Juan Manuel Espinosa Restrepo
Para Rufino José Cuervo, el interés de formar una comunidad lingüística fue un impulso que lo acompañó toda su vida. Comprender las distintas maneras en las que Cuervo buscó crear y ampliar esa comunidad no solo nos permite entender la complejidad de su figura y a lo que nos deberíamos atener al estudiar su obra, en especial si lo hacemos desde un punto de vista transdisciplinario y glotopolítico, sino también dilucidar la época en la que trabajó y los desafíos que enfrentó, entre ellos el de abrirle paso al científico del lenguaje en la misma comunidad que él avizoraba. En las siguientes páginas, mostraremos diferentes aristas del autor a partir de la lectura de los prólogos e introducciones a sus obras y a obras ajenas. Esto nos permitirá ofrecer una imagen de Cuervo producida desde ópticas disciplinarias, ya que, como veremos, es muy distinto si se le analiza desde la historiografía lingüística, la historia política y cultural de Colombia o desde una historiografía de las ideas en Hispanoamérica. El objetivo es mostrar una imagen de Cuervo que considere estas aproximaciones exhibiendo cómo se conectan estas facetas, pero también cómo, al conectarlas, revelan tensiones en su misma obra, las que están precisamente en la construcción de la comunidad lingüística y en el sistema de corrección lingüística que propugnó.
Su vida
Cuervo nació en Bogotá en 1844, en un siglo lleno de guerras civiles. La inestabilidad política y económica envolvió siempre a su familia. Esta inestabilidad, en el plano nacional, hizo que cayeran los sistemas federales impulsados por los liberales para dar paso a la hegemonía del partido y del pensamiento conservador en Colombia desde finales del siglo XIX (y de los cuales Miguel Antonio Caro fue artífice).
Su padre murió cuando tenía nueve años de edad. A partir de ese momento, para él y su familia comenzó una época de gran incertidumbre económica. Sus hermanos mayores entraron al mundo del comercio, aunque poco pudieron hacer en una ciudad de 50.000 habitantes. Como era costumbre, al principio se educó en casa, pero luego continuó sus estudios en otros espacios educativos, cambiando de acuerdo con el desarrollo de sus capacidades, pero también de acuerdo con la disponibilidad de esos espacios debido a la inquietud social de la época. Posteriormente, enseñó griego y latín en algunos de estos centros por necesidad económica, no por gusto. Sin embargo, esto le dio un mayor conocimiento del público lector cuando publicó, junto con Miguel Antonio Caro, la Gramática de la lengua latina.
Después de varios intentos poco fructíferos de crear negocios, junto con su hermano Ángel, Rufino entró en la creación y consolidación de su negocio cervecero en Bogotá. Esta fue una actividad que no solo los sacó de la incertidumbre económica, ya que los financió lo suficiente como para, primero, hacer un largo viaje por más de veinte países de Europa, donde Rufino logró conocer a respetados filólogos y lingüistas con quienes inició relaciones epistolares que duraron el resto de su vida, sino también, siguiendo las recomendaciones de su amigo y antiguo mentor de alemán Ezequiel Uricoechea, la venta de la cervecería les permitió establecerse permanentemente en París. Allí, Rufino reeditó sus Apuntaciones críticas del lenguaje bogotano, publicó los dos primeros tomos del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, y escribió más de treinta volúmenes de cartas a corresponsales en toda Europa y América. En 1896 fue nombrado caballero de la legión de honor por el gobierno francés. Finalmente, murió en París en 1911.
