A Ana María Barrenechea, muy ligada a Raimundo Lida y a Enrique Pezzoni, y muy presente por cierto en este epistolario, llegué a verla y a escucharla en sus últimos años como directora del Instituto de Filología. Para mí, en los primeros años noventa, cuando empecé a frecuentar las salas de los institutos de la calle 25 de Mayo, oírla era escuchar una voz coral. Era escuchar el rumor —ya un poco lejano— de un archivo: el coro y el archivo filológicos. Y que es que esa voz, vacilante y menguada por los años, era una voz que se entramaba con las de Amado Alonso, María Rosa Lida, Ángel Rosenblat, Daniel Devoto, Enrique Anderson Imbert, Emma Speratti (son todos nombres presentes en este epistolario), es decir, con caminos ilustres de la crítica y de los estudios sobre el lenguaje en la Argentina.
Pero a ellos no, no llegué a verlos. Ni a Lida ni a Pezzoni. No los conocí. No llegué a tiempo para oírlos.
Estas cartas atraen por lo que puede auscultarse en ellas. Por una voz que jamás escuché, por un gesto que no vi nunca. Cartas que no sabemos bien si llegan o no llegan a su destino. Cartas con respuestas que, en casi todos los casos, son respuestas que no conocemos. Recorridos que se intersectan y que se cortan: cartas cuyos destinos no son tanto los puntos de llegada, sino los modos de lectura heterogéneos —los nuestros— con los que se cruzan.
Las cartas entre Lida y Pezzoni lanzan, entre otras cosas, una interrogación por el archivo. Diseñan no tanto una parábola de ida y vuelta, sino un campo que en muchos puntos resulta —para nosotros, lectores que solo accedemos al diálogo, como siempre se accede al archivo, de manera parcial— un campo enigmático.
El archivo es eso: el resto, el residuo de un diálogo. Un diálogo en el que hay algunos puntos, algunas singularidades que no siempre se explican, pero que subsisten ahí, interrogándonos en nuestras propias búsquedas y en nuestras propias inquietudes.
Nombro solo algunas de las búsquedas y de las inquietudes que me despiertan estas cartas. No como ejemplos de algo más amplio, sino más bien como puntos fugaces de una constelación de lecturas.
Hay un entramado institucional al que vuelven todo el tiempo las cartas escritas por Pezzoni. En ese entramado, hay instituciones públicas: el «Instituto» puede ser el de Filología, pero también puede ser el Instituto del Profesorado, donde se formó Pezzoni, donde tuvo entre sus profesores, precisamente, a Lida y donde asumirá un rol importante en los sesenta. Pero hay también instituciones privadas en las que tanto Lida como Pezzoni operan y que dan forma a un campo de la filología extendida con respecto a lo estrictamente académico. Ahí está Cursos y Conferencias, ahí está Realidad, ahí están las editoriales (Losada, Sudamericana, la más modesta Raigal). Ahí está, sobre todo, Sur, de la que Pezzoni llegará a ser, como se sabe, secretario de redacción desde fines de los sesenta.
En un momento, en una de las primeras cartas, Pezzoni se refiere a un texto que se publica precisamente en Sur en dos entregas, de manera discontinua, en 1946 y en 1947. Es un texto significativo, pero que me parece que está un poco sepultado en la inmensa mole del archivo de la revista. Se trata de un testimonio de Giuliana Fiorentino, que había sobrevivido al sistema concentracionario del nazismo y que había publicado en 1946, de regreso a Italia, Questo povero corpo, uno de los primeros libros sobre la experiencia en los campos de exterminio.
Antes que los hoy mucho más famosos escritos de Primo Levi (publicado en 1947, el año de la carta), los lectores argentinos leían en las páginas de Sur la traducción de un relato de aquello que parece intestimoniable, de lo que queda de Auschwitz, de modo que el diálogo entre Lida y Pezzoni, más modernos que todos los modernos, se toca, en un punto, con el testimonio, el testigo y el archivo, y, por el otro, con la reflexión que nos resulta más urgente, en torno a lo biopolítico, a la lengua del testimonio, a la condición de la nuda vida. Se tocan con Vossler, con Croce, con Borges, pero se tocan también con lecturas que nos más cercanas: se tocan con Foucault o con Agamben.
Retomo solo dos cartas de Pezzoni en las que aparece el tema biopolítico. Ambas son cartas de los años 60, una de su período, por lo que parece, bastante aciago, en Atlanta, en la que habla de una política de las «razas» y de los cuerpos en relación con la población afroamericana; otra, ya de regreso a Buenos Aires, en la que narra la irrupción de las fuerzas de seguridad en el espacio universitario en 1966 y los modos de supervivencia en la enseñanza secundaria, en el Colegio Nacional Buenos Aires.
