Preámbulo
Recuerdo aún aquel congreso en que, hace veintitantos años, un veterano filólogo español me calificó, con gesto más condescendiente que airado, de antipidalino. Era una de esas conversaciones de pasillo, sin mayor trascendencia, a la que yo había ingresado por casualidad al salir de la sala donde acababa de presentar una ponencia sobre la obra lingüística de don Ramón en relación con su idea de España («La doble voz de la ley fonética» se titulaba). Salí del paso diciendo «¿Antipidalino yo? ¡Pero si lo adoro!» mientras me iba alejando del pequeño corro con una mueca sonriente que hube de improvisar para la ocasión. La verdad es que, a pesar de mi inexperiencia de entonces en la navegación por este tipo de intercambios, creo que fue afortunado mi recurso irónico al verbo «adorar» («reverenciar o rendir culto a un ser que se considera de naturaleza divina», según la RAE). No soy muy dado a la reverencia (problemas en la baja espalda me lo impiden) ni, en tanto que ateo, frecuento el culto a lo divino (ir al estadio de Riazor a ver jugar al Deportivo es acaso lo que en mi vida —de juventud— más se ha acercado a un acto de devoción). Con todo, mi instintiva movilización retórica de la adoración respondía a la conciencia que por entonces iba cobrando del halo de santidad que en la universidad española rodeaba ya no solo a don Ramón, sino a la escuela que creó y a los saberes que produjeron. Comprometerse críticamente con aquellas figuras de incuestionable interés y valor caía fuera de lo posible para una Filología que parecía vivir de espaldas al hecho de que su inmovilismo intelectual la abocaba hacia la triste y a la vez inquietante tierra del anacronismo. El «efecto padre fundador» le llamamos Luis Gabriel-Stheeman y yo a este fenómeno al preparar el libro La batalla del idioma.
Por supuesto, yo soy anti y pro muchas cosas. De algunas, en otro tiempo fui anti y hoy día soy pro, y viceversa. Ahora bien, como investigador, no soy ni lo uno ni lo otro ante nada. Esto no significa que mi voz de sociolingüista nazca de un vacío de valores que garantiza la limpieza objetiva de la mirada que precede a mi voz profesional. Soy quien soy, estoy donde estoy, procedo de donde procedo y voy adonde voy; y todo eso algo tendrá que ver con los temas que estudio y cómo escojo hacerlo. El abordaje crítico de un autor o autora, de un texto o de una teoría consiste precisamente en tratar de ver sus adherencias disciplinarias, culturales y sociopolíticas; observar cómo operan en una serie de campos; discernir lo que permiten ver y lo que ocultan, lo que incluyen y lo que excluyen. Y cuanto mayor es la estatura e impacto de un autor o autora, texto o teoría, mayor ha de ser el compromiso crítico de quienes, de algún modo y en algún grado, se sienten sus herederos. Una figura titánica como la de Ramón Menéndez Pidal no se merece adoración sino respeto; el respeto que se le brinda a un clásico sometiéndolo al juicio crítico de lecturas múltiples y, sobre todo, a contrapelo.
ESCENA 1 – El Ateneo de Madrid
Corría el año 1896 cuando el director del Ateneo, Segismundo Moret (1833-1913), decidió organizar una Escuela de Estudios Superiores que contara como disertantes con figuras tan consagradas de la cultura española como Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), Emilia Pardo Bazán (1851-1921) o Santiago Ramón y Cajal (1852-1934). Sería una suerte de actividad de extensión con la que se pretendía llevar los saberes avanzados a un público mayor que el de los respectivos campos de su producción. Curiosamente, en la lista se incluyó a un joven y poco conocido filólogo que, aunque de estirpe asturiana, llevaba afincado en Madrid desde 1883. Se trataba de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), que había escogido como tema de sus conferencias «Los orígenes de la lengua castellana». Disponemos de algunos testimonios del evento así como de juicios contemporáneos de la compostura de Pidal ante sus públicos que nos permiten imaginar la escena. Por ejemplo, sobre las conferencias del Ateneo, Unamuno, a pesar de no haber estado presente, escribía: «Me han dicho que habla encogido, sin brío ni alma, que todo le resulta pobre» (cit. en Pérez Villanueva, 1991: 114). Incuestionablemente perversos, pero en cualquier caso atendibles, fueron los zarpazos del escritor asturiano Leopoldo Alas «Clarín», enemigo acérrimo a la sazón de la familia Pidal: «según Ledesma, yo debo admirar [a Ramón Menéndez Pidal] por sus descubrimientos… dignos de cualquier secretario de ayuntamiento» (cit. en Pérez Villanueva, 1991: 114); «Qué diría uno de esos sabios extranjeros si oyera las vulgaridades de ese muchacho pidalino que, en los ratos de ocio, se dedica a Menéndez Pelayo, y que es instantáneo, medieval y medio tonto» (cit. en Pérez Villanueva, 1991: 113).