En la obra de Cuervo se aprecia la búsqueda de estabilidad del pensamiento conservador, una estabilidad que al principio de su obra yacía en los valores ciudadanos, y luego en términos de actitudes lingüísticas. Esto se revela en el imperativo fundamental de toda su vida: la consolidación de una comunidad hispanoparlante que, luego de las independencias de España, permitiera continuar con el libre intercambio de ideas. Este impulso no es único de Cuervo, sino que hizo parte de las primeras generaciones de escritores en Colombia que, sin haber visto de primera mano las guerras de independencia, buscaron construir comunidades nacionales. Sin embargo, en Cuervo, la combinación de este imperativo comunitario con los conocimientos especializados de la ciencia del lenguaje fue única. El deseo de establecer esta comunidad y de no contradecir los postulados de la ciencia del lenguaje de entonces lo llevó a defender una jerarquía del lenguaje escrito sobre el oral y un espacio independiente del científico/lingüista, diferente al espacio del académico y del escritor culto. Podríamos decir que ese Cuervo joven, que junto con Caro publicó una gramática del latín para un grupo de estudiantes con el fin de que supieran el uso correcto no solo de las normas lingüísticas, sino también morales y ciudadanas, nunca desapareció: el imperativo de crear comunidad a través de la lengua escrita está presente en toda su producción.
Es en los prólogos a sus propias obras y tanto en los prólogos como en las cartas que le escribe durante décadas a sus correspondientes, donde encontramos el desarrollo intelectual y lingüístico de Cuervo. Allí vemos con mayor facilidad y nitidez la manera en que el autor fue dejando de lado las maneras tradicionales de la prescripción lingüística (fundamentadas en gramáticas generales y en nociones estáticas del lenguaje). Con el tiempo, y gracias al contacto con la actualidad lingüística del momento, Cuervo adoptó ideas más sofisticadas sobre la lengua y los parámetros que rigieron tanto su cambio como su corrección (aunque el imperativo de creación de una comunidad no cambiaría). Formado por ideas positivistas y embebido en ellas durante toda su vida, no es de extrañar que el sistema de la lengua que él adoptó se ciñera a esos principios y que el sistema comunitario de la lengua que él enarboló para combinar las novedades de la lingüística con las necesidades de la corrección del lenguaje —para a su vez preservar esa comunidad lingüística— dependiera también de premisas positivistas.
Primero, revisaremos los prólogos que Cuervo escribió para las Apuntaciones (ediciones de 1872 y 1907) y la «Introducción» al Diccionario de 1886. Gracias a estos textos podemos entender cuál es la comunidad lingüística que concibe el autor y el consecuente sistema comunitario que él propugna para preservar esa comunidad. Al final, nos detendremos en el prólogo del libro de poemas Ecos perdidos de Antonio Gómez Restrepo (1893) y en la carta-prólogo a Nastasio de Francisco Soto y Calvo (1899), para evidenciar cuán amenazado veía Cuervo su pensamiento sistemático al final de su vida y cómo, sin embargo, no dejó de luchar por preservar la comunidad lingüística del español.
Retratos
En lo básico, retratar a Cuervo de esta manera implica considerar conjuntamente una serie de retratos previos que, en apariencia, pueden o bien contradecirse o cancelarse los unos a los otros. Estos son el Cuervo científico, el Cuervo católico y el Cuervo moderno. Resumiremos estos retratos para que, a partir de ellos, podamos contar la historia de un autor para quien las ideas religiosas, científico-lingüísticas y modernas formaban un campo de fuerzas no siempre estable, pero permanente.
Afuera de Colombia, y en los entornos propios de la lingüística y la filología, la imagen de Rufino José Cuervo ha sido desde hace tiempo la de un lingüista moderno. Sus Apuntaciones, por ejemplo, actualmente pueden ser vistas como una de las primeras obras de la dialectología moderna en Hispanoamérica. En Colombia, en cambio, la historia política desde la década del ochenta lo ha estudiado como un miembro un tanto anómalo o secundario de los políticos gramáticos que gobernaron el país desde mediados del siglo XIX. Al ser tan cercano de Miguel Antonio Caro, figura crucial del pensamiento conservador colombiano, es válida la aseveración que hace Erna von der Walde (2002) de que el público en general entendía las Apuntaciones no como un texto de dialectología, sino como un manual de urbanidad. Sin tener esto en cuenta, es difícil entender las ventas del libro y sus múltiples reediciones.
