Las «hordas» en noviembre

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Edmundo Paz Soldán

Sacaba (Cochabamba, Bolivia), 15 de noviembre del 2019: doce productores de coca de las Seis Federaciones del Trópico mueren y ciento veinte son heridos en enfrentamientos con la policía y los militares poco después de la caída de Evo Morales y la asunción al poder de la derechista Jeanine Añez. Hemos armado la historia de la masacre de Sacaba a partir de retazos leídos en la prensa y vistos en la televisión, aderezados por los videos que circularon en las redes, pero, más allá del número de las víctimas, no hay consenso en torno a lo ocurrido. Una interpretación muy difundida entre las clases medias fue que se trató de un autoatentado y que el expresidente Morales habría mandado órdenes expresas a sus seguidores de «matarse entre ellos si fuera necesario», conclusión repetida incluso por el ministro de Gobierno de entonces, y que muestra el racismo implícito hacia un grupo político que es visto como tan salvaje que por lograr sus objetivos ni siquiera es capaz de tener respeto a su propia vida. Por supuesto, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos no aceptó esa explicación, y en una nota de prensa del 5 de diciembre de ese año mencionó a Sacaba como uno de los lugares donde habrían podido ocurrir «graves violaciones» a los derechos humanos, abogando por una investigación «pronta, transparente e imparcial por las autoridades estatales competentes» (otro lugar fue Senkata, en La Paz, donde el ejército rompió el bloqueo a la planta de hidrocarburos y la masacre concluyó con diez muertos y un montón de heridos).

Según reportes periodísticos, en el puente de Huayllani en Sacaba un cordón policial evitaba el paso de los manifestantes a la ciudad; la policía dijo que el delegado del Defensor del Pueblo llegaría para negociar el paso de los cocaleros; como el delegado tardaba en llegar, quienes estaban al frente de la marcha intentaron rebasar el cordón. A partir de aquí las versiones proliferan. En las que más han circulado en las redes los cocaleros toman la iniciativa y atacan con disparos, petardos, dinamita —hay fotos de ventanas rotas en los autos policiales, un chaleco antibalas destrozado, etcétera—; en otras son «infiltrados» cubanos y venezolanos junto a algunos dirigentes del MAS quienes provocan la confrontación; y en otras versiones solo ocurre el peligroso intento de rebasar el cordón por parte de las mujeres al frente de la marcha, contestado primero por gases y luego por diez minutos de disparos. El Gobierno deslindó a los militares de responsabilidad en las muertes —aparte de la exención penal concedida, el IDIF dijo en principio que no hubo disparos de armas largas; luego dijo que no se encontró la munición y por lo tanto no se podía determinar nada—; las pruebas, sin embargo, están en los cuerpos de algunos de los heridos y en los impactos de las balas en las paredes y muros de las casas. Solo en los últimos meses, con el retorno al poder del MAS y la llegada a la presidencia de Luis Arce, organismos nacionales e internacionales de derechos humanos están investigando lo ocurrido con el objetivo de esclarecer los hechos.

Días antes de su caída Evo advirtió a sus seguidores con cercar las ciudades para hacer respetar el voto ante las acusaciones de fraude electoral, uno de sus ministros pedía convertir Bolivia en un «campo de batalla, un Vietnam» y un congresista del MAS presagiaba que las madres de los jóvenes que eran parte del movimiento cívico terminarían llorando a sus hijos si estos continuaban provocando. El ambiente estaba crispado: en las semanas posteriores al inicio del paro nacional convocado por el CONADE (Comité Nacional de Defensa de la Democracia), Cochabamba se había convertido en lugar central del conflicto, con varios días de tensa lucha entre grupos de la ciudad que ondeaban banderas bolivianas y se alineaban al movimiento cívico y gente que llegaba del trópico y de otras regiones del departamento siguiendo los dictados del MAS. A partir de la renuncia de Evo, se instaló la lógica paranoica de la guerra y la tragedia de Sacaba parecía cuestión de tiempo: llegaban los «vándalos» a incendiar y saquear la ciudad de Cochabamba, era un «nosotros» contra «ellos».

La violencia de esos días tuvo un correlato de adscripción a cuestiones raciales y de clase: los afines al MAS eran la «horda», la «turba», los «vándalos», palabras asociadas a mundos primitivos, premodernos. Se puede encontrar en Internet un montón de usos de la palabra «horda» asociada a los masistas (como se conoce en Bolivia a los miembros del MAS): en Facebook se puede leer «las hordas masistas atacaron con armas», «hordas masistas asesinas», etc; en YouTube: «hordas masistas apedrean a militares»; en artículos en la página editorial de periódicos respetados como Opinión: «se puso al servicio de las hordas masistas»). El concepto «horda masista» se popularizó el domingo 10 de noviembre, cuando a partir de la salida de Evo Morales del poder ese día se produce una reacción violenta por parte de grupos de partidarios, que por la noche queman en La Paz lotes de buses del transporte público y las casas de gente contraria a Evo, como Waldo Albarracín, rector de la Universidad de San Andrés; la antropóloga Gabriela Zamorano señala que esa noche empezaron a circular mensajes en WhatsApp que hablaban de la llegada de las «hordas masistas» a La Paz y que a partir de ahí «cualquier agrupación de gente que apoyaba a Evo era denominada horda masista». «Horda» es un concepto que remite a la antropología de la segunda mitad del siglo XIX, muy asociada al darwinismo social, que tendía a ver al Otro político como un bárbaro incapaz de actuar con independencia y con razón; ese Otro actuaba en grupo, apoyado en la violencia: era una horda. A principios del siglo XX, Alcides Arguedas y otros influyentes escritores bolivianos que bebían de esa antropología asociaban palabra «horda» al indígena: en la novela Raza de bronce (1919), los indígenas deciden vengarse de los abusos de los blancos, que se condensan en la violación de una mujer de la comunidad, y el grupo, lleno de «furia agresiva y malintencionada», se convierte en una «horda», a cuya cabeza está el esposo, «ciego y fatal».

Ha pasado más de un año y todavía no tenemos un informe confiable de lo ocurrido en Sacaba y Senkata. No es fácil en una sociedad polarizada investigar abusos de derechos humanos, pero debemos intentarlo: solo así podremos reconstruir las legitimidades morales e institucionales que requiere el país. El Estado se arroga el uso letal de la fuerza como último recurso, pero las convenciones internacionales son claras al hablar de la justa proporcionalidad y del hecho de que son los encargados civiles los últimos responsables de las decisiones de las fuerzas de seguridad. Encontrar esa verdad para la ley y la justicia, sin embargo, quizás no sea tan difícil como romper la conexión «horda» y «masista» en el lenguaje cotidiano de los sectores de la clase media que ven a los movimientos sociales en la base del MAS, de notoria raigambre popular, con un racismo que a veces se esconde pero nunca tarda en reaparecer.