva una pistola para defenderse de los terroristas vascos que aún hoy le persiguen en sus sueños y al presunto boinaverde Ortega Smith a ejecutar prácticas de tiro contra monigotes del Daesh. Por ello, conviene analizar la emergencia de Vox no solo desde el lado de la oferta comunicativa tecnopolítica, muy eficaz por otra parte, sino de la demanda electoral. Porque antes de votar a Vox, sus electores ya tenían ideas propias. Es cierto que Abascal y los suyos hicieron campaña al grito de «hacer España grande otra vez», pero para entonces ya habían sucedido numerosos acontecimientos de carácter subterráneo y espíritu popular, que mostraron otra vez el orden molecular que articula el fascismo.
Cabe afirmar que el electorado ultraconservador ha experimentado en el último lustro un tipo de movilización colectiva equivalente a las vividas en otros sectores al rebufo del 2011, algo que, con precaución, podríamos llamar un «15M de la ultraderecha», al menos en territorio digital. Desde 2016, como tarde, tenemos noticia de la existencia de redes de carácter horizontal de fake news por las que circulaban videos sobre supuestos delitos cometidos por supuestos inmigrantes supuestamente en España. Entre 2014 y 2017, los votantes más conservadores descubrieron sus potencias comunes en redes autónomas autoorganizadas. Se trata del denominado «efecto forocoches», que definió un usuario de esta popular red masculinista, concretamente «derepen2» en marzo de 2015: «Es muy simple. Dentro del foro me caéis bien, es como una comunidad de la que me siento parte. Fuera del foro me dais asco». Al igual que sucediera con las bases trumpistas, alrededor de redes digitales se han ido conformando espacios de expresión identitaria, en los que se pueden compartir demandas reprimidas en público, aquellas que encarnan principios machistas, xenófobos y homófobos, así como formas de humor «políticamente incorrectas». Un conocido nuestro quería monetizar una web de contenidos, pero pronto se dio cuenta de que si ponía chistes racistas y misóginos las visitas crecían exponencialmente… y lo hizo. En estos espacios, como en los comentarios de las noticias digitales, se traban los modos de pensar y sentir a los que Vox no tardó mucho en dar palabra, bajo el pretexto de una supuesta «ruptura de la corrección política» y la libre expresión de estos afectos reprimidos. De hecho, una de las victorias de la Lengua de la Extrema Derecha Populista ha sido la transformación del concepto de incorrección política, significante positivo hasta hace poco en España, asociado a libertad, rebeldía y autenticidad, y referido al uso público de lenguaje ofensivo, normalmente contra los políticos en el poder. Pero hoy, gracias a la LEDP, lo políticamente incorrecto sirve casi exclusivamente para legitimar los ataques a mujeres y minorías.
La cuestión del antifeminismo es central a la repentina politización de estos sectores, que con acierto se ha leído como una reacción conservadora ante el auge de los nuevos feminismos y la crisis de la masculinidad soberana. La pérdida de poder simbólico de muchos hombres, fruto también de una correlativa pérdida de poder adquisitivo en la crisis de 2008, los condena a escenarios culturales dramáticos, en el laberinto legal de los divorcios y las custodias, que Vox ha sabido explotar certeramente a través de la figura del magistrado Serrano Castro, con lo que articulan de forma conservadora un dolor social realmente existente, y amparan muchas formas de violencia machista. Un ejemplo extremo lo representan las posiciones de algunos simpatizantes de la formación a propósito del caso de «La manada», que defendieron la inocencia de los perpetradores hasta llegar a hackear y hacer públicos los datos de la víctima, en un remedo fascista de la filtración de los correos de Blesa.
La propia caracterización de los representantes de Vox quiere ofrecerse como rearticulación física de esa masculinidad herida. Despliegan ademanes firmes y un culto gimnástico desde el último freak de las artes marciales en paro15 a su secretario general mirando siempre al cielo. Abascal se presenta como un «Putin a la española», boxeador y jinete que, en un guiño sutil a su electorado, y con vistas a la carrera electoral, modificó su aspecto dejándose una barba que recordaba a la de Leónidas, el protagonista de 300 (2007), aquella popular fábula de pureza, masculinidad y sacrificio para los tiempos de la Guerra contra el Terror. También en relación con los códigos de masculinidad y el humor forococheros, un aspecto del discurso de Vox que ha merecido escasa atención tiene que ver con el uso hiperbólico, autoirónico de sus propias referencias. Parte estructural de su estrategia de normalización, el deje burlesco de Abascal sirve para humanizarlo y presentarlo como alguien que sabe cuándo y cómo no tomarse en serio a sí mismo, lo que incluye reírse de sus propias referencias políticas. Esa habilidad le permite tomar distancia respecto de la imagen del militante radicalizado, al tiempo que opera con sus símbolos. Esto es algo importante cuando antes de tus mítines pones a todo volumen El novio de la muerte.16 Lo que Abascal practica es algo que denominaríamos «enunciación Torrente», por citar al protagonista de las inenarrables cintas de Santiago Segura, aquella condensación máxima de todos los rasgos autoritarios posibles al servicio de un humor que, sin embargo, permite todavía la identificación, por medio de la ironía. Una suerte de «soy tan facha que me da la risa». Un disfraz, el de fascistas disfrazados de fascistas, cuya puesta en escena no excluye el uso de un morrión de los gloriosos Tercios de Flandes (imagen 1) y chistes del tipo: «Nosotros no somos muy del CIS, somos más del Cid. A nosotros nos gustan las reconquistas». Pero Abascal no es el único gracioso del partido. Ortega-Smith en su convalecencia hablaba de la batalla entre «los virus chinos y los anticuerpos españoles» como si fuera un chiste.

Hay un momento temprano en el libro de Klemperer en que relata que un antiguo estudiante le contó cómo, con sus amigos nazis, habían hecho una «expedición de castigo» contra sindicalistas. Se lo contó como una broma. Pero le heló la sangre. Porque la cuestión no es la risa, sino la desigualdad que se establece en cada caso entre la fuerza de quien se ríe y la de quien es objeto de risa. No es lo mismo Charlot burlándose de Hitler que Trump de la población latina. El humor fascista degrada a las víctimas. El humor revolucionario a los verdugos. El humor de Torrente es ambiguo porque degrada a ambos. El humor revolucionario habla del triunfo de la vida sobre la muerte. La forma del humor del fascismo incorpora materialmente la muerte que produce, subrayando el triunfo de quien puede causarla. Esto lo sentimos ante la foto de un simpatizante de Vox que escribió con liebres muertas su compromiso con el partido, con una estética de la violencia que inevitablemente recuerda viejas escenas de cacerías de hombres y animales, y mensajes políticos escritos con sus propios cadáveres (imagen 2).