Es en respuesta a esta imagen de Cuervo que Norman Valencia (2012) analizó las Apuntaciones para mostrar un autor moderno, no en el sentido de un científico de la lengua que observó los fenómenos de cambio y variación, sino de un sujeto que comenzó su obra con ciertos preceptos de les anciens para arribar a las preocupaciones propias de les modernes. Al fin y al cabo, ¿qué más moderno que augurar la futura muerte o fragmentación de una lengua y consigo la desaparición de las tradiciones y comunidades entrelazadas en ella? Esta mirada al vacío se la permitió la metodología histórico-comparativa de la lingüística, pero las herramientas vivenciales para afrontar el vacío no provienen de la ciencia, sino de la religión y de un horizonte conservador de posibilidades.
Esta imagen del Cuervo religioso es la que fue enarbolada por el Instituto Caro y el mismo autor desde el momento de la publicación, tanto de su obra completa como de su correspondencia a mediados del siglo XX. Cuervo fue dibujado con las categorías típicas de «beato», «asceta-ermitaño» o «sabio» propias del siglo XIX que, junto a la de «prócer» y la gran categoría de «patriota», en un inicio funcionaron para consolidar la Gran Historia de los países recién independizados. Sin embargo, son categorías que prontamente se petrificaron.
Los prólogos
Cuervo no fue un científico moderno si nuestra definición implica que su imperativo principal fue avanzar a través de descubrimientos o hallazgos el estado de su disciplina. El imperativo para él no fue la consolidación de una disciplina, sino la preservación de una comunidad lingüística. ¿En qué consiste esa comunidad? ¿Cómo se relaciona con el sistema lingüístico que él concibe? Responderemos primero estas preguntas para luego explicar las tensiones que, reveladas en los prólogos para obras de otros, aparecen alrededor de su obra.
La comunidad de Cuervo
La premisa fundamental que recorre la obra de Cuervo, tanto temprana como tardía, es que la lengua es necesaria no solo para comunicarse los unos con los otros, sino para construir una comunidad. Esto lo vemos en la Gramática de la lengua latina para el uso de los que hablan castellano (1867), obra que escribió junto con Caro y que fue publicada a sus 23 años, cuando mencionan de paso el uso de citas de Selectas profanas (Selectæ e profanis scriptoribus historiæ) de Jean Heuzet (1660-1728) «como un buen libro de traducción y como una bella floresta moral». Para Cuervo, la comprensión de sus propios textos como textos didácticos de un área específica de conocimiento y de valores «más universales» como la moral, continuó por el resto de su vida. En consecuencia, sus prólogos siempre dejaron en claro que no solo se dirigía a colegas especialistas, sino a una ciudadanía amplia (en especial en las distintas ediciones de sus Apuntaciones). Cuervo no deseó ser el gran comparatista que muchos filólogos han dicho que podría haber sido si así lo hubiera decidido, si no se hubiera concentrado solo en el español. Esto también nos permite entrever por qué continuó con un proyecto tan avasallador como el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, mientras dejó varios proyectos más pequeños de lado, más cercanos a los tipos de productos que los lingüistas de la época acostumbraban a elaborar.1 La razón era clara: el imperativo de Cuervo no fue avanzar la ciencia del lenguaje, sino consolidar y preservar una comunidad lingüística en tiempos de profundos cambios. La incertidumbre del hogar y de la sociedad que él conoció cuando niño afloró en este impulso.
Lo que cambió a lo largo del tiempo fueron las dimensiones de lo que Cuervo consideró la comunidad. Si en el primer prólogo de las Apuntaciones la comunidad era la patria que se recordaba desde niño, simbolizada por la lengua y las voces enunciadas en el entorno familiar y hogareño (1872), en el último prólogo (1907) esta comunidad era mucho más grande:
La patria para el que no ha visto más que su aldea ni ha oído hablar de comarcas situadas fuera del horizonte que alcanza a divisar, no representa nada más que una corta parentela, un reducido círculo de conocidos apegados al terruño. A medida que la cultura crece, los límites se ensanchan, el corazón se abre a nuevas aspiraciones; y cuando las letras y las ciencias han fecundado cumplidamente un espíritu, ya la patria no cabe en las demarcaciones caprichosas de la nacionalidad (Cuervo, 2012: 20).