Vuelvo a las cartas iniciales, a las preguntas que deja abiertas el archivo. No logro saber bien por qué Pezzoni habla en su carta de este texto de Giuliana Fiorentino, de ese texto al que yo ignoraba y al que llego gracias a este epistolario. Pienso que acaso haya sido Pezzoni el que tradujo estos textos, y la traducción es una de las actividades en la que Pezzoni construye su figura de crítico y que está por supuesto presente a lo largo de todo el epistolario (la traducción como medio de vida, las traducciones no siempre placenteras a las que debe dedicare en busca de sustento). Pero en el caso del texto de Fiorentino el dato del traductor, cosa rara en Sur, no se registra. Pezzoni alude también a algo que aparentemente Lida le pide que le trasmita a José Bianco, por entonces secretario de la revista, pero la carta en la que se habría efectuado ese pedido no está y no sabemos si es algo sobre la traducción del texto de Fiorentino o no.
Hay algo en el archivo que falta, un hueco que no se llena, que justamente por eso me atrae y me lleva a otras series, a otras lecturas. Giuliana Fiorentino había sido en Milán alumna de Benvenuto Terracini, uno de los grandes lingüistas y críticos del siglo XX italiano. Ambos eran judíos. Mientras que Terracini, que ya era una figura de referencia en los estudios sobre el lenguaje, logra refugiarse con su familia en la Argentina, donde entablará una relación cercana entre otros con Raimundo Lida, Giuliana Fiorentino, en plena juventud, permanece en Europa y atraviesa la experiencia de la deportación y del exterminio. De las cartas surgen así, sin ser nombrados, espectros como el de Terracini, que regresa a Italia al mismo tiempo en que Lida —que en algunas cartas dirigidas al filólogo italiano archivadas en el Centro de Manuscritos de la Universidad de Pavía lo llama «maestro»— parte hacia México, espectros que convocan una de las temáticas que me parecen más fuertes en este epistolario: la de la condición política del crítico, o del filólogo podríamos decir haciendo referencia al campo inicial de formación que compartían Pezzoni y Lida.
Dos experiencias: la de la diáspora filológica (Lida), el ciclo vital y teórico del destierro, que lleva a Lida, nacido en un hogar judío en tierras del antiguo imperio austrohúngaro, de la Argentina peronista primero a México, a través de la mediación de Alfonso Reyes, y, más tarde, a los Estados Unidos, a Harvard, donde asume la cátedra de Amado Alonso, que había sido su maestro en la Universidad de Buenos Aires y con quien se había iniciado en la docencia y en la investigación; la del espacio textualista (Pezzoni), de la dispersión del sentido, espacio atento al carácter, digamos así, sedentario pero al mismo tiempo inestable del texto. En sus diálogos con Claire Parnet, en algún momento Deleuze afirma que el nómade más extremo es el sedentario, equiparable, tal vez, a las máquinas célibes, la más disidente de las sexualidades. En todo caso, la filología migrante y el textualismo asentado pueden ser leídos a través de estas cartas como figuraciones emparentadas de la teoría.
Se diseñan así dos modos distintos, dos modos conectados genealógicamente pero no idénticos, atentos siempre a las articulaciones pedagógicas -y, por ello, fuertemente políticas- de pensar el espacio de la crítica como un espacio que propone un tipo de relación específica con los órdenes del discurso, el Estado, el poder: una forma que, como ha pensado Ottmar Ette en relación con Erich Auerbach —el gran filólogo migrante del siglo XX— no es ni acrática ni encrática; no se instala ni contra ni en el poder, sino que es más bien una forma que establece con él algún tipo de duda, algún tipo de distancia, alguna forma de interrogación: que desconfía de toda imagen de identidad y de comunidad fusional.
Las cartas entre Pezzoni y Lida, como toda carta, instalan una comunidad de ausentes, que en el caso de la filología es, entiendo, la comunidad constitutiva.
Esto nos lleva a otro nombre que sobrevuela estas cartas. En la primera parte del epistolario hay un nombre que retorna con insistencia en las cartas firmadas por Pezzoni. Es el de Karl Vossler, el gran filólogo alemán que forma —junto con Ernst Auerbach, Ernst Robert Curtius y Leo Spitzer— la «cuaderna vía» indeleble de la romanística en lengua germana. El nombre de Vossler aparece en las cartas con cierta recurrencia porque Pezzoni estaba trabajando en la edición de Cultura y lengua de Francia, uno de los monumentos más potentes de esa tradición romanística, que Lida había traducido con Elsa Tabernig en los cuarenta y que dormía en algún escritorio de la editorial Losada para ser publicado en la colección que había dirigido y diseñado en los años treinta Amado Alonso. Solo saldrá en 1955, muy tardíamente, ya caído el peronismo y con Ana María Barrenechea como nueva directora del Instituto, cuando el influjo de Vossler y del idealismo asociado con él ya se había desdibujado. Cuando la voz de Vossler era ya una voz archivada, del pasado.