Esta última imagen obviamente no responde a la voluntad comunicativa del partido, sino a una simpatía capaz de interpretar la poética de Vox con total autonomía. Sirve para advertirnos sobre la activación de militantes y simpatizantes neofascistas en diversos foros, primero digitales, pero también físicos, en una movilización marcadamente «molecular», como es prototípico en un partido-movimiento. Hablamos de fenómenos grassroot como la empresa Desokupa, dirigida por Dani Esteve, que organiza desahucios contra toda suerte de inquilinos irregulares, tras la criminalización de los movimientos antidesahucios que habían sido centrales a la altura de 2012. Una alta funcionaria nos informó sobre la participación disruptiva de activistas voxeros en cursos de formación profesional para impedir la libre discusión en materia de género. La infiltración del partido en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado está entre las cuestiones más asustadoras. En la actualidad, el sindicato policial Jusapol replica irónicamente las técnicas organizativas de los movimientos antiausteridad entre 2012 y 2014 y organiza escraches contra representantes municipalistas. El 3 de marzo de 2020 celebró una manifestación delante del Congreso de los Diputados que por fuerza remitía a las campañas de «rodea el Congreso» de 2012. Por si quedase alguna duda de la coincidencia, se ataviaron con las máscaras de Anonymous para la ocasión (imagen 3). Son los símbolos de un cambio de época. Con la entrada de Vox en el ayuntamiento de Madrid, se descolgó el cartel de «Refugees Welcome» que lo adornaba para sustituirlo por una flamante bandera española. Aquella noche un ejército de moteros recorría las calles peatonalizadas de la ciudad celebrando su reconquista. Si en 2014 los dirigentes de Podemos afirmaban querer ser el «equivalente político de la selección de fútbol» (Labrador Méndez, 2020), hoy son los hinchas de Vox quienes gritan el «a por ellos, oé», de la afición deportiva de La Roja. Quizás el grito comenzó en el otoño de 2017 para despedir a los retenes de la Guardia Civil camino de Catalunya ante el referéndum del 1 de octubre, pero ese «a por ellos» hoy representa una inquietante vocación irresuelta.
La estrategia desregulada de Vox requiere de la intervención individual en redes y foros de internet. Al modo de los militantes nazis en las tabernas obreras de la República de Weimar, los trolls ultraderechistas buscan no tanto convencer a sus adversarios, sino impedir el funcionamiento autónomo de una esfera pública. El activista tipo se corresponde con un agente espontáneo (más o menos consciente de su labor) que se centra como prioridad en pocas cuestiones, de forma muy emocional, indignada y personalizada, aludiendo a menudo a sí mismo o a la supuesta desgracia de una persona cercana, lo que facilita su difusión en redes sociales. Además de los ciberactivistas puestos en nómina, existen figuras similares más mediáticas como Spiriman o Álvaro Ojeda —ambos importantes en el espectacular resultado de la formación en Andalucía— y, en un estadio intermedio, encontramos gente anónima, o militantes que se hacen pasar por anónimos, produciendo videos, reportajes y entrevistas por Instagram, en lo que llamaríamos «periodismo de partido».

En este contexto microsocial, de reacción a la agenda quincemayista, Vox emerge como un híbrido de tradición y modernidad diseñado para la ocasión. En parte constituye tan solo la escisión del ala derecha del Partido Popular, a la que se incorporan un número importante de cuadros provenientes del fascismo extraparlamentario,17 con su inconfundible parafernalia. No, nunca olvidaremos al candidato Jorge Bonito vestido de nazi celebrando el cumpleaños de Hitler entre runas y banderas.18 Pero a pesar de estas «caídas en lo real», Vox ha sabido cargar, en términos discursivos, con su mochila nacionalsocialista eficazmente. Con asesoría del think tank conservador FAES, y a través de la implicación del universo de Aznar y del puente aéreo Bajardí-Bannon, Vox articula una propuesta de vuelta al orden, apetecible para muchos tras la pérdida de credibilidad del Partido Popular después del juicio por corrupción de la red Gürtel y de la subsecuente dimisión de Rajoy. Pero si es cierto que Vox estudió la campaña electoral de Podemos en 2015, y supo replicarla desde sus propios códigos en 2019, al tiempo también el PSOE actual desempeña una política de divide et impera entre la derecha semejante a la que el PP jugó en su contra cuatro años antes, radicalizando el electorado popular a favor de los verdes.
Desde una perspectiva discursiva, por su focalización en la «anti-España», el lenguaje de Vox se asienta en la genealogía del pensamiento conservador español moderno, pero por sus prácticas comunicativas, se sitúa al tiempo en la onda larga de la derecha neoliberal contemporánea. Son la nueva generación del Spanish neocon (Carmona, García y Sánchez, 2012), herederos por tanto de las rupturas protagonizadas por Libertad Digital y Jiménez Losantos hace quince años, y parte de una nueva galaxia publicitaria en la que brilla con luz propia Okdiario. La estrategia del partido y de estos medios, coordinados por su ideología, toma la forma de una guerra cultural permanente a la americana (Hunter, 1991). Abascal se propone como la nueva encarnación del padre exigente nacional-católico, frente a la madre comprensiva social-demócrata, por remitir a los dos modelos paradigmáticos establecidos por Lakoff (2007). Muchos elementos de guerra cultural los traen directamente de Estados Unidos, a veces sin desembalar, como las polémicas por el supuesto derecho de los padres a educar a sus supuestos hijos en los dogmas católicos (el llamado «pin parental»). Pero los elementos polémicos que más éxito han tenido son locales, de los que son más evidentes aquellos que remiten a la cuestión catalana. Al fin y al cabo, en España tienes medios que abren telediarios con niños enfermos de cáncer que quieren ser toreros y gente que les desea que se mueran por Twitter.
Los ejes discursivos a través de los que Vox elabora su lenguaje son múltiples y ya los hemos presentado. En las próximas páginas queremos detenernos aún en las dos dimensiones de su discurso que más importantes nos parecen. De un lado, nos interesan sus modos de configurar un discurso antagónico por medio de la figura de «los progres», como encarnación de los «enemigos de España», movimiento que entraña, al tiempo, la resemantización de las mismas nociones de «fascismo» o «dictadura». Por otro lado, queremos explorar la cuestión doctrinal (y pararreligiosa) de la «unidad de creencia» alrededor de la noción de «España», que resulta estructural en el discurso de la Lengua de la Extrema Derecha Populista. Por último, ofreceremos un análisis de la intervención de Santiago Abascal en la sesión de investidura de las Cortes en 2020 para observar cómo esos tropos se ponen en escena de manera ritual.
La construcción del enemigo: Los progres, traidores a España
José Antonio Primo de Rivera para mí es uno de los grandes hombres de la historia. […] Se enfrentó, como nos estamos enfrentando todos, a los enemigos de la patria. Los enemigos de la patria van cambiando de nombre y forma, pero siempre son los mismos (Ortega Smith, 2019).