La relación estrecha entre comunidad y patria que veíamos en 1872 no la encontramos aquí. La patria crece con la educación formal (letras y ciencias) y con la exposición a una mayor cultura, pero esto trae riesgos. Para poder tener un medio de comunicación efectivo en una comunidad que «no cabe en las demarcaciones caprichosas de la nacionalidad», se hace necesario un sistema de preservación de esa herramienta, y el punto clave para preservarla es la uniformidad:
Cuando varios pueblos gozan del beneficio de un idioma común, propender a la uniformidad de este es propender a avizorar sus simpatías y relaciones, hasta hacerlos uno solo; que la unidad de la lengua literaria es símbolo de unidad intelectual y de unidad en las aspiraciones más elevadas que pueden abrigar los pueblos. De aquí la conveniencia de conservar en su integridad la lengua castellana, medio providencial de comunicación entre tantos millones de hombres que la hablan en España y América (Cuervo, 2012: 20).
No es cualquier nivel de la lengua la que se debe preservar. Es la lengua literaria (la lengua escrita en entornos formales y cultos) lo que se debe uniformar, ya que «es símbolo de unidad intelectual» y de aspiraciones comunes entre pueblos cuyo intercambio de saberes se hacía exclusivamente a través de la escritura y la lectura, y no a través de medios audiovisuales. Pero mantener la unidad de la lengua, cuando habían pasado poco más de dos generaciones desde las independencias de España, no es tarea fácil. Obviamente, esto conllevó problemas de autoridad y autorización en términos de corrección lingüística y de inclusión de voces nuevas al sistema. Tal vez por ello es que no solo ubica su lugar de enunciación en América, incluso cuando está escribiendo en París,2 sino que sugerirá fuertemente una distribución de responsabilidad a todas las naciones hispanohablantes. Para poder hacer esto, la necesidad imperiosa era conservar la claridad en la comunicación escrita o, lo que llama Cuervo, la «lengua literaria»:
Mientras tanto, en obsequio de las facilidades que ofrece una lengua común para la transmisión de las luces y para estrechar la fraternidad de pueblos de un mismo origen, y en vista de las ventajas que logra el arte de escribir aprovechándose de un instrumento ya probado y de una materia desbastada mediante una labor secular, es patente la necesidad de conservar la pureza de la lengua literaria (Cuervo, 2012: 43-44).
Este sistema de responsabilidades y derechos que enarbola Cuervo funcionaría bien si la relación de los hablantes con la lengua, la manera de responder las preguntas de cómo seguir una regla o cómo verificar si una regla se estaba rompiendo, fuera una relación por completo legalista. Es decir, si hubiera autoridades institucionales que promulgaran una ley clara y permanente, la cual sería fácil de seguir o consultar en caso de duda. Pero en términos políticos, debido al pasado reciente de los países americanos, no se podía concebir con facilidad a la Academia Española como una autoridad institucional de la lengua. Quedaba entonces la ciencia del lenguaje, la cual venía dando pasos agigantados desde finales del siglo XVIII y cambiando drásticamente las ideas de cómo funciona el lenguaje. Pero ni siquiera ella, a mediados del XIX, daba visos de convertirse en un remplazo de esa autoridad institucional, ya que había puesto en evidencia todo lo contrario: no hay posibilidad de ofrecer leyes permanentes para algo que se ha demostrado que está en constante cambio. Lo único que puede hacer es mostrar que hay unas cuantas reglas que regulan esos cambios.
Cuervo siempre se encontró en medio de esta disyuntiva: si en la década del sesenta buscó desprenderse de las premisas de las reglas eternas y permanentes de una gramática general (el primer paso lo había dado Andrés Bello en su Gramática) y con ello de los impulsos prescriptivos, la ciencia del lenguaje pareció ofrecerle insumos para sugerirle a las personas cómo hablar y escribir, y con ello conservar esa comunidad que trasciende los límites nacionales. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo, las observaciones hechas por la corriente histórico-comparatista evidenciaron que la lengua irrefutable y constantemente cambia a lo largo del tiempo, a lo ancho de los territorios donde se habla e, incluso, en un mismo lugar y momento. De esta forma, los elementos populares presionan a los elementos cultos derivando en más cambios.