Con estos testimonios, el título del curso y la ayuda de nuestra imaginación histórica, tratemos de sentir la escena: un Pidal tímido y sin brío, algo encogido de hombros, describe en detalle la formación de yod (la primera, la segunda, la tercera, la cuarta) para pasar después a explicar la posterior influencia de cada una en el devenir de los sonidos vocálicos y consonánticos del entorno fonético: FORTIA > fuerza, SOMNIU > sueño, PODIU > poyo, NOCTE > noche… Parece que el curso, según cuenta el propio Pidal en sus notas personales, un éxito lo que se dice un éxito no fue: aunque la conferencia de inauguración se celebró en el Salón Grande del Ateneo, ante la escasez de público en las lecciones posteriores, se hubo de trasladar el resto a una de las salas menores. Con todo, aquella aparición tampoco fue un fracaso, pues, la misma sequedad oratoria que tanto se le criticaba parecía apuntalar en compensación su imagen de científico del lenguaje, es decir, su autoridad para intervenir, públicamente si fuera necesario, en debates sobre asuntos cuya comprensión pasara por el conocimiento especializado de la lengua. De hecho, en La Ilustración Española y Americana se leía unos años después, el 22 de octubre de 1902: «al marcar en el encerado cómo se transformaban los vocablos y la construcción gramatical de la lengua madre para dar carácter a la nuestra, no podía dudarse de que poseía un caudal de observaciones difíciles y propias, de que explicaba un profesor de los que saben, no de los que bullen y aparentan» (cit. en Pérez Pascual, 1998: 54).
El poder de los saberes plúmbeos
Esta escena nos muestra al joven Pidal ingresando en la esfera pública española, o, al menos, en los circuitos culturales madrileños de finales del diecinueve. Y debía hacerlo, como se puede apreciar, venciendo resistencias armado de unos saberes nuevos para la España de aquel tiempo: los de la Filología científica y los de la indagación lingüística basada en una representación altamente formalizada del lenguaje.
Esta última rama del conocimiento, la lingüística histórico-comparativa, venía desarrollándose en otros pagos desde finales del siglo dieciocho, cuando el oficial del imperio británico y juez de la Corte Suprema de Calcuta, Sir William Jones (1746-1794), formuló la hipótesis indoeuropea sobre el común parentesco del sánscrito y familias de lenguas tales como las eslavas, románicas y germánicas. Pero al erudito inglés se le debe reconocer otra aportación de tanto si no mayor impacto que la anterior: la selección de las formas de la gramática —en lugar del léxico— como objeto preferencial para el estudio de las relaciones sistemáticas entre lenguas. Estos planteamientos sentaban las bases de la que habría de ser la tendencia dominante de los estudios del lenguaje a lo largo del siglo diecinueve: la identificación de estructuras gramaticales y correlaciones, principalmente morfofonológicas, como estrategia descriptiva que, al emular los protocolos de las ciencias naturales, prestigiaría la Filología y posibilitaría incluso la constitución de una disciplina autónoma, la Lingüística. Sobre estas bases conceptuales y metodológicas, décadas después, August Schleicher (1821-1868) escribiría, entre muchas otras obras, su Compendium der vergleichenden Grammatik der indogermanischen Sprachen (1861-62) y plantearía dos metáforas que acabarían estructurando el pensamiento lingüístico contemporáneo: la definición por analogía de las lenguas como organismos naturales y la representación gráfica de las familias lingüísticas y su evolución como estructura arbórea. Después de Schleicher, el compromiso con la sistematicidad, tanto en la definición del objeto como del método para su estudio, alcanzaría su más extrema formulación entre un grupo de lingüistas alemanes —que incluía entre otros a Karl Brugmann (1849-1919) y Hermann Osthoff (1847-1909)— que serían etiquetados por sus coetáneos (en principio, displicentemente) como Junggrammatiker o, en español, neogramáticos. Este grupo llevaba la aplicación del método científico al estudio del lenguaje hasta sus últimas consecuencias y, en el proceso, afirmaba que los cambios fonéticos —o leyes fonéticas, como preferían llamarles— afectaban sin excepciones a todos los sonidos que estuvieran sometidos a las condiciones estructurales del cambio. En tal programa de investigación, por tanto, no habría excepciones sino casos que debían responder a leyes fonéticas aún por descubrir.
La temprana familiaridad de Pidal con la lingüística histórico-comparativa está fuera de toda duda; si bien no era producto de la formación recibida en la Universidad de Madrid (de la cual se licenció en Filosofía y Letras en 1890 y se doctoró dos años después, en 1892, con una tesis sobre El Conde Lucanor). De hecho, el acceso a la nueva disciplina no fue fácil. Por una parte, como el plan de estudios que siguió se centraba en historia, filosofía, estética y metafísica, se vio obligado al autodidactismo. Y no solo eso, sino que hubo de soportar además la hostilidad de algunos de sus mayores. Cuenta el propio Pidal, por ejemplo, que, siendo universitario, se hallaba un día en la biblioteca del Ateneo estudiando la gramática de las lenguas románicas de Friedrich Diez, cuando su profesor Antonio Sánchez Moguel, al pasar junto a él, lo vio en tales menesteres y le advirtió que, de la lectura que realizaba, «no sacaría … más que una olla de grillos en la cabeza, que las obras alemanas necesitan ser expuestas de nuevo por una mente latina» (cit. en Pérez Pascual, 1998: 23). Pero Pidal, consciente del valor que la lingüística histórico-comparativa sumaría a cualquier emprendimiento filológico e historiográfico, perseveró hasta adquirir la sólida formación en aquel campo que resulta evidente en sus obras.
En 1892, la convocatoria por parte de la Real Academia Española de un concurso sobre «Gramática y Vocabulario del Poema del Cid» fue el acicate que movió a don Ramón a desplegar por primera vez su temprana erudición en un proyecto ambicioso de declarada relevancia cultural. Apoyado en la fortuna de que su tío materno Alejandro fuera entonces propietario del códice que contiene el poema, se aplicó a proyectar sobre su estudio lingüístico y edición crítica los saberes acumulados hasta el momento. El caso es que en febrero de 1895 se anunció que Pidal, con dieciocho votos (frente al único apoyo que obtuvo Lomba y Pedraja y el doloroso cero con que se quedó Unamuno), había ganado el concurso (cit. en Pérez Pascual, 1998: 38). No sorprende que pocos meses después fuera invitado a participar en las conferencias del Ateneo.
Quedaba claro que su inmersión en la lingüística histórico-comparativa y el compromiso con la Filología científica, aún ajenas a la universidad española, daban fruto, y, por más que el apoyo de sus políticamente influyentes tíos contribuyera a abrirle ciertas puertas, aquellas credenciales le permitían a Pidal irse haciendo con un espacio y personalidad propias en la vida académica y cultural del país. Porque, si bien no extraña la excelente recepción de su trabajo entre la comunidad científica dentro y fuera del país, sí que es llamativo que su nombre, asociado al conservadurismo político de la familia Pidal, y su monótona voz penetraran en la esfera pública española, incluso en zonas frecuentadas por amenos oradores e inclinadas hacia el liberalismo. Ya vimos, en las reacciones a los cursos del Ateneo, que, además de su poco vistoso estilo como orador, los saberes de que Pidal hacía gala no resultaban precisamente dulces para el paladar de la intelectualidad del momento. Los nuevos modelos de análisis filológico de textos y, en particular, de estudio del lenguaje se habían especializado en tal grado y habían creado una terminología tan exclusiva que se empezaba a abrir una brecha entre el filólogo —o el lingüista profesional— y el colectivo letrado, al cual, hasta el momento, le bastaba con su formación erudita para dialogar con confianza e intervenir con autoridad en asuntos (de interés público o no) relativos a la lengua.
Para ilustrar esta tensión y su manifestación en torno al cambio de siglo (asunto detallada y lúcidamente tratado por Juan Ennis en el primer número de AGlo), será útil visitar un poco conocido texto del escritor y diplomático español Juan Valera (1824-1905). Se trata de un breve ensayo de 1905 (publicado en realidad en las obras completas varios años después de su muerte) donde el autor de Pepita Jiménez reseñaba tres gramáticas históricas: la de José Alemany (1902), la de Salvador Padilla (1903) y, por supuesto, la única de impacto y que sobrevivió al paso del tiempo, la de Ramón Menéndez Pidal (1904). En principio, la intervención de un escritor y diplomático en la valoración de tres obras especializadas suscita curiosidad. Sin embargo, es un hecho que entre los muchos temas que despertaron el interés de Valera a lo largo de su vida el de la lengua ocupa un lugar destacado. El peinado de sus obras completas revela que su afición por el asunto ya se manifestaba en 1856, cuando escribía una reseña del Diccionario etimológico de la lengua castellana de Felipe Monlau, y, como acabamos de ver, continuaba hasta unos meses antes de su fallecimiento en 1905. Entretanto, reseñó diccionarios (incluido el de la Academia, a la cual perteneció desde 1862), disertó sobre estratos de lengua y lenguaje literario (en su discurso de ingreso a la RAE, titulado «La poesía popular, ejemplo del punto en que deberían coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua castellana») e intervino con decisión en debates sobre lengua e identidad regional y nacional (por ejemplo, en su comentario de «El renacimiento clásico de la literatura catalana», de Antonio Rubio y Lluch, 1890, o en el ensayo «El regionalismo filológico en Galicia», de 1896). Acaso su intervención lingüística más conocida fuera la que se produjo al hilo de su agria polémica, entre 1899 y 1902, con el filólogo colombiano Rufino José Cuervo (1844-1911), quien había pronosticado la futura fragmentación del español ante el colapso de España como modelo de referencia con capacidad para imponer su poder centrípeto.
«Gramática histórica», escrito apenas tres años después de esta polémica, consiste en una enérgica impugnación de la lingüística histórico-comparativa como modelo fiable del devenir histórico de las lenguas; impugnación que, en estilo característicamente valerino, está atravesada de polemicidad e ironía:
Yo soy poco o nada científico pero soy muy aficionado a las ciencias. Y mientras las ciencias son más inexactas y más inútiles, mayor es la afición que les tengo … No se extrañe, pues, ni se considere como agravio que hago a la gramática histórica el que yo la tenga también por poco útil … Ciencia muy de moda debe ser, y de moda venida de París, como suelen venir todas las modas. (Valera, [1905]1961: 1176-77)
Tras esta devastadora apertura, Valera despliega una muy atendible argumentación que demuestra, primero, su conocimiento de los estudios del lenguaje y, después, su desacomplejada intervención en debates que, en principio, parecerían ser internos de una disciplina académica a la que él, también en principio, era ajeno. Nada objetaba Valera al valor descriptivo de la gramática histórica, cuyo propósito había de ser «mostrarnos el camino, referirnos el tránsito, hacernos ver y hasta explicarnos los sucesivos cambios y evoluciones por cuya virtud ha ido transformándose el latín y convirtiéndose en un idioma vernáculo determinado» (Valera, [1905]1961: 1178). Pero ahí se acaban sus bondades y, por lo mismo, advertía al lector de las limitaciones de que adolece y los peligros que entraña. La gramática histórica ignora, para empezar, qué tan necesario es ver y explicar aquello que permanece como aquello que muda. Una teoría del lenguaje que atienda exclusivamente al cambio es necesariamente parcial. Como lo sería —no solo parcial, sino incluso falso— explicar la inevitabilidad del cambio que había constatado la lingüística histórico-comparativa como un proceso de evolución mecánico, azaroso y necesariamente disgregador.
Las dudas que candorosamente dejo expuestas no van, en realidad, contra la gramática histórica, si por tal se entiende la historia del lenguaje, o de la gramática misma; pero van contra la gramática histórica si por tal entendemos, no ya meramente la historia del lenguaje, sino también la filosofía de dicha historia: no ya sólo el hecho observado, sino también la causa, la razón, la ley por cuya virtud el hecho se realiza o debe realizarse, si no se infringe la ley, [y se cometen uno o muchos delitos antigramaticales]. (Valera, [1905] 1961: 1180-81)
Valera objeta que suponer que el funcionamiento del lenguaje responde exclusivamente a mecanismos endógenos, a las leyes fonéticas situadas en el mismo centro epistemológico de la gramática histórica, no solo atentaría contra la evidencia que ofrecen las múltiples excepciones a aquellas leyes, sino que supondría una claudicación por parte del sector de la clase letrada al que le corresponde velar por el destino del idioma, por su perfil formal y, sobre todo, por su valor simbólico.
El interés de este texto para el presente ensayo está en la resonancia de la áspera reacción que unos años antes habían provocado las conferencias de Pidal en el Ateneo. La especialización del estudio del lenguaje y su absorción por la Filología científica daba lugar a la emergencia, dentro de la clase letrada, de un subgrupo de especialistas cuya profesionalización desplazaba al resto del centro de gravedad de la autoridad lingüística y, por tanto, de los debates culturales, sociales y políticos en los cuales la lengua resultara ser factor pertinente. Pidal fue figura clave en esta lucha. Fue el filólogo científico por antonomasia, y supo maniobrar para conferir a su voz la autoridad necesaria para elaborar representaciones históricas de identidad nacional sobre una sólida base empírica y teórica y para intervenir en las pugnas glotopolíticas con las armas del saber especializado. La de Pidal era sin duda una voz monótona; cacofónica incluso para el oído letrado. Pero, al mismo tiempo, era una voz nueva, investida de una autoridad que en no poca medida se derivaba de los arcanos saberes asociados con aquella monotonía.
Y fue esa autoridad, así constituida, la que en 1899 le ganó la cátedra de Filología Comparada del Latín y el Castellano en la Universidad de Madrid. La que en 1901 le valió ser nombrado miembro de la Real Academia Española (que dirigiría a partir de 1925) y, desde 1910, ser director del recién creado Centro de Estudios Históricos. Y en este momento, ¡aún le quedan 58 años de vida por delante! Es más, los años veinte serían su época de gloria: entre 1919 y 21 publicó Documentos Lingüísticos de España, en 1924 Poesía Juglaresca, en 1926 Orígenes del Español, en 1928 Flor nueva de romances viejos y en 1929 La España del Cid. Para 1930, aquel «muchacho pidalino», «instantáneo, medieval y medio tonto» estaba en posesión de varios títulos honorarios de universidades entre las cuales se encontraban Oxford, la Sorbona, Ámsterdam, Lovaina y Toulouse.
ESCENA 2 – Asamblea del Libro Español
El 30 de mayo de 1944, daba inicio, en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Madrid, la Asamblea del Libro Español. La mesa presidencial la ocupaban seis varones (tres de ellos en indumentaria militar) frente a un telón de fondo en cuyo centro se destacaba un busto del Generalísimo Francisco Franco. Entre los presentes, estaba el ultramontano ministro de Educación Nacional José Ibáñez Martín (que presidía el acto en nombre del Caudillo), José María Albareda (director del CSIC), el Marqués de Lozoya (director general de Bellas Artes) y Julián Pemartín (director del Instituto Nacional del Libro Español, entidad organizadora de la asamblea y dependiente de la Vicesecretaría de Educación Popular). A la izquierda del escenario se alzaba un atril de madera y, tras él, ante la mirada seria y aparentemente atenta de al menos algunos de los dignatarios presentes, surgía el torso de un hombre de edad, con traje oscuro, barba blanca y larga, cabello escaso y finos espejuelos de pasta. Levemente orientado hacia la mesa presidencial, sostenía en sus manos un haz de folios en los que fijaba su mirada. Era Ramón Menéndez Pidal, y los folios contenían la conferencia de inauguración que se le había encargado y cuyo tema era la unidad del idioma como eje determinante de la «[comprensibilidad o] eficacia que el libro pueda alcanzar en el espacio y en el tiempo» (Menéndez Pidal, 1944: 1).
En la periferia del centro
Este acto nos sitúa pocos años después de la Guerra Civil española (1936-1939). En él se escenifica, entre otras cosas, la subordinación de la práctica cultural al proyecto del Caudillo tras la reciente toma violenta del poder por la vía militar y a su ejercicio por medio de un aparato estatal controlado de manera absoluta por el Movimiento Nacional (el partido único que, al aglutinar a las distintas familias del franquismo, articulaba el funcionamiento político del Estado). Es delicado y difícil adjetivar la relación de Pidal con el régimen. Por un lado, su inclinación moderadamente liberal y su afinidad con el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza (detestada por el franquismo) lo alejan del corazón del fascismo español y del Movimiento. Frente a esto, sin embargo, tras su exilio itinerante por Burdeos, La Habana, Nueva York y París, decidió finalmente regresar, jugar el papel de ocasional cómplice de la dictadura e incluso escribir ensayos lamentables (como Los españoles en la historia) que alimentaron, con un descaro ausente de sus grandes obras, la mitología nacionalista tan evidentemente explotada por el franquismo. La escena de 1944 ilustra precisamente esa posición en la periferia del centro del poder de la España franquista.
Es de destacar que este episodio tan obscenamente político dé lugar a uno de los textos en que con mayor concisión y elocuencia presenta Pidal su visión del lenguaje y su imbricación ya no solo en la construcción simbólica del país, sino también en su enmarañada vida política. La conferencia sería publicada aquel mismo año por el propio Instituto Nacional del Libro en formato folleto, y poco después en un nuevo libro de don Ramón, Castilla, la tradición, el idioma (1945), en la Colección Austral de Espasa-Calpe.
Antes de adentrarnos en aquel texto, sin embargo, reconectemos con el devenir de la obra pidalina desde el periodo de su formación e ingreso en la vida universitaria y cultural española. Ya vimos que la emergencia de Pidal como filólogo se producía en un momento en que la lingüística histórico-comparativa se valoraba al alza en los círculos académicos. Con todo, aquel modelo no campaba libre por sus fueros, sino que se enfrentaba a muy atendibles cuestionamientos. El estudio de los dialectos, por ejemplo, evidenciaba las limitaciones del ya mencionado principio de regularidad. El Abad Rousselot (1846-1924) y Jules Gillieron (1854-1926), padres fundadores de la dialectología, habían registrado la difusión irregular de las leyes fonéticas y, a nivel teórico, habían identificado la variación como característica central del lenguaje. Incluso Hugo Schuchardt (1842-1927), ante la constatación de la heterogeneidad en la manifestación sincrónica de formas históricas, había llegado a cuestionar de plano los principios neogramáticos y a proclamar que cada palabra tiene su propia historia. Todo esto se daba a la vez que, desde distintos rincones del universo intelectual, se cultivaban teorías idealistas del lenguaje que rescataban el protagonismo humano en el funcionamiento del mismo disociando las lenguas del mecanicismo al que habían sido llevadas (nótese la publicación de Positivismus und Idealismus in der Sprachwissenschaft, de Karl Vossler, en 1904, el mismo año que Pidal publica la primera edición de su Gramática histórica).
A pesar de la evidente soltura con que Pidal manejaba la lingüística histórico-comparativa, sería una grosera distorsión adscribirlo a esa escuela. La dimensión y compromiso teórico de la obra pidalina va mucho más allá y, de hecho, sabemos que desde muy temprano en su carrera era consciente de las limitaciones de aquel modelo. En un ensayo escrito durante las oposiciones a cátedra, en 1899, cuestionaba la doctrina neogramática en los siguientes términos:
Es verdad que el objeto propio de la Filología es el estudio del lenguaje, pero no el estudio estrictamente gramatical, sino en todo su desarrollo crítico y hermenéutico. La aplicación del método filológico nos ha de colocar en estado de comprender científicamente aquellas manifestaciones del espíritu de un pueblo que tienen por medio de expresión el lenguaje, pero no solo las palabras y frases aisladas, sino las palabras como instrumento de una idea, de una obra, de una literatura. (cit. en Hess, 2014: 81)
En aquel examen Pidal demostraba familiaridad con la gramática de Wilhelm Meyer-Lübke, máximo exponente del modelo neogramático en la romanística, así como con las críticas que Schuchardt y los dialectólogos dirigían a las versiones más mecanicistas de la lingüística histórico-comparativa. Pero más allá de este ensayo temprano, el recorrido diacrónico por la obra lingüística de Pidal nos revela una clara voluntad de alcanzar una síntesis de ambas visiones. Lo más admirable de este esfuerzo —visto desde una perspectiva glotopolítica— es que tejía una teoría del lenguaje atenta a la normatividad y, consecuentemente, a la capacidad de individuos y grupos para intervenir sobre el devenir lingüístico de una comunidad.
Esta labor de síntesis alcanzaría su máxima expresión en la obra maestra de don Ramón, Orígenes del español: Estado lingüístico de la Península Ibérica hasta el siglo XI (cuya primera edición es de 1925). Aquel proyecto se proponía, en primer lugar, incorporar a la historia de la lengua un periodo que hasta la fecha había sido prehistórico desplazándose hacia atrás en el archivo (de 1170 hacia 900), desenterrando textos formalmente escritos en latín o latín arromanzado y analizándolos en busca de indicios de la oralidad contemporánea. Pero se proponía también un segundo objetivo, el de reconectar la lingüística histórica con las ciencias humanas:
Esta época intermedia, de la que antes nada se decía, nos podrá ahora revelar más de un secreto, más de un episodio significativo de la evolución primera del romance; intentemos, pues, indagar algo de la historia de tan oscuros siglos en relación con esa evolución lingüística; intentémoslo penetrándonos en lo posible del espíritu de aquella remota vida pasada, inspirándonos en la intención estética de los hablantes de entonces según estuviesen dominados por corrientes de cultismo o vulgaridad, de arcaísmo o neologismo, de énfasis o de abandono en la expresión. (Menéndez Pidal, 1950: ix)
Ya vemos que Pidal no solo se propone ensanchar la ventana cronológica de la historia del español, sino que en el proceso interviene en el principal debate lingüístico de su tiempo. Y lo hace avanzando un nuevo marco conceptual en que la evolución sistemática de las formas lingüísticas es inseparable de las dinámicas sociales de las que participa el uso del idioma (dinámicas que se vislumbran tras categorías tales como «intención estética» o «corrientes de cultismo o vulgaridad»).
El estudio de las largas épocas preliterarias nos eleva por cima del concepto dilucidado con ayuda de la dialectología moderna [JdV: la idea de que cada palabra en donde tal sonido se produce tiene su especial historia fonética] y nos permite ver que cada palabra que en fonética parezca discordante de sus análogas, puede estar sometida a una tendencia general que la impulsa en unión con las otras. Todas son llevadas por la misma corriente, como multitud de hojas caídas en un río; cada hoja sigue su curso especial, tropieza acaso con obstáculos que la desvían, la retrasan o la detienen, pero todas están sometidas a la misma fuerza. (Menéndez Pidal, 1950: 531)
[U]na ley lingüística no se establece sobre hechos naturales, sino sobre hechos históricos perfectamente individualizados, que no han ocurrido más que una vez en el curso de los siglos. (Menéndez Pidal, 1950: 531-2)
En el lenguaje resulta esta continuidad [JdV: la tradición] más evidente, por estar sus evoluciones menos sujetas a la pura iniciativa individual, a causa de intervenir en ellas la totalidad de la comunidad hablante, muchísimo más numerosa que la colectividad de la tradición poética; la innovación lingüística individual tiene así que vencer la resistencia enormemente mayor que le ofrece la inmensa masa de hablantes apegados a una tradición arraigada. (Menéndez Pidal, 1950: 533)
Cito ampliamente de esta sección de Orígenes porque en ella se encuentra la bisagra que articula la teoría pidalina del lenguaje con el ámbito de lo político, es decir, lo que podríamos llamar —cayendo en el anacronismo autorreferencial— la armazón conceptual de su orientación glotopolítica. En la historia de una lengua coexisten tendencias a la innovación individual con el peso de tradiciones históricamente constituidas (en terminología contemporánea les llamaríamos «regímenes normativos»). Y tanto una como otras son procesos sociales, es decir, responden a valores y prácticas inscritos en las posiciones relativas de los miembros de una colectividad.
Y esta es la base teórica del argumento que se elabora explícitamente en la conferencia de 1944. El contexto, ya lo hemos visto, es una reunión en la que la industria del libro español se plantea interrogantes sobre su presente y futuro. Tras la guerra la industria editorial había sufrido el golpe adicional de ver a gran parte de sus líderes abocados al exilio en importantes ciudades del continente americano. ¿Qué ocurriría con el gremio? ¿Qué sería de los mercados americanos del libro? Como en tantas otras ocasiones en la historia hispánica y latinoamericana, las ansiedades políticas y económicas se transferían al terreno de la lengua para ser procesadas, y se planteaba, por tanto, la pregunta sobre su unidad y, a través de ella, sobre la unidad del sistema cultural y el mercado organizados sobre el idioma español. Estas circunstancias le dan sentido a la conferencia de Pidal sobre «La unidad del idioma», en la que no precisa moldear su pensamiento a las necesidades del fascismo, sino simplemente retomar ideas que habían sido troncales de su pensamiento permaneciendo inalteradas a través de regímenes políticos de distinto talante y de gobiernos de distinto color. No requería torsión empírica o ideológica alguna para confirmar la sólida unidad de la lengua española. El argumento lo construía, como había hecho en ocasiones anteriores, sobre la base de evidencia dialectológica que mostraba la mínima discrepancia entre las dos grandes variedades del español que él imaginaba: la española («tipo etimológico») y la americana («tipo derivado o simplificador»). Apenas el seseo y el yeísmo —además de un voseo que, según Pidal, se encontraba en claro retroceso— constituían una muy fina línea de diferenciación que en ningún caso admitía ser interpretada como germen de una incipiente fragmentación. En relación con el futuro, Pidal se mostraba inequívocamente optimista y sustentaba esta tesis con evidencia de tipo histórico: las condiciones materiales que determinan la mayor o menor densidad de interacción dentro de una comunidad o entre dos comunidades, que en otros tiempos habían provocado la fragmentación del latín, eran tales en la modernidad y en los países hispanohablantes que no hacían sino prever un devenir lingüístico si cabe más uniforme.
Ahora bien, estas condiciones materiales no bastaban para garantizar la unidad. Los avances tecnológicos que intensificaban las comunicaciones y ampliaban las redes de interacción eran condición necesaria pero no suficiente para que la evolución de la lengua no resultara en su división. Según Pidal (y aquí resuena el eco de la voz de Valera), los sectores letrados de la sociedad deben asumir su responsabilidad como custodios del idioma y entender además que su acción gestora debe apuntar a la obtención del consentimiento de la gente. La unidad persistiría solo si la comunidad así lo quiere:
Cabe la propaganda en favor de tal o cual uso lingüístico, lo mismo que cabe en favor de tal o cual idea política, económica, jurídica o literaria cuyo triunfo se desea; así que un individuo puede influir poderosamente en el lenguaje de la comunidad hablante, lo mismo que puede influir en una propaganda electoral: captándose adhesiones. Sólo que la propaganda lingüística no suele hacerse en forma de persuasión oratoria, sino mediante la enseñanza de la gramática, los estudios doctrinales, los diccionarios, la difusión de buenos modelos, el comentario de los autores clásicos, o bien inconscientemente, mediante el ejemplo que se difunde en el trato social o en la creación literaria. (Menéndez Pidal, 1944:18)
Este es uno de los pasajes más densamente glotopolíticos de la obra pidalina. De entrada, no deja de resultar osado invocar la «propaganda electoral» y la voluntad de la comunidad ante la mirada inquisidora de las autoridades militares que representaban la reciente toma del poder por la fuerza en España. No es la imposición coercitiva, dice don Ramón, sino la ejemplaridad social en el uso de la lengua y el adoctrinamiento lingüístico por la vía educativa el mecanismo por medio del cual una norma se vuelve hegemónica (si se me permite usar un término de obvias resonancias gramscianas, de cuya visión del lenguaje resulta por momentos tan evocador el pensamiento del nada marxista Pidal).
En definitiva, el interés de la escena del 44 —del texto y del acto en que se le dio vida— radica en que condensa múltiples vertientes tanto del pensamiento lingüístico pidalino como de su biografía intelectual y política. Expone una teoría social del lenguaje de la que a su vez se deriva un concepto de normatividad que, en otro bucle más, le permite a Pidal no solo explicar el estado del español en clave de unidad, sino también y con el mismo gesto avanzar un determinado modelo de gestión del idioma. Al hacerlo, retoma su intervención en las tensiones que caracterizaban el campo de los estudios lingüísticos en el tiempo en que había emergido como figura central en la vida intelectual española (escena 1). Pero a la vez, nos revela varias de las tensiones que caracterizaron su vida profesional y pública. Si bien es cierto que accede a legitimar con su presencia un acto emblemático de la violenta usurpación del poder legítimo de la Segunda República, inserta en su discurso, disfrazada de teoría del lenguaje, una reflexión política cuando menos incómoda para la dictadura. Vemos además escenificada su vocación por instalarse en terreno científico, por anclar su legitimidad en la posesión de unos saberes y unas credenciales profesionales; pero vemos también su conciencia de la relevancia de tales saberes más allá del espacio propio de la Filología y la Lingüística y el compromiso con su inserción en un proyecto político de gran calado.
ESCENA 3 – Don Ramón va al cielo
El 14 de noviembre de 1968, a cuatro meses de su centenario, Pidal fallece, y, entre los homenajes públicos a su persona, destacan las viñetas en que dos de los grandes humoristas gráficos de España —Mingote y Forges— lo ven ya en el cielo, donde lo recibe no San Pedro, sino los héroes de la España que él había construido.
El filólogo en el ágora
El reconocimiento de Pidal en la sociedad española llegó a ser tal que, cuando se murió, a las esperables necrológicas se sumaron Forges y Mingote. Digno de admiración que la muerte de ¡un filólogo! tocara una fibra más profunda que las que alcanzan a temblar con el fallecimiento de figuras que, al margen del impacto científico de su aportación, han llevado una vida más bien retirada en el laboratorio o, como en este caso, el archivo. Pero Pidal no fue un filólogo cualquiera, sino el artífice de un gran relato de unidad cultural que, por más que hubiera surgido bajo el impulso de las necesidades del nacionalismo liberal decimonónico, sobrevivió guerras y dictaduras nutriendo las ideologías lingüísticas y culturales de gobiernos coloreados por una amplia gama cromática.
Fue siempre consciente de su responsabilidad más allá de los salones universitarios y académicos: «[C]onfío mucho en la eficacia del trabajo científico, que lentamente labra la conciencia de un pueblo elevando su cultura» (cit. en Pérez Pascual, 1998: 244). Y aunque no era ajeno al ethos de crisis que alimentaba a los intelectuales de su tiempo, afirmaba una y otra vez su fe en una clase rectora capaz de liderar el país en sintonía con el pueblo:
A esta idea de la incapacidad originaria y fatal de la raza … , sustituyen otros la de que la raza ha degenerado … Yo, más optimista aún, no veo segura esa supuesta degeneración … La virtud, el vigor [de la nación], han quedado atenuados, latentes; pero a poco que se acerque uno al pueblo encuentra vivas las fuentes de la energía que esperan ser suscitadas, vigorizadas, encauzadas por elementos directores capaces de representar el espíritu de todo un pueblo … nunca han faltado ni faltan ahora grandes españoles capaces de tomar las riendas y dirigir los esfuerzos espontáneos por los caminos seguros de la reconstitución nacional. (cit. en Pérez Pascual, 1998: 244)
Es por ello que la trayectoria de Pidal se puede entender como una intervención en el campo intelectual español realizada por medio de una doble maniobra: primero, de legitimación en el espacio autónomo de la Filología científica y las ciencias del lenguaje y, después, de participación, investido de aquella legitimidad, en la política cultural y en la esfera pública del país. Su disposición a presidir o dirigir instituciones destacadas (como el Centro de Estudios Históricos, la Residencia de Estudiantes, la Real Academia Española, el Instituto Escuela, la Junta de Relaciones Culturales o la Universidad Internacional) lo sitúa en el ojo del huracán que envuelve la vida cultural y política. Y lo mismo sugiere su cultivo del ensayo, género frecuentado por sus contemporáneos, en tanto que vehículo principal de circulación entre la aspereza de los saberes académicos y los espacios públicos donde se negocia la opinión y se procura la construcción ideológica de España. La meticulosa reconstrucción filológica de la épica medieval a través de la colección y análisis de los cronicones se convirtió en el espectacular éxito de ventas Flor nueva de romances viejos; el erudito examen lingüístico de textos castellanos, leoneses y aragoneses de los siglos nueve al doce resultó, primero, en una de las grandes obras de la lingüística del siglo veinte y, poco después, en un ampliamente difundido ensayo titulado El español en los primeros tiempos. Estas operaciones textuales, discursivas y editoriales resultan fundamentales para entender cabalmente la función de Pidal y el modo en que el saber lingüístico de la Filología científica se inscribió en la esfera pública española a lo largo del siglo veinte.
Su aparición en el espacio público español coincide con un proceso que la historiografía intelectual hispánica ha codificado como «generación del 98», constelación de hombres de letras dispuesta (según imagen de Ernesto Giménez Caballero) en torno al sol de Miguel de Unamuno. Aparece Pidal no solo como filólogo, sino además como generador y difusor de ideas y sistemas de análisis y reflexión. En este sentido, casaría parcialmente con la imagen que Edward Said tiene del intelectual: destreza superior en el arte de la representación; capacidad para deconstruir y construir relatos; disposición superior para «la invención de nuevas almas». Pero mi comparación es injusta, lo sé. Porque Pidal y Said fueron hombres que ocuparon lugares y tiempos distintos y que respondieron a pulsiones muy otras. De ahí acaso que sea este el único sentido en que el filólogo español coincidiría con el profesor palestino-americano. El intelectual que imagina Said está comprometido con la visibilización de la opresión y la crítica escéptica de los discursos del poder desde un exilio —real o metafórico— en el que, por definición, se ubica. Y estas son condiciones muy alejadas de la relación que Pidal tuvo con las instituciones de poder cultural e incluso político a lo largo de su vida. No es que fuera completamente ajeno a la impugnación pública de las acciones gubernamentales. Si bien no se prodigó en la crítica sistemática de la práctica política de su tiempo, es justo tener presentes algunas destacadas intervenciones públicas. En 1902 se enfrascaba a través de la prensa en el debate sobre el bilingüismo en Cataluña; el 28 de octubre de 1916, pronunciaba una conferencia en la Sorbona posicionándose junto a Francia en el conflicto bélico que asolaba Europa; el 2 de abril de 1929 publicaba en El Sol una carta abierta al dictador Miguel Primo de Rivera cuestionando su decisión de cerrar la universidad; a partir del 26 de julio de 1931, en el mismo diario, criticaba el proyecto de estatutos de autonomía para ciertas regiones de España emprendido por el gobierno de la Segunda República. Pero estos episodios, aunque ilustrativos de su talante y su condición de intelectual público, no representan un modelo confrontacional de relación con el poder. Lo que se vislumbra en su biografía intelectual es una singular forma de estar en política que, al tiempo que esquivaba con determinación los enfrentamientos partidistas y la polémica pública en sus versiones más agónicas, lo vinculó estrechamente al aparato del estado a través de credenciales obtenidas en el espacio aparentemente autónomo de la Filología científica.
Acaso haya sido este singular posicionamiento la razón de la inseparabilidad de su gloria y su condena. Su gloria en tanto que referencia incuestionable aún hoy para cualquier estudiosa o estudioso de la historia lingüística hispánica y en tanto que productor de una de las más sofisticadas y aún inspiradoras teorías sociales del lenguaje y la normatividad (se habrá apreciado que lo considero un precursor de la teoría glotopolítica). Su gloria también en tanto que autor del más poderoso (aunque siempre disputado) relato sobre la historia e identidad de España, una historia de unidad y uniformidad descarada y orgullosamente castellanista que ni siquiera la organización del estado en comunidades autónomas a partir de 1978 ha podido extirpar de la conciencia colectiva. Pero se trata de una gloria a la que inevitablemente persigue su condena, la sombra de su ambiguo posicionamiento particularmente dramático cuando los estertores de la Guerra Civil hicieron imposible cualquier voluntad de equidistancia. Se fue Pidal de España al comenzar la guerra y decidió retornar enseguida —no pudo soportar el exilio— tras la victoria de los nacionales. Un retorno costoso, sin duda, que le valió el adiós definitivo de algunos de sus más apreciados discípulos y amigos (Federico de Onís y Tomás Navarro Tomás) sin ahorrarle la perenne desconfianza de sectores del Movimiento Nacional, que lo mantendrían, como reveló la segunda escena, bajo mirada vigilante y en los márgenes del centro de la producción simbólica franquista.
Referencias
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