Las cartas de Pezzoni permiten leer las idas y vueltas, las demoras insoportables de la publicación, que se presenta como un acontecimiento que siempre está a punto de suceder, para, inevitablemente, postergarse, mientras pasan los años, los gobiernos, las revistas literarias, las autoridades educativas, la vida.
En 1949, cuando la correspondencia con Pezzoni es intensa, Lida publica en Sur la necrológica de Vossler, fallecido hacía muy poco en Múnich, como todas las grandes ciudades alemanes, reducida a ruinas durante la guerra reciente. En esa necrológica, hay algo importante que Lida rescata en la obra de Vossler: su crítica a los modos mecánicos y a los cánones discursivos y lingüísticos que comienzan a imperar en la academia y que hace que un modo de intervenir en el que la erudición y la atención al texto se entramen con la subjetividad y la dimensión creativa del crítico lector empiecen a ser vistos con profunda sospecha. Es un proceso que, lo sabemos, se fue radicalizando en los últimos años, cuando los criterios que supuestamente garantizan la calidad de aquello que se publica en ámbito académico, propicia la producción de textos en muchos casos chatos y estandarizados, reducidos a los índices de indexación y a las políticas del referato, en los que es arduo hallar no digamos la angustia de la escritura, la busca de una expresión, sino incluso algún potencial soplo de vida.
Algo que se desprende de las letras cruzadas entre Lida y Pezzoni es que escribir implica también sostener una política de las lenguas, una forma de habitar críticamente nuestros idiomas americanos como lenguas de reflexión. El ciclo de la filología en el que insertábamos a Lida o el ciclo textualista labrado por Pezzoni, ese ciclo que implica una concepción compleja y agónica del sujeto del que la filología y la estilística carecían, son ciclos cuya potencia radica en gran parte, en que constituyen elaboraciones americanas que se dicen en nuestro castellano o en nuestro portugués (no importa tanto el nombre) como un gran espacio de cruce y de traducción. Hay en este punto en Lida y en Pezzoni una política de los estilos que me parece irreductible a la retórica panhispanista de la lengua como bien compartido y al predominio del inglés como esperanto académico mundial, aparentemente opuestos, pero tal vez, en el fondo, consustanciales.
De Enrique Pezzoni, quienes lo conocieron, quienes fueron sus colegas, sus amigos, sus alumnos, destacan, siempre, como un componente imprescindible, su actio, su modo de intervenir sostenido en una política de los gestos que en sus ensayos, de manera deliberada, se esfuman. Es algo que, solo en parte, ha cambiado con la publicación de algunas de las clases de Pezzoni de los años ochenta que son el fermento de un nuevo ciclo en el campo de los estudios literarios argentinos, un fermento en el que lo teórico como espacio de experimentación y de cruce de campos es constitutivo, el texto como tejido (y Lida y Pezzoni como tejedores) de voces (en muchos casos negadas, borradas, suprimidas, pero cuyos restos siguen ahí, a la espera de una mano crítica que los roce), un fermento que es impensable sin el marco de renovación democrática de las universidades públicas de nuestro país. Es algo que, para mí, alumno de alumnos de Pezzoni, lejana escucha de una escucha, simple huella de huellas, llega solo a través de los gestos y de las voces de aquellos que han seguido sosteniendo un modo de posicionarse ante los textos que es, fundamentalmente, un modo de posicionarse al mismo tiempo, no como dos campos escindidos e incomunicados, ni diría tanto a la vida, sino más bien a lo puntual, a lo específico, a esa singularidad que estaba en las búsquedas de la estilística que era el terreno de partida del diálogo entre el profesor Lida y el alumno Pezzoni.
No tanto la vida, entonces, tampoco una vida —encerrada en su mónada y su monólogo— sino ciertas vidas, a las que ahora podemos acercanos, gracias a la generosidad de Miranda Lida y de Daniel Link, en quien escuchamos desde siempre las resonancias de los gestos de Pezzoni: esos modos de sostener una ética de los textos en la que intentamos, alumnado vano pero insistente, reconocernos.
1 Texto leído el 13 de marzo de 2023 en la sede del Rectorado de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.


0 comments on “Sostener una ética. Presentación del libro «Correspondencia. Enrique Pezzoni // Raimundo Lida (1947-1972)», al cuidado de Miranda Lida y Daniel Link (Eduntref, 2022).”