Alia Trabucco Zerán
Coleccionar palabras. Ese fue el refugio del filólogo judío-alemán Víctor Klemperer ante el auge del nazismo. Escuchar con atención los discursos políticos, inspeccionar línea a línea las nuevas ordenanzas y constatar, con una mezcla de angustia e indignación, cómo ese lenguaje irrumpía subrepticiamente en el habla de sus estudiantes, de sus colegas, de sus propios vecinos.
Recogida en sus monumentales diarios y en el libro La lengua del Tercer Reich (Minúscula), la labor testimonial de Klemperer adquiere hoy renovada vigencia a la luz de la expansión de los nacionalismos y de un rebrote neofascista. La actualidad de su obra, sin embargo, no se limita a la brillante operación de desmontaje emprendida por el filólogo, sino que se extiende, además, a formas lingüísticas y jurídicas surgidas en la posguerra y que se encuentran en el centro de las disputas políticas de nuestro agitado presente.
En La lengua del Tercer Reich, Klemperer desmiente en más de una ocasión el mito de que el nazismo habría acuñado nuevas palabras. Según el filólogo, el nacionalsocialismo alemán no habría recurrido sistemáticamente a un vocabulario original, sino a un nuevo uso de viejas palabras, al empleo de abreviaciones y siglas, y a la adopción indiscriminada de ciertos prefijos. Esto y no un puñado de neologismos es lo que habría permitido al nazismo hacer del lenguaje “su medio de propaganda más potente, más público y secreto a la vez”. Un doble carácter —público pero secreto— que se alza como uno de los rasgos más aterradores del aparato lingüístico nazi y que Klemperer exhibe lúcidamente en cada apartado de su obra.
Un conjunto de palabras de uso habitual estaría, pues, en los cimientos del andamiaje que Klemperer bautiza como LTI: Lingua Tertii Imperii. Palabras que precisamente porque no llaman la atención, porque no cargan de manera explícita con insinuaciones violentas, actuaron “como dosis ínfimas de arsénico”. Un veneno que la sociedad alemana habría tragado sin darse cuenta, pero que al cabo de un tiempo produjo “el efecto tóxico”. Entre estas palabras, algunas fueron empleadas para nombrar específicamente la aniquilación (liquidar o solución final, entre otras) y son ellas las que, hasta el día de hoy, portan el signo de la infamia nazi. Pero hay otros términos, menos imbuidos de muerte y anteriores al nazismo, que han continuado su trayectoria y han recobrado vigor en el presente: patria, nación, seguridad, soberanía.
Klemperer explica que este lenguaje no fue exclusivo de los adeptos al nazismo, sino que se inmiscuyó también en el habla de sus opositores. “Despotricaban contra el nazismo y lo hacían con sus expresiones”, describe el filólogo, revelando que la tarea de desnazificación no sería sencilla y dando pistas sobre cómo ciertas palabras se camuflan en el lenguaje cotidiano pese a su oscuro pasado o a las buenas intenciones de quienes las usan.
La metáfora del arsénico es elocuente y Klemperer la utiliza en más de una ocasión. Un veneno invisible y letal, ingerido en pequeñas dosis por el pueblo alemán, y que conduce no solo a la muerte, sino a la forzosa pregunta por su antídoto. ¿Existieron en el siglo XX palabras que neutralizaran el efecto del lenguaje del nazismo? Y si existieron, ¿mantienen estas palabras-antídoto su poder o han expirado con el paso del tiempo?
Mientras Víctor Klemperer sufría los campos de trabajo forzado, mientras era despedido y proscrito de impartir clases en la universidad y recolectaba palabras como estrategia íntima de resistencia intelectual, dos prestigiosos juristas, Hersch Lauterpacht y Raphael Lemkin, se encontraron a su vez sin palabras. Ante las dimensiones del horror, que afectaría a sus propias familias, decir asesinato o matanza, homicidio o persecución, parecía un sinsentido. Esas palabras, de pronto, ya no eran capaces de nombrar la realidad. El lenguaje había alcanzado su límite y con él había llegado también a su límite la herramienta que Lauterpacht y Lemkin conocían a la perfección y que, supuestamente, debía protegerlos: el derecho.