Entonces, ¿cómo preservar las premisas comunicativas de la lengua si la preceptiva antigua ya no funciona? Si la lengua cambia, ¿entonces habría que incluir todos los extranjerismos, las palabras que vienen del vulgo y cualquier otra invención? ¿Cómo mantener criterios de corrección e incorrección bajo este marco? ¿Quiere decir esto que la lengua literaria ya no sirve como parámetro de la corrección?
La respuesta de Cuervo a este deseo de comunidad lingüística fue un sistema comunitario de la lengua española. Un sistema que le permitiría hacer tres cosas fundamentales: primero, incluir los principios «fisiológicos y psicológicos» que la escuela histórico-comparativa había descubierto y postulado sin dejar a un lado los lineamientos sobre la corrección lingüística necesarios para la conservación de la comunidad; segundo, defender la prioridad del elemento culto-literario de la lengua sobre el elemento popular, ya que aquel es necesario para la comunicación a lado y lado del Atlántico; y tercero, abrirle al científico de la lengua un espacio antes inexistente, un espacio desde el cual es él quien ejerce control sobre las acciones de las autoridades institucionales de la lengua (Academia Española y su Diccionario, la Gramática de Andrés Bello o las que llegaran en un futuro).
La lengua en medio de la comunidad
«Hemos insinuado», señala Cuervo en la introducción a su Diccionario:
Que el fondo de la lengua no es una conglomeración informe de elementos mutilados por la barbarie, sino un sistema tradicional gobernado por principios fisiológicos y psicológicos, que va acomodándose a las necesidades del entendimiento mediante el desarrollo congruente de sus partes, y la asimilación consiguiente de las nuevas adquisiciones (Cuervo, 1987a: 391).
No hay anarquía en el sistema tradicional, hay un gobierno de los cambios de la lengua ejercido por principios psicológicos y fisiológicos. La irrupción de lo nuevo no es inaudito, no es un acontecimiento por fuera del sistema, es la consecuencia del desarrollo congruente de sus partes. Esta definición le permitió a Cuervo incluir el sistema de la lengua propuesto por la ciencia del lenguaje, el cual había traído al interior del mismo la facultad de cambio e innovación, regulándolo según principios psicológicos y fisiológicos. Si este es el principio mediador de los cambios, debe haber un fondo tradicional, más estático que las voces de la modernización y de la modernidad. Este fondo, como a menudo fue en el siglo XIX, es el pueblo, que permite mantener a su vez la identidad nacional en medio de la comunidad de naciones hispanohablantes. En otras palabras, el pueblo es el cuerpo de la nación, es el «depósito tradicional» de la lengua (Cuervo, 1987a: 380). Lo que hay ahí es lo que menos cambia por modas, alimenta en lo privado a los sabios y literatos, «y enlaza las generaciones regulando y asimilando las adquisiciones de cada época» (Cuervo, 1987a: 380).
Para que haya una innovación aceptada dentro del sistema, se requiere una comprobación de su legitimidad. Esta comprobación, para Cuervo (en línea con el pensamiento de expertos y especialistas desde finales del siglo XVIII), no es tarea del pueblo. Así, este último es el repositorio del conocimiento tradicional, pero no tiene la educación ni la sofisticación necesaria para llevar a cabo la legitimación de las voces. Esta validación viene de la generalización de la novedad y de su uso en el lenguaje literario (comunicación escrita y culta). Todas las novedades no tienen posibilidad de ser asimiladas:
Mientras no se generalicen y obtengan la sanción literaria, es decir, el uso común de escritores acreditados durante un período de tiempo algo largo. Esta sanción es la calificación suprema de las voces, la que realmente trae prescripción, como título auténtico de que pertenecen de hecho a la lengua nacional (Cuervo, 2012: 50).
Es gracias a estos escritores acreditados que una voz —su pronunciación y su escritura, sus inflexiones y su construcción— puede entrar a ser parte del sistema. Si bien son necesariamente muchos menos los escritores que los hablantes del vulgo que pueden hacer uso de la voz, son ellos los que aprueban a través de su uso que estas voces cumplan con las condiciones de legitimidad. Una voz, entonces, puede entrar al sistema si estos escritores, al usarla en sus escritos, revelan:
Su uso general, actual y respetable. Lo que de todos y donde quiera es usado y entendido es parte integrante de la lengua; puesto en contradicción el uso general de hoy con el de épocas pasadas, hay que sujetarse al de hoy; cuando discrepan el común de la gente culta y el vulgo, la práctica de aquella da la ley. Las dos condiciones de generalidad y actualidad se basan en el objeto mismo del lenguaje, que no es otro que servir de instrumento seguro para entenderse y comunicarse los hombres (Cuervo, 2012: 50).
Esto no es una simple cuestión elitista, aunque innegablemente la predominancia de la elite sigue ahí. No obstante, en el sistema de Cuervo, los escritores no son la ejemplificación de lo mejor de la lengua solo porque son los grandes maestros. Son maestros de la lengua porque han absorbido lo mejor del pasado de la lengua, los grandes valores de su antigüedad. Y eso es algo que todos los escritores, según Cuervo, han de hacer: «el sabor antiguo que los modernos pueden y deben dar a sus obras, no es otro que el sabor castizo que proviene de beber sus expresiones en la madre misma de la lengua, esquivando lo extraño y forastero» (1987a: 388). Lo que absorben los escritores es lo mismo que absorbe la lengua: nada de innovación por la innovación, sino debido a un apego directo a la naturaleza o a la «madre» del lenguaje. «El espíritu conservador, ya que no arcaizante», señala Cuervo, «es benéfico para la unidad del idioma, porque el lenguaje literario ejercita para con el familiar oficios de nivelador y moderador» (2012: 30). Por esto, sostiene que aún puede haber una posibilidad de prescripción gracias al lenguaje literario, un principio de prescripción que se atreve él mismo a enarbolar:
Estudiemos pues a los antiguos con discreción; tomemos de ellos su castizo y noble clausura, su fidelidad al espíritu de la nación y de la lengua, su habilidad en beneficiar los recursos que esta le ofrecía, y nada se perderá aunque falten el asaz y el por ende (Cuervo, 2012: 33).
Los hablantes y escritores no están solos en este ejercicio de conservar la lengua literaria en medio de los cambios inevitables. Si los escritores acoplan las voces al sistema de acuerdo con los lineamientos de «uso general, actual y respetable», hay legisladores cuya labor es incluir esas voces en los instrumentos que permiten seguir reglas y consultar si estas se están rompiendo. Estos son, obviamente, la Real Academia Española con su Diccionario, y el instrumento de la Gramática, que para ese entonces seguía siendo la de Andrés Bello.
Sin embargo, para Cuervo hay mucho que mejorar en la manera de elaborar estos instrumentos. Es aquí donde entra el científico y su nuevo rol en el sistema de la lengua. El Diccionario de la Academia no solo funge «de notario que inscribe hechos y derechos reales» (Cuervo, 2012: 60). El autor recuerda que el propósito de la primera planta de este Diccionario era, para cada voz, «expressar su qualidád: conviene á saber, si es anticuada, ò usada; si es baxa, ò rústica; cortesana, curiál, ò provincial; equívoca, proverbiál, metaphórica, ò bárbara» (citado por Cuervo, 2012: 60). Desafortunadamente, esta labor se había dejado de lado. Refiriéndose a la Academia, Cuervo señala: «Es de lamentar que no haya sido consecuente y haya seguido de preferencia el método de excluir lo vulgar, o lo que parece hoy impropio o bárbaro, aunque no lo fuese en otros tiempos» (2012: 60). Excluir lo vulgar porque parece impropio o bárbaro no solo no es consecuente con el rol del notario de la lengua, sino que no es consecuente en el momento de la exclusión. Es por ello que Cuervo señaló los problemas en los que cae la Academia al ser notario y juez al mismo tiempo:
De aquí resulta la oposición entre el oficio de notario y el de juez: en virtud del primero debían registrarse todas las