Vox es un partido que se define mucho antes por su uso del lenguaje que por sus propuestas programáticas. Éstas son apenas el reflejo negativo de las ideas de sus adversarios. Si aquéllos defienden el estado de bienestar, Vox la bajada de impuestos. Si aquéllos autonomías, Vox el Estado centralizado. Frente al independentismo, Vox quiere excepcionalidad penal. Quiere recuperación de la «familia tradicional» frente a su «amenaza» por los avances del feminismo y el movimiento queer. Pero en términos lingüísticos, la lengua de Vox, como la propia LTI, apenas crea palabras nuevas, sino que inflexiona y combina otras existentes que luego solo repite. Si Klemperer hablaba de cómo, bajo la LTI, algunos conceptos con significado negativo o neutro adquirieron resonancias positivas (como «expedición de castigo» o «fanático»), Vox parece operar al revés, pues gracias a su trabajo en el lenguaje consigue convertir significantes favorables o ambiguos en conceptos altamente negativos. Con ello buscan presentar como «traidores» o «enemigos de la patria» a ciertos agregados sociales.
La retórica del enemigo permea la discursividad de Vox, pero el partido deposita en su secretario general y número dos, Javier Ortega Smith, sus mensajes más nítidamente antagonistas. Este abogado de expresión bronca, pasado falangista y pasión por el mundo militar ejerce de una suerte de garantía identitaria para los seguidores más ideologizados. Mientras que los demás dirigentes de VOX modulan su discurso según la audiencia mostrando su cara más amable, Ortega es consistente. Quizá no sea el más brillante, pero sí el que sabe odiar de la forma más honesta. Y, cada vez que puede, nos lo recuerda, como en su discurso de octubre de 2019 en el Palacio de Vistalegre, ante doce mil seguidores fervorosos —récord de afluencia de Vox—, desde un espectacular escenario presidido por dos pilares verticales. Éstos evocaban las columnas de Hércules, las Américas de un futuro imperio electoral (imagen 4).
Queridos amigos: hace un año, en este mismo escenario, hacíamos memoria recordando a los valientes, a los héroes que nos precedieron. Recordando a los héroes de Lepanto, que pararon la invasión islamista en Europa [aplauso]. Creo que es importante que hagamos memoria de nuestra historia. Porque como todas las naciones, la historia tiene luces y sombras, héroes y villanos. Y hoy nos toca hacer memoria de eso de lo que algunos nunca se quieren acordar. De la memoria de los traidores. Ayer, día 5 de octubre, se cumplía el 85 aniversario de la mal llamada huelga revolucionaria de 1934 en Asturias, donde el Partido Socialista, el Partido Comunista y la UGT provocaron mil cuatrocientos muertos (Ortega Smith, 2019).

Además de un homenaje a héroes y caídos, el discurso de Ortega fue una causa general contra la «anti-España». Tras justificar la represión de los comuneros asturianos, acusó de ser responsable del «asesinato de ocho mil españoles» al presidente de la «Generalidad» durante la Guerra Civil. La ejecución de Lluis Companys o las matanzas de Asturias constituyen dos de los ejemplos más claros de víctimas civiles a manos del general Franco, pero Ortega no buscaba ejemplos más representativos del terror rojo, porque lo que pretendía era presentar a «progres» y «separatistas» como asesinos, con lo que negaba al mismo tiempo su condición de víctimas. Es un modo de matar dos pájaros de un tiro en la guerra cultural. Para edificar tal disparate histórico, Vox cuenta con una poderosa comunidad autorreferencial, sustentada en un consolidado aparato mediático y editorial, el neofranquismo que, desde comienzos de siglo, reaccionó contra el emergente movimiento memorialista reeditando la entera propaganda del régimen. Publicistas y tertulianos de extrema derecha como Pío Moa o César Vidal publicaron libros revisionistas, con gran promoción mediática y éxito de ventas. Dieron batalla en un ámbito de la guerra cultural en el que, hasta entonces, la derecha posfranquista partía con gran desventaja. Y lo hicieron muy bien. De esa experiencia bebe hoy Vox.
Si tachar a los rivales políticos de asesinos no resulta extraño en la crispada política española, la novedad que aporta Vox consiste en acusarles además de «traidores a España», como consta en los tres discursos más importantes de Ortega Smith («Vistalegre #EspañaViva» en 2018, «Vistalegre Plus Ultra» en 2019 y «Vistalegre III» en 2020). Su estructura, como anunciábamos, se organiza desde una retórica típicamente neofranquista, evoca el cortejo de «héroes de España» que, de Lepanto a la Patrulla Águila, combaten las «amenazas» de la nación en aguas griegas o cielos catalanes. Pero estos héroes, enunciados de pasada o reciclados de otros discursos, apenas cumplen el papel de introducir el tema principal: la existencia de una doble amenaza «exterior» (migrantes) e «interior» (separatistas) que pone en peligro la continuidad misma de la nación española gracias al concurso de un numeroso grupo de «traidores a la patria» (progres). Se trata del viejo tema de la «pérdida de España» por la acción del perverso conde don Julián, que para vengarse del rey Rodrigo entregaría su reino «a los árabes». No en vano este fantasma articula la imaginación española contemporánea, como inquietante «retorno de lo moro» (Flesler, 2008).
El relato de este doble peligro, interior y exterior, organiza el discurso político de Ortega. La amenaza extranjera la representa una supuesta «invasión islámica» que, a través del «vientre de las mujeres» migrantes, produce una «desestabilización demográfica», parte de un plan elaborado por «países árabes», apoyados por «mafias» y ONG para sustituir, con el paso del tiempo, a la población blanca de España por una prole musulmana. Esta teoría conspirativa se alimenta de imágenes de migrantes tratando de cruzar el Mediterráneo o saltando la valla de Melilla tomadas de los informativos de 2017 y 2018. Aunque las cifras migratorias de estos dos veranos hacia España eran ínfimas en relación con los flujos migratorios habituales en y hacia Europa, gran parte de los medios de comunicación enmarcaron aquella situación como una avalancha incontrolable. En este sentido, resulta muy elocuente que Abascal decidiese dar uno de sus discursos clave en la playa del Tarajal, en el que solicita la inmunidad de los guardias civiles acusados haber causado allí la muerte de catorce personas en febrero de 2014.
Además de como «invasión», la «amenaza exterior» se articula también como «inseguridad». Paradójicamente, a medida que España se ha ido convirtiendo en uno de los países con menos crímenes de Europa,19 los sucesos violentos han ido ocupando cada vez más espacio en los telediarios y magazines matinales de televisión, en especial desde la crisis de 2008, que afectó de forma intensa a las plantillas de periodistas. Se trata de una información que no solo atrae con rapidez la atención del espectador, sino que además es barata de producir, pues casi siempre la única fuente de las noticias es la policía, que se muestra encantada de suministrar toda la documentación escrita y visual necesaria, y su interpretación si hace falta, para promocionar su labor e imagen pública. Estos magazines policiales e informativos (entre los que destacan los de Tele 5) crean una constante sensación de inseguridad que impulsa la xenofobia, pues lo más habitual es escuchar que un determinado sospechoso tiene nacionalidad extranjera. La procedencia sustituye entonces otros datos que los sociólogos consideran en realidad relevantes como factores de criminalidad directa: la edad, el nivel educativo y el contexto local de acogida (Alonso-Borrego, Garoupa y Vásquez, 2012; Martínez y Lee, 2004).
Si bien la derecha española ha utilizado periódicamente (no siempre) la pretendida delincuencia extranjera como arma política, Vox aporta una novedad: la criminalización de los migrantes más vulnerables. El caso más llamativo es el de los menores extranjeros no acompañados, los denominados menas, en uno de los neologismos más caros de la LEDP. Estos niños y adolescentes, recogidos en centros de internamiento, se convirtieron en el blanco de los ataques de Vox, que los acusaba de «delinquir y atemorizar a la población».20 Las palabras algunas veces matan: por efecto de esta campaña de odio, jóvenes migrantes sufrieron varias «expediciones de castigo» con porras21 y a comienzos de diciembre alguien lanzó una granada militar, que no llegó a explotar, contra uno de estos centros de Madrid. La criminalización inédita de colectivos de víctimas —civiles asesinados en guerras, migrantes nadando ahogados por la policía y niños huérfanos agredidos— produce escándalo, pero éste logra automáticamente situar el foco en los líderes y la agenda de Vox. Sus publicistas, si bien no convencerán más que a una minoría en el caso concreto de cada uno de sus ataques, sí lograrán que todo el mundo los escuche y se acostumbre a su léxico. Mientras, aquéllos que los cuestionen serán tachados de «buenistas» y de ejercer una «pretendida superioridad moral», cuando no directamente de «censurar» o imponer su «dictadura progre». Es así como funciona la LEDP.
Si la «amenaza exterior» es racista y xenófoba, la «amenaza interior» la encarna en primer lugar el «separatismo» como directa «amenaza a la integridad territorial de España». Estamos ante la mater dolorosa (Álvarez Junco, 2001), esto es, la representación de la nación corporizada como mujer, capaz de recibir daño y de ser «desmembrada», con independencia de que sus habitantes sigamos estando enteros. Gracias a tal concepción mística de la unidad, la represión policial del referéndum catalán del 1 de octubre de 2017 fue comprendida en clave de defensa del honor violado de la nación, lo que supuso la explosión de Vox en los sondeos de intención de voto, y la criminalización de los cerca de novecientos heridos denunciados por la Generalitat. Un año después, las imágenes de contenedores quemados en protesta por el recuerdo de aquellos sucesos llevaron al partido a solicitar la aplicación del «estado de excepción» en Catalunya. Ortega lo recordaba dramático meses después: «En la Barcelona separatista […] la bandera se arrió de nuestras instituciones, el himno fue insultado, la Corona fue despreciada, las calles se convirtieron en unas calles sin ley». El imaginario del vacío de poder quiere activar el fantasma de la Revolución del 36, al igual que las descripciones de las supuestas agresiones a los sacrosantos símbolos nacionales nos recuerdan antiguos relatos de las profanaciones rojas.
Pero a pesar de los «ataques» de inmigrantes o independentistas, la más importante de las categorías narrativas de la LEDP la encarnan los «traidores», es decir, aquellos españoles que no combaten a los enemigos imaginarios de la patria, ya sea por «tibieza», como Mariano Rajoy, o por «complicidad» con sus formas de pensar y de actuar, como Sánchez e Iglesias. Traidores son, fundamentalmente, «los progres», es decir, cualquiera que no considere al separatismo o a la inmigración como la principal amenaza para España. También los «comunistas», a los que se refiere Ortega como una sección aún más odiosa de aquellos mismos «progres», pues son a la vez «enemigos interiores» y «traidores». En el fondo, todo cabe. No en vano «progre» fue la noción peyorativa más empleada por Vox en sus redes sociales durante 2019. Su uso y saturación representa una importante novedad lingüística respecto al clásico «rojo» con el que el franquismo aglutinó a sus enemigos. Si «rojo» reducía cualquier postura antagónica (socialistas, republicanos, libertarios, feministas, masones, librepensadores) al marxismo más radical, lo que define al «progre» es su «buenismo», es decir, su desprecio ante las grandes «amenazas contra España» que Vox denunciaría. Otros rasgos de «buenismo» son la creencia «inocente» en que los problemas puedan resolverse mediante el diálogo y la solidaridad, y también el uso de un lenguaje respetuoso hacia las minorías o «políticamente correcto».
«Rojos» y «progres», sin embargo, tienen algo en común: sus valedores se constituyen automáticamente en «malos españoles» porque sus creencias, en ambos casos, proceden del exterior y, por lo tanto, no pueden representar «el ser de España». Si el «comunismo» venía de la Rusia soviética, el «buenismo» se considera parte de una ideología «globalista» más difusa y extensa, propagada por la fundación Open Society y otros poderes oscuros (muchas veces judíos, gays e incluso, oh, sí, algo masónicos) que, por un odio primordial, buscan minar el espíritu nacional de los países. Esta fabulación permite a Vox ofrecer también para sus seguidores no católicos una explicación simple y comprehensiva del mundo, bien propia de la sociedad occidental actual y de sus extendidas teorías de la conspiración (Latour, 2004: 5), pero también consecuente con los usos del fascismo clásico (Eco, 2019: 13).
El plan para España de estas fuerzas sombrías, según atisba Vox, será el recrudecimiento insoportable de las dos amenazas, interna y externa, resultante en la más que posible «desmembración» o «islamización» del país. Porque, por ponerlo en palabras del primer Adolf Hitler: «Las palabras-impacto que hablan de “tender puentes entre todos los antagonismos”, de fraternización, de tregua y otras similares minaron la fuerza del pueblo alemán hacia adentro y hacia afuera». Pero donde la LEDP veía «buenismo globalista» e islamización, otros vieron «judaización». Así, «la consecuencia inmediata de una política tibia es la judaización de la nación alemana, porque el judío no renuncia a su propia nacionalidad» (Hitler, 1923). Por eso, mediante su énfasis en denostar el diálogo y la solidaridad «buenistas», Vox se acerca, pues, más al fascismo de los años treinta y cuarenta que al tardofranquismo. El concepto «buenismo» dispone de otra ventaja adicional: permite a Vox zaherir a sus verdaderos rivales políticos, la «derechita cobarde» que no siempre se atreve a burlarse de los derechos humanos para combatir las «amenazas de España» y a los partidos de izquierda.
Asociado a «buenista», el significante «progre» era un concepto ambiguo, cuando no positivo, hasta hace pocos años, pero hoy posee connotaciones cada vez más negativas, como resultado de la devaluación política del PSOE histórico, su principal adalid, y de la acción sostenida de la extrema derecha mediática. Para transformar la palabra «progre» en un estigma que sirva para marcar no solo a los militantes del PSOE, sino a cualquier ciudadano que no se muestre suficientemente derechista, la LEDP sitúa la palabra en el campo semántico negativo tradicionalmente asociado al fascismo: «dictadura progre», «demagogia progre», «progres liberticidas», «el rodillo ideológico de los progres», la «mordaza progre» o, incluso, el «fascismo progresista», en una táctica importada de Norteamérica —practicada por Goldberg (2007), inventor de un supuesto liberal fascism—. Al igual que los relatos históricos que cuentan una historia favorable de la ultraderecha mientras convierten a las víctimas en verdugos, este arriesgado juego con las palabras al mismo tiempo increpa al enemigo «progre», y resignifica de manera positiva los rasgos característicos de la propia marca política: «fascismo» y «nazismo». Porque, al menos a partir de 2019, Vox recupera productivamente para su causa ambos conceptos.
Valga hacer como Klemperer para explicarlo: contar una experiencia vivida, una tarde de otoño de 2019 en un centro social autogestionado de Vallecas. En una de las pocas burbujas que aún resisten frente a la permanente mercantilización de la ciudad y el ultranacionalismo de sus nuevos señores, entre emblemas de solidaridad, horizontalidad y antifascismo, un grupo habla sobre ecología y consumo responsable. Uno de los organizadores, un chico bastante joven y bien informado, discute la imposibilidad de la pureza y la coherencia total en el movimiento ecologista. Hay bastante consenso. El chico va un poco más lejos, y se queja de aquéllos que insidiosamente llaman la atención a quienes no separan la basura o no comen alimentos orgánicos. Dice: «Yo llamo a esto el fascismo de los ecolopijos». Los demás ríen su ingenio y continúa la conversación.
Ese uso de la palabra «fascismo» para denominar a quien llama la atención de otro por su falta de coherencia, de autorreflexión o de compromiso ético es a todas luces novedoso. Si algo caracterizó al fascismo histórico fue la defensa de la ley del más fuerte frente a los valores morales cívicos. Los fasci di combattimento italianos, por ejemplo, no destacaron por apelar a la conciencia y la reflexión de los ciudadanos. Imbuidos por el culto a la fuerza, a la novedad y al afán de poder a través del que D’Annunzio tradujo las ideas de Nietzsche, la imposición de la propia voluntad mediante hechos consumados, violencia y terror resultaba un fin en sí mismo. Precisamente quienes con más fuerza recibieron sus ataques (comunistas y libertarios) eran los que más reclamaban a los demás una necesaria coherencia moral, en especial si notaban falta de valentía o de compromiso para defender sus ideas. El chico del centro social estaba, en definitiva, usando la palabra «fascismo» para denominar lo contrario de lo que ha significado históricamente. La LEDP, en su labor de criminalización, actuaba por cuenta propia, a través de él y sin su concurso.
Este cambio en el concepto de «fascismo» es una de las estrategias discursivas centrales de Vox. Tras compilar las nociones más repetidas en sus redes sociales oficiales durante 2019, vemos que «fascismo» es una de ellas, parte de un campo semántico que incluye «totalitario», «dictadura» o «liberticida». Estas palabras no refieren en ningún caso a la supresión de derechos civiles, la persecución policial de opositores políticos o el terrorismo de Estado propios de las dictaduras. Tampoco a la ideología ultranacionalista, violenta y xenófoba típica del fascismo. En su lugar, hablan de «dictadura progre» para referirse a la apelación moral y al lenguaje de las izquierdas respecto al feminismo, el racismo o el ecologismo. De esta manera, por ejemplo, si alguien hace un comentario xenófobo y otro le llama la atención, bajo este marco discursivo, el «nazi», o el «fascista» sería el segundo. La «censura», en esta misma línea, no es ya algo que ejerce el Estado a través del control de contenidos, secuestro y cierre de medios de comunicación, o través del encarcelamiento de quienes expresan opiniones contrarias al Gobierno. La «censura» dentro de la LEDP es precisamente este acto de discutir con alguien cuando se percibe que falta el respeto a un colectivo oprimido. Alguien «censurado» ya no es quien se enfrenta a detenciones, multas, confinamientos, torturas o ejecuciones por expresar su opinión en forma pública, sino tan solo aquél que ve su opinión o su lenguaje cuestionados o denostados de manera pacífica por otros civiles desarmados. La desvinculación entre mensaje y referente material que se acentúa en la posmodernidad (Latour, 1991: 5) tiene, en este caso, un efecto de invisibilización de los mecanismos mediante los cuales el Estado ha ejercido históricamente su poder de control lingüístico sobre y a través de los cuerpos y los objetos.
En el corazón de la LEDP: La unidad de creencia alrededor de España
Como señalamos, el relato de Vox se articula en la tensión entre las «amenazas» y los «traidores» a la patria. Frente al demos ideal de la LEDP, la «España viva», que integrarían los votantes y simpatizantes presentes y futuros de los «partidos constitucionalistas», nos encontramos que el pueblo apátrida de los «traidores» no para de crecer. Lo conforman «progres» y «separatistas», «globalistas», «ilegales» y «la dictadura de género», si atendemos a los propios discursos del partido. Pero sus seguidores a su vez amplían este campo semántico basado en la ridiculización. Así añaden términos como «horda podemita», «ecolojetas», «feminazis», «animalistos», «pijiprogres», «nazionalistas», «perroflautas», «podemierdas», «catanazis», «oenejetas», «bilduetarras» y «castuzas», junto a otros más generales como «moros», «sudacas» o «panchitos». En conjunto, forman parte de un exuberante glosario del insulto, que convierte potencialmente a cualquier usuario de un teléfono móvil en un activo creador de LEDP, algo antes restringido al genio de locutores como Jiménez Losantos, quien puede reclamar con justicia la paternidad de algunos de los términos antes citados. El objetivo no declarado de esta estrategia lingüística basada en el insulto consiste en dividir polarizando la sociedad española de una manera inédita desde la transición, lo que dificulta el diálogo entre posturas distintas y transforma los imaginarios sociales a través de la lógica estadounidense, de un «mercado de identidades» radicalizadas, con un progresivo reparto de regiones, ciudades, pueblos, espacios públicos, locales de ocio y grupos sociales (online y offline) orientados hacia uno u otro de los dos bandos de la guerra cultural global que hoy se da en el planeta americano.
De esta forma la LEDP, al mismo tiempo que fomenta la creación de comunidades autorreferenciales aisladas o enfrentadas entre sí dentro del territorio español, enuncia su deseo de lograr la «unidad de España». ¿Y por qué querrían estos seguidores de Vox estar «unidos» a semejante cantidad de traidores a la patria? Se trata, y no, de un elemento propagandístico más. La ambigüedad de los términos «unidad» y «España» permite una doble lectura, según quién sea el receptor del mensaje. Por un lado, Vox trata de presentarse ante el resto de la sociedad y de las instituciones como una alternativa razonable. Para ello, su idea de «unidad» de la nación se acompaña de otros significantes conocidos, como la «reconciliación» de los «hermanos» «separados por la Guerra Civil». Al tiempo, el significante «España» busca incluir a todos los ciudadanos «cualquiera», como aquellos «que cada mañana madrugan con la esperanza de sacar adelante a su familia», independiente de su procedencia o ideas. Esta articulación propagandística (de resabio neofascista) es la más común en los mensajes que Vox dirige a quienes no son sus seguidores en debates televisados, entrevistas y programas electorales. Resulta útil en la guerra cultural trabajar con nociones conciliadoras, inclusivas, pues permite culpar al otro bando del origen y mantenimiento del conflicto. Sin embargo, mientras cuida su exposición mediática, Vox sigue usando la noción de «unidad de España» también en clave interna. Sus seguidores corean con fervor en los mítines que «España, unida, jamás será vencida» mientras despliegan sus narrativas de odio hacia más de la mitad de sus convecinos, con los que, desde luego, no tienen muchas ganas de juntarse. Pero ellos saben bien que están diciendo otra cosa.
Como anticipamos, la genealogía del concepto de «unidad» se halla en el corazón de la Lengua del Nacional-Catolicismo español (LNC), la tradición del pensamiento nacionalista conservador que proviene del siglo XIX, y que encuentra en Menéndez Pelayo su fundación teórica. Suyo es el concepto de «unidad de opiniones» y de «unidad de sentimientos» que harían posible convertir de nuevo a España en una potencia soberana (Menéndez Pelayo, 1881: 617). La concepción política del término «unidad» en Pelayo no es disimilar a la «unidad en el espíritu y en la voluntad de la nación alemana» que aclamaría Hitler (1933) medio siglo más tarde. Ambas tienen un origen común en el romanticismo alemán. La idea de Volkgeist, de «espíritu del pueblo», entró en España a comienzos del siglo XIX por el eje Cádiz–Hamburgo gracias al romántico absolutista Juan Nicolás Böhl de Faber. Los escritores españoles conservadores la adoptaron con rapidez, como reacción a las ideas republicanas y universalistas que había extendido la Revolución francesa, con lo que se configuró así la corriente estética principal del nacionalismo conservador, a la que Menéndez Pelayo habría de ofrecer su corpus doctrinal. Como señala el historiador Álvarez Junco (2001, 28), en la construcción de esta noción de «unidad nacional» como «unidad de creencia», «Balmes había puesto la primera piedra, los neocatólicos habían continuado el edificio y Menéndez Pelayo lo había coronado». Para ello, habría de elaborar la noción de la anti-España en su titánica Historia de los heterodoxos españoles (1882), en que relata la vida y pensamiento de aquellos que, a lo largo de la «historia nacional», se habían opuesto a la idea de unidad religiosa en torno al catolicismo, ayudando sin embargo a definirla. Para Pelayo, solamente esta «unidad de creencia» podía asegurar la «unidad de opiniones y sentimientos» que garantizara «vida propia y conciencia de su fuerza unánime» al pueblo español (Menéndez Pelayo, 1881: 832-833).
Esta es la base de la Lengua del Nacional-Catolicismo, en la que «confluye la crítica a la modernización y secularización de la sociedad del tradicionalismo católico, con el miedo a la revolución social y al separatismo vasco y catalán del nacionalismo autoritario y conservador español» (Álvarez Junco, 2001: 463). De este modo, vemos que el concepto de «unidad» dentro de la tradición nacionalista española fue creado, por tanto, de forma indisociable de la idea de un enemigo interno (los «heterodoxos») que, en cada época, sigue amenazando la patria. Su historia sería la historia de sus guerras ideológicas: herejes que cuestionaron los dogmas católicos, laicos que separaron Iglesia y Estado, ilustrados que creyeron en la autonomía del ser humano, librepensadores que basaban sus juicios en la ciencia, republicanos y socialistas que promovían otro orden social, comuneros y rojos que trataron de realizarlo. Pero, como soñaba Menéndez Pelayo, tras la Guerra Civil, la nación y el catolicismo se refundieron finalmente en una misma entidad político-ideológica (el Estado Nuevo), que la frase «Caídos por Dios y por España» perfectamente resume. O, en palabras de José Corts Grau (1946: 1), «la nación y el Estado han vuelto a encontrarse al cabo de tres siglos, y [así] volvemos a ser españoles por la gracia de Dios». Tras la muerte de Franco, la vieja lucha recomienza; y, en nuestra época, este enemigo metafísico se encarna como «progre».
Al igual que la noción de «unidad», la idea de «España» también opera dualmente en la LEDP, de forma abierta hacia fuera, como un «significante vacío», y de forma cerrada hacia dentro, como una noción criptofascista. Así, en cualquier espacio mediático, los dirigentes de Vox enuncian «España» a secas, lo que puede entenderse desde nociones inclusivas o «blandas» de la nación, como territorio compartido, población conectada, normas comunes, costumbres o selección de fútbol. A pesar de esta aparente levedad, la España a la que se refieren los dirigentes de Vox otras veces articula sentidos mucho más concretos. Así, un tuit del 25 de abril de 2019 nos avisaba que «el alma de España se ha despertado para defender su unidad, su libertad, sus valores y su independencia». Alma española convoca el vocabulario regeneracionista y la metafísica unamuniana. Todavía en conexión con el 98, otros oradores de la derecha, como Pablo Casado (líder del Partido Popular y emisor habitual de LEDP, a pesar de no estar en Vox), evocan una «España eterna», «compuesta por todos los que han sido, los que son y los que serán», cuya «hora» ha sonado ante el coronavirus.22 De esta forma, comprobamos cómo los líderes derechistas saben rendir tributo a la tradición metafísica española. Sin embargo, el único partido que hoy se atreve a reconocer explícitamente sus fuentes ideológicas es Falange (FE). Como afirman en su programa electoral, «la Patria es la única unidad orgánica de convivencia y de destino común de todos los españoles; es la proyección espiritual colectiva, la misión, la empresa diferenciada cuyo sentido histórico se fundamenta en la fidelidad, generación tras generación, a la idea fundacional de España y a nuestra tradición española católica frente al pensamiento liberal de la modernidad». Solo si la nación es entendida como una entidad metafísica, eterna e indisociable de una forma concreta de pensar, puede comprenderse que, para los fieles de Vox, España esté más unida cuanto más se enfrenten a sus enemigos internos. No importa que éstos sean más de la mitad de su población actual, lo importante es que triunfe «la verdadera España» que los combate. Al cabo, ¿cuánto importan unos pocos millones de vivos frente al cortejo heroico de «los que fueron»? Quizá no Unamuno, pero José Grau sí que estaría orgulloso de sus herederos contemporáneos.
Fragmentos de un discurso odioso: La lengua de Santiago Abascal en la investidura de Sánchez
Algunos ingenuos pensaron que la podían liquidar en octubre de 2017 y se llevaron una sorpresa cuando descubrieron la España de los balcones y de las plazas, que no es otra cosa que la expresión de España como hecho existencial (Abascal).
Como ejemplo orgánico de todo lo expuesto, nos gustaría concluir con el análisis de una lograda pieza de oratoria neofascista: el discurso de Abascal en la sesión de investidura de Pedro Sánchez el 22 de julio de 2019. Se trata de un compendio de los lugares comunes y de los códigos de la LEDP que, al tiempo, se articula en clave interna y externa. Representa también la puesta de largo de Abascal como líder parlamentario. Se dirige ante la cámara ofreciendo el relato de su lucha, que cruza, siguiendo el ejemplo hitleriano, biografía e historia, destino individual y colectivo, tradición y futuro. Una corbata con caballitos nos recuerda que proviene de una estirpe de equites. Su primer saludo lo dirige a los guardias civiles heridos «en la valla», primera línea en la guerra imaginaria de la derecha populista contra los parias del mundo. Coloca así entero su discurso bajo el emblema de una barrera inmunitaria, justo aquella que, a continuación, Abascal acusa de aplicarse contra Vox, «cordón sanitario» o «política de apartheid», presuntamente dirigido contra «quien se atreve a disentir de la disparatada agenda ideológica» que el Gobierno «progre» estaría articulando contra los verdaderos intereses de la verdadera España.
Abascal comparece advirtiendo de la gravedad de la situación. Los enemigos nacionales traman un «cambio de régimen» izquierdista. Preparan un Estado dentro del propio Estado. Estos son los mismos argumentos empleados por Mussolini para legitimar su propio golpe de Estado, en el miedo a una inminente revolución obrera. Y es que el discurso fascista suele atribuir al otro los propios e inconfesados deseos. Para justificar sus avisos, Abascal nos ofrece un relato histórico de la España contemporánea, en clave de «revolución en marcha». Así retrotrae al «11 de marzo» la crisis del actual régimen, como lo hace FAES, y reivindica por lo tanto el legado de Aznar frente al PP de Rajoy. Para la LEDP, en marzo de 2004, nacen las «dos amenazas» interiores. De un lado, el «separatismo», de otro, los intentos de «derribo de la monarquía parlamentaria» que supuestamente promovería Zapatero tras su supuesta llegada ilegítima al Gobierno. La hipótesis conspirativa a propósito de los atentados del 11M sirve también para movilizar la memoria del terrorismo de ETA. Sus víctimas se convertirían en los mártires de la España verdadera, que «caían asesinados por el odio separatista». No resultan casuales ni las referencias a los héroes caídos por España, ni la conexión entre ETA, el soberanismo y los apoyos a la investidura de Sánchez. Surge así un Gobierno de «criminales con un [objetivo] político concreto: acabar con España como nación». Antichavismo y anticatalanismo se reúnen entonces en un extraño cóctel de «sediciosos: mitad corruptos, mitad fanáticos».
Frente al caos político, Abascal convoca a la España eterna a reaccionar con tonos líricos de matriz joseantoniana, como esos «hombres del campo y de la mar», ecos de otras criaturas tan queridas por el nacional-catolicismo como son el campesino íbero y el conquistador extremeño. Todos «se pondrán en pie cuando sientan amenazada su patria», y una unión de «obreros», «españoles» y «amantes de la paz» desterrará «de las instituciones a quienes pretenden dinamitarlas». A diferencia de la Cruzada del 36, esta nueva Reconquista no aspira a establecer ninguna justicia colectiva, sino directamente a combatir «el infierno fiscal» del Gobierno que cobra «impuestos cuando te mueres», «despreciando el mérito y el esfuerzo» y dejando claro que la agenda de las nuevas derechas populistas en lo económico sólo tiene un punto claro: exención fiscal para las rentas más altas. Por el medio, Abascal lucha contra la «disparada agenda de ingeniería social», propia de la «dictadura progre», y contra los «separatistas [que] conspiran contra la Constitución», mientras alaba a «Amancio Ortega, un español hecho a sí mismo».
Otro rasgo típico de la enunciación ultraderechista tiene que ver con el victimismo que invita a justificar violencias futuras. Los miembros de Vox se sienten perseguidos e insultados, «desde que el comunismo popularizó los escraches». Es así que se encuentran en un «permanente linchamiento mediático» y «acoso callejero». Enumerando una serie de «ataques que hemos recibido este curso», acusan al Gobierno de querer «convertir a nuestros votantes en una suerte de monstruos nazis que habría que exterminar». Abascal concluye con una advertencia y una evocación histórica que hoy resuena como amenaza: «Nosotros tenemos mucho más sentido de la responsabilidad y respetamos las leyes y la libertad de las gentes», frente a un socialismo heredero de «Indalecio Prieto» quien, en 1934, «sacó una pistola en este hemiciclo, la martilló y amenazó a la oposición». Hoy sus amenazas vendrían de «las voceras del feminismo», cuya ideología sería «totalitaria y suicida», y del «negocio de dinero y de poder» del lobby LGTBI, encarnación contemporánea de la antigua masonería.
En la cumbre del cinismo, Abascal parece citar a Rancière, para afirmar que el feminismo no puede arrogarse la representación de las mujeres, al igual que «los animalistas no hablan en nombre de los animales a pesar de su discurso irracional», con lo que asume de este modo el problema político de la representación: «Esta ficción política» por la que «unos pocos se arrogan la representación de todos los españoles, incluso los de aquéllos a los que quieren amordazar». Vox sería entonces la impolítica frente a la policía, «la parte sin parte» que trae la voz de los sin voz a un Parlamento convertido en dictadura: «Vox representa a millones de españoles que simplemente no piensan como ustedes y simplemente están hartos de que les digan lo que tienen que pensar […] y lo que tienen que decir […] los enemigos de la unidad nacional y de la democracia». En su entrada en «la sede de la soberanía nacional», Vox supo replicar el discurso del ruido legítimo con el que irrumpió Podemos en ese mismo espacio cuatro años antes.23
Coda: La primavera última y el fascismo de los balcones
Cuando comenzamos la escritura de este texto, no imaginamos que un evento imprevisto viniese a alterar radicalmente el mundo que habitábamos. Pero la historia es siempre lo inesperado, y la distancia que abre sobre lo conocido. Hemos escrito sobre una época remota de la que apenas nos separan tres semanas, y ya el estudio de la LTI nos dice cosas que no habríamos sabido descifrar hasta hace pocos días. Ahora podemos pensar desde otro lugar la acción del lenguaje nazi como infección, pues, para Klemperer, el nazismo se extendió con «la virulencia de una peste que aparece en un cuerpo [la lengua alemana] que no había atacado primero» (Klemperer y Schlemmer, 2001: 87). Hoy sentimos mejor lo que esa metáfora convoca. La LTI crece consumiendo el cuerpo que la cobija. Por más que Klemperer la usase pocas veces, la metáfora de una lengua enferma resulta consistente con el biologicismo que dominaba las ciencias literarias en los años de su formación académica. Entonces las lenguas eran vistas como organismos susceptibles de enfermar o de morir, como familias de árboles que crecen y se bifurcan. La comprensión infecciosa de la LTI se articula desde el marco de una «higiene verbal» (Cameron, 1995) que sólo debe comprenderse en clave desnazificadora (Klemperer y Schlemmer, 2001: 1). Pero el estudio de la propaganda de la LTI va más allá, y avanza perspectivas teóricas que descentran la misma noción de agencia humana en relación con el lenguaje. Desde su marco analítico, aquellos para quienes, por su experiencia, la lengua se ha vuelto opaca, ven entre las sombras del mundo. A quienes el lenguaje se les muestra transparente, son hablados por la lengua que les habla. Estamos así cerca de la filosofía política que una generación después desarrollan Deleuze y Guattari o Burroughs, a propósito del carácter viral de las lengua de poder, gracias a su capacidad de parasitar las mentes de sus hablantes, hasta el punto de lograr decirlos. La LTI sería entonces el primer monólogo de un virus.24
Porque estas líneas las escribimos desde otro lugar, donde la lengua de Vox ha dejado de ser viral porque un virus de verdad ha ocupado las lenguas. El mundo que nos servía se suspende y con él los cálculos electorales de las nuevas derechas. Tras meses marcando agenda, la formación de Abascal trata de llevar las riendas en una situación que ni controla, ni puede controlar. Simbólicamente, su cúpula se infectó en el acto que celebraron en Vistalegre el 8 de marzo, como parte de su lucha cultural antifeminista. Hoy habitan la cuarentena virtualmente perplejos. Unos hacen memes, cuentan chistes o responden a la cacerolada contra el rey con aplausos celebrando el cumpleaños de Amancio Ortega. Organizan manifestaciones por Youtube, en las que acusan de genocidio al Gobierno. Su neolengua envejece, pero mantienen su agenda de guerra cultural permanente.
A partir de aquí entramos en tierra incógnita. Quizá las políticas de excepción en régimen de confinamiento y distancia social nos hablan de una forma de inmunidad hasta ahora ignota. Amenaza con nacer de ella otro modo de política y de gobierno. Como señala Preciado,25 la gestión de la epidemia descifra las formas de exclusión propias de la sociedad que las ejerce. El miedo al migrante se transforma en el miedo a los cercanos, al ser querido, al extranjero que hay en el interior de cada cual bajo el cuerpo político del virus. Muy rápidamente nos deslizamos entre lenguajes, de la medicina al terrorismo y de allí al neofascismo: así, si el alcalde de Bergamo habló del partido de fútbol del equipo local contra el Valencia en los términos de una «bomba biológica», la LEDP se apropia de la noción para acusar al Gobierno y al movimiento feminista de haberla «estallado» («el 8M fue una bomba biológica general. […] El mitin de Vox fue todo lo contrario, fue curativo. Purificó»).26 «Hecatombe», «bomba epidemiológica» son otros hallazgos que politizan el virus en clave de «guerra bacteriológica». Pero antes de eso ya hablábamos de la epidemia en clave de ataques con armas químicas, aquéllos para los que veinte años de «guerra contra el terror» nos habían preparado imaginariamente. Hemos pasado de sentir que el «terrorista» podía ser cualquiera, a que podamos serlo nosotros mismos e ignorarlo. Si todos somos potenciales enemigos capaces de sembrar la muerte, todos debemos ser por tanto confinados y aislados, y mejor en un limbo legal y sin juicio. El miedo a los huérfanos de las diásporas globales (los menas) se transforma en el miedo a cualquier niño, y por eso en España los hemos encerrado en sus casas. El espectáculo resulta más inquietante porque tenemos la sensación de haberlo visto ya. De algún modo así ha sido, en películas como Los últimos días (2013), en que una enfermedad misteriosa confina a las personas en sus casas para siempre, mientras sus hijos inmunizados reaprenden las leyes soberanas de la selva. El coronavirus, como todo lo que no hemos vivido pero nos ha vivido y por eso lo reconocemos, es ominoso.
Sobre las calles terribles, solitarias, tuvo lugar la intervención más potente de Vox en el contexto de la actual crisis. Si la imagen de la Gran Vía vaciada constituye un topos apocalíptico local desde que Amenábar filmase Abre los ojos (1997), los diseñadores verdes decidieron poblar la arteria madrileña de ataúdes con banderas de España, en una suerte de retorno fantasmal del Valle de los Caídos para tiempos de epidemia (imagen 5). La nacionalización de los muertos del COVID constituye un intento atrevido de la LEDP de ofrecer su repertorio discursivo al servicio del duelo irrealizable que el régimen actual de confinamiento nos impone. Al tiempo, nos recuerda la conexión necesaria entre espacio público y muerte que el fascismo convoca. Los creativos de Vox tratan de conjurar los fantasmas del virus, frente al estado médico y su régimen de invisibilidad de la muerte. En sus sepulcros digitales duermen los cuerpos incinerados precipitadamente, los ancianos abandonados a su suerte en las residencias, los familiares que no pudimos despedir, el dolor que encierran las cifras inmensas y el que ocultan las estadísticas falsas. Son el equivalente de las imágenes de móviles sin dueño que nos llegan de China o las fosas vacías de Nueva York.

Como nacionalismo 2.0, el lenguaje de la LEDP, y sus genealogías, son solo un ropaje para vestir técnicas de comunicación políticas reaccionarias. En esa tarea puede ser que conecten con sentidos profundos colectivos y logren imponerse. Pero nuestra sensación es que las formas del fascismo que vienen no nos hablarán con voz joseantoniana, ni con poética de Ridruejo. Quizá no estamos todavía preparados para escuchar su idioma, pero tenemos en Klemperer una caja de herramientas para romper sus códigos cuando se necesite. Mientras, en el confinamiento, la lengua se modifica, y de un día para otro hablamos de «infectados», de zonas «contaminadas» y de «distancia social». Apuntemos cómo cambian las palabras. Preparemos nuestros diarios.
Delante de la casa un día de encierro vimos una niña jugando. Luego vino la policía para que no lo haga de nuevo. Quizás al final el fascismo solo surja del enfado que la vida buena produce en quienes la temen tanto. Y es que la proliferación de actitudes censoras entre vecinos y peatones disparan escenas inquietantes, denuncias anónimas, insultos y amenazas, en las que el miedo y la pasión de orden se impone sobre intentos de habitar la cuarentena de formas más flexibles. A estas reacciones algunos las denominan «fascismo de los balcones», que se conecta con «la España de los balcones» de Abascal y Casado, sacando sus banderas rojigualdas en los días en los que en Catalunya votaban la independencia. Sin embargo, la unidad de creencia la marca hoy no la nación, sino el virus, sujeto y predicado de una guerra molecular, imposible, que convierte en soldados y enemigos a todos y cada uno de los cuerpos que administra, y hace de cada casa cárcel, cuartel, tumba, monumento y refugio, campo de concentración, búnker, fábrica, escuela, iglesia, enfermería.
Sin embargo, la fuerza con la que se manifiesta esta realidad —y los sueños de control social que convoca, de vigilancia total y pasaporte biológico— no opaca el conjunto de las prácticas colectivas que la cuarentena puso en marcha. Hay también un antifascismo de balcones y corralas, que desarrolla el diálogo y apoyo mutuo entre vecinos —lo que resulta clave para evitar la desvinculación propagandística entre palabras y realidad propia de la LEDP— y aprovecha los parones producidos en la producción, el consumo y el trabajo. Nuevas formas de heroísmo se manifiestan y aplauden, las de quienes cuidan y limpian, cobran y reparten, frente a los que oficialmente ejercen el mando, la voz o la violencia. Colocamos carteles en apoyo de la sanidad pública que preguntan por los costes en sangre de los recortes de la última década (imagen 6). Hoy esperamos a que nos levanten el encierro. Tal vez un día aprendamos cómo se puede salir.

Referencias
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