Ante este descalabro y conviviendo, sin conocerse, en la pequeña ciudad de Lviv (llamada Lemberg, Lwów o Lvov, según el país que la hubiera invadido), ambos juristas se embarcaron en una búsqueda lingüística y jurídica que, años más tarde, daría la vuelta al mundo en el juicio más importante del siglo XX: el de Núremberg. Lauterpacht acuñaría el término crímenes contra la humanidad, que pretendía proteger al individuo frente a abusos de gran escala, y Lemkin, por su parte, el de genocidio, centrado en la protección de los grupos frente a persecuciones selectivas. Dos conceptos fundamentales para el derecho internacional, que hoy forman parte de nuestro acervo lingüístico, y que el escritor y abogado británico Philippe Sands rastrea en su magnífico libro Calle Este-Oeste (Anagrama). Un texto híbrido, que indaga en la historia de estas palabras-antídoto y que, leído en conjunto con La lengua del Tercer Reich, permite ensayar algunas reflexiones sobre ciertos fenómenos de nuestro presente.
Los conceptos genocidio y crímenes contra la humanidad buscaron no solo castigar los delitos perpetrados por el régimen nazi, sino también nombrar una realidad para así volverla moral y legalmente inaceptable. La preocupación de estos abogados, una obsesión que de algún modo les salvaría la vida, era dar un estatuto especial a crímenes nunca antes tipificados y ofrecer una respuesta contundente a la cuestión de la soberanía y sus límites. ¿Podía un Estado actuar a su antojo dentro de los confines de su territorio? ¿Podía excluir a un grupo específico por motivos religiosos o raciales? ¿Podía, incluso, asesinar? La respuesta del viejo imperio habría sido, con posibles excepciones, sí. La del nuevo orden sería, por primera vez, no. Un no que causó resquemores en círculos legales y diplomáticos, que sacudió los cimientos del derecho internacional, pero que, para juristas como Hersh Lauterpacht y Raphael Lemkin, serviría como un verdadero compás. Ese no sería, en adelante, su arma secreta contra el horror.
Estas palabras-antídoto y el orden que posteriormente fundaron —la Corte Penal Internacional, los tribunales regionales de derechos humanos y sus respectivas declaraciones y convenciones— debían servir como un mínimo común para la Humanidad, un acuerdo elemental sobre ciertas conductas prohibidas y sobre los estándares básicos para garantizar una vida digna a las personas. Si Klemperer había rastreado, durante años, las huellas lingüísticas del Estado Total, Lauterpacht y Lemkin acuñarían dos conceptos que pretendían prevenirlo en el futuro. Los delitos de genocidio y crímenes contra la humanidad, rápidamente incorporados a la legislación internacional, dejarían en claro que el Estado no podía estar jamás sobre el ser humano. Un nuevo orden parecía en ciernes y tanto Lauterpacht como Lemkin vivieron para verlo en acción.
La trayectoria de este orden mundial, sin embargo, ha sido más sinuosa de lo que ambos juristas seguramente anticiparon. Pese a sus loables intenciones, el derecho penal internacional no ha impedido matanzas, limpiezas étnicas, ocupaciones ilegales y persecuciones selectivas y, más aún, los derechos humanos han sido instrumentalizados una y otra vez para justificar invasiones e intervenciones armadas. La efectividad de este modelo jurídico, precisamente por su conflictiva relación con la soberanía estatal, ha sido puesta en entredicho en más de una ocasión, pero nunca, hasta ahora, su existencia había estado bajo amenaza. Una crisis que se manifiesta, por un lado, en una creciente cooptación lingüística de los derechos humanos y, por otro, en una explícita arremetida contra este orden internacional.
Acaso debido a su aura de corrección o a su extendida legitimidad, el llamado “lenguaje de derechos humanos” ha seguido una curiosa trayectoria. De ser un bastión para las víctimas de violencia estatal y una inagotable fuente de incomodidad para las derechas autoritarias, este lenguaje ha pasado a formar parte incluso de las agendas más conservadoras. Basta un vistazo a la política exterior norteamericana o, sin ir tan lejos, al llamado “Plan de Retorno Humanitario” impulsado en Chile por el gobierno de Sebastián Piñera, para ver en acción la palabra humanitario (con mayúsculas) justificando invasiones foráneas en el caso de Estados Unidos y, en el caso chileno, fundando un programa de tintes racistas que deporta a inmigrantes haitianos a un país asolado por la miseria y una posible guerra civil. Ejemplos como este abundan en todos los países. La cooptación del lenguaje de derechos humanos ha sido intensa y en la última década ha pasado a formar parte de las estrategias de grupos religiosos e incluso de las grandes trasnacionales. No es extraño oír hablar de un “derecho a la familia” (entendida bajo el estricto modelo heteronormativo) o de un “derecho a la libre competencia”. Y qué decir del “derecho a la vida” y su curioso empleo en las campañas antiderechos.
A esta cooptación lingüística y su inevitable corolario (un acelerado vaciamiento semántico y debilitamiento normativo), se ha sumado otra tendencia: la explícita deslegitimación del orden internacional imaginado por juristas como Lauterpacht y Lemkin por parte de movimientos conservadores que, por si fuera poco, repiten palabras peligrosamente similares a las del siniestro Tercer Reich.
Los ejemplos de este actual cuestionamiento abundan y están lejos de ser puramente retóricos: Estados Unidos y su retiro, en 2018, del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas; Reino Unido y su explícito deseo de derogar el Acta de Derechos Humanos que incorporaba como ley interna la Convención Europea; y, en América Latina, el retiro de Brasil del Pacto Mundial para la Migración. En todos los casos los motivos son idénticos y remiten a la misma palabra: soberanía. Un término que, integrado al programa político de la derecha y leído en conjunto con el auge de los nacionalismos, permite establecer inquietantes paralelos con la primera mitad del siglo XX.
La soberanía es enarbolada en la actualidad como argumento para identificar a un otro (migrante) que amenazaría la identidad e integridad de la patria y, además, para cuestionar las limitaciones que el orden internacional impondría a los Estados. La estrategia, a la luz de Klemperer y Sands, a la luz de la historia del siglo XX y a la sombra de sus palabras, es clara: cuestionar sistemáticamente el antídoto para, enseguida, hacernos tragar arsénico a borbotones. Y es que, más allá de las falencias del orden internacional de los derechos humanos (sus pretensiones universalistas o su fácil instrumentalización), tener derechos, ser sujeto de derechos, fue una de las grandes batallas del siglo pasado y que solo recientemente ha ingresado como expectativa a las subjetividades y al lenguaje de sectores cada vez más amplios. Y hoy, por medio de subterfugios como la palabra soberanía, sembrando el caos para enseguida invocar el orden, propagando el miedo para así emplear la palabra seguridad, el veneno se expande a una velocidad alarmante mientras el antídoto pierde efectividad.
En Chile, el más claro ejemplo de esta tendencia es José Antonio Kast, fundador de un movimiento llamado Acción Republicana, cuyo programa político exuda una retórica antiderechos: menos garantías para los pueblos indígenas, menos igualdad para los grupos LGBTI, menos derechos para las mujeres y menos protección para los trabajadores. Desde luego, la aceptación transversal de una palabra como derechos impide que estos grupos se declaren a sí mismos antiderechos, tal como en la Alemania nazi no se decía exterminio sino solución final. Como plantea Umberto Eco, “el fascismo nunca nacerá hablando de reabrir Auschwitz o de camisas negras”, pero sus políticas en materia migratoria o carcelaria hablan por sí solas. La seguridad, en tanto, sumada al orden público, ameritaría no solo para estos grupos sino también para partidos de la derecha tradicional, medidas reñidas con cualquier estándar democrático: la aplicación de la ley de seguridad del Estado contra integrantes de la oposición, la dictación de leyes antiprotesta, la detención por sospecha, e incluso la instauración de un estado de emergencia semipermanente.
Tal como plantea Klemperer, este tipo de movimientos autodenominados fundacionales (o refundacionales) siempre están marcados por dos tendencias: la voluntad de lo completamente nuevo y la necesidad de establecer un nexo con el pasado. En el Reino Unido del Brexit, esto se tradujo en el eslogan Make Britain Great Again, más tarde reapropiado por la campaña presidencial norteamericana; mientras que en América Latina, a falta de reminiscencias nostálgicas de la época imperial, se ha expresado en añoranzas dictatoriales, impensables hace una década y explícitas en la actualidad.
En Chile, las reminiscencias pinochetistas han reaparecido incluso entre aquellos que habían intentado desvincularse de su pasado autoritario, fenómeno que se ha profundizado (o tal vez la palabra sea transparentado) en los últimos meses. En el consejo ampliado de Renovación Nacional, actual partido de gobierno, una de sus diputadas, Camila Flores, señaló en diciembre del 2018: “Yo soy pinochetista y lo digo sin problemas. Soy una agradecida del gobierno militar”, declaración que fue recibida nada menos que con una turbadora ovación. Entre esa ovación y la mutilación de casi cuatrocientos ojos durante las protestas del 2019 pasaron apenas unos meses. Había solo un paso entre esas declaraciones o las del ex Ministro de Cultura, Mauricio Rojas, quien calificara el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos como un “montaje”, y un nuevo episodio de masivas violaciones de los derechos humanos en Chile. En paralelo, sitios de memoria como Villa Grimaldi siguieron sufriendo reiterados ataques vandálicos, incluyendo un rayado que decía “No lucren más con los derechos humanos” y el diario El Mercurio se encargó de renovar sus votos negacionistas con un inserto el 11 de septiembre del 2019 titulado “El 11 de septiembre de 1973 Chile se salvó de ser como Venezuela”. Algo similar, aunque en una escala ostensiblemente menos grave, ocurrió con la prensa en Argentina tras el triunfo de Mauricio Macri, cuando el diario La Nación publicó una editorial titulada “No más venganza” llamando a “terminar con las mentiras sobre los años setenta”. Y qué decir de Brasil, donde Jair Bolsonaro ha llegado a afirmar que el golpe militar de 1964 “no existió”.
A esta nostalgia autoritaria se ha sumado en Chile una ofensiva política y jurídica contra los organismos internacionales de derechos humanos. A inicios del 2019, Sebastián Piñera encabezó una polémica carta dirigida a la Comisión Interamericana (carta a la que adhirieron los gobiernos de derecha de Argentina, Brasil, Colombia y Paraguay) donde exigía fortalecer el “principio de subsidiariedad” y dar un mayor “margen de apreciación” a los Estados, para así respetar la “soberanía del país”. Unos meses más tarde, tras la revuelta de octubre del 2019, cabe preguntarse si el gobierno exigía ese “margen de apreciación” para que así las fuerzas del Estado pudieran emprender, sin restricciones, una de las arremetidas más violentas contra una protesta social en lo que va del siglo XXI en América Latina. A la luz de las miles de detenciones ilegales, los cientos de globos oculares mutilados, la veintena de personas fallecidas y los casos documentados de tortura y violencia política sexual, el deseo del gobierno de reivindicar la “soberanía nacional” puede ser leído como un antecedente de la posterior violación de derechos humanos e incluso un anticipo del discurso negacionista con el que el propio gobierno de Sebastián Piñera reaccionaría a los informes de organismos internacionales que denunciaron las masivas violaciones de derechos humanos durante el estallido social. Si a esto se añade la negativa de Chile de formar parte del histórico Pacto Mundial para la Migración, esgrimiendo que dificultaba, en palabras del propio presidente, “el proceso de poner orden en nuestra casa”, la política chilena en materia de derechos humanos puede ser descrita como un péndulo que pasó aceleradamente de la deslegitimación discursiva del orden regional a la violación masiva de los derechos humanos de miles de personas que salieron a las calles justamente bajo la premisa de ser sujetos de derecho.
Lo curioso del argumento de la soberanía es que solo surja en el discurso de la derecha cuando se trata de temas de derechos humanos mientras que ni siquiera asoma como preocupación cuando el Estado adhiere a tratados de libre comercio que, en los hechos, limitan seriamente las atribuciones regulatorias de los parlamentos y otorgan un preocupante “margen de apreciación” a las grandes corporaciones. Mientras los pactos de derechos humanos son perfilados como una amenaza al Estado y sus fronteras, los otros posan ante la prensa y la sociedad como meros acuerdos técnicos. Y el lenguaje, en esta pose, juega un rol fundamental. La autorregulación, las llamadas leyes de oferta y demanda, la libre competencia y un largo listado de términos que inundan tratados como el TPP, permiten a la derecha alimentarse del lenguaje supuestamente técnico del neoliberalismo para posar de neutral y avanzar en su agenda conservadora. Una agenda antiderechos, de raigambre autoritaria, que hoy se enmascara de patriotismo y defensas a la soberanía, y que es urgente disputar.
Esto supone, entre otras medidas, desmontar su estrategia lingüística y para ello es importante tener a la vista la historia del siglo XX. El proyecto ultraconservador y sus diversos representantes han conseguido cimentar la impresión de que hay un acuerdo sobre la irreductibilidad de la soberanía de los Estados. Cada vez que han esgrimido este argumento, cada vez que esbozan la palabra soberanía, sus contendores se ven acorralados y balbucean confusas explicaciones en lugar de decir, fuerte y claro: sí, los Estados deben ceder soberanía en pos del respeto de los derechos humanos y la protección del medio ambiente. Este es un “costo” (o, mejor dicho, una consecuencia) que deberíamos estar dispuestos a aceptar sin mayores resquemores. Hersch Lauterpacht y Raphael Lemkin sobrevivieron al nazismo mientras buscaban fundar un orden y un lenguaje capaz de limitar al Estado Total y proteger al individuo y al grupo de los abusos que marcaron el siglo pasado. Si este orden internacional es hoy cuestionado por la extrema derecha, si sus primeras medidas al asumir el poder han sido retirar a sus países de estos pactos, es porque en su horizonte, es decir, en su proyecto político, asoman nuevos autoritarismos que ven en los derechos humanos un potencial obstáculo. Y ese, precisamente, es uno de los principales objetivos de los derechos humanos: ser un obstáculo para el horror, para las formas más impensables de violencia, e impedir así que otros, como Víctor Klemperer, cosechen nuevamente palabras-veneno.
El discurso prosoberanía encubre un proyecto autoritario que, desde luego, no será idéntico a los totalitarismos del siglo XX. Pero sus intentos por mermar el discurso de derechos humanos, sumado a una clara impronta antiextranjera, a una visión esencialista del género, y a un uso proselitista de términos como patria, familia, orden y seguridad, nos ha hecho ingerir arsénico en dosis alarmantes. Ya me ha tocado oír en más de una ocasión la frase “ideología de género” en los discursos de Kast o Bolsonaro, ya he visto a la ministra de Educación de Brasil decir “los niños visten de azul, las niñas visten de rosa”, pero hace poco oí estas palabras en boca de un familiar que, en un intento por criticar a la derecha, utilizaba inconscientemente su mismo vocabulario. El arsénico, poco a poco, comienza a surtir efecto, y más vale tener los antídotos a mano si queremos evitar el aterrador espejo de nuestro no tan remoto siglo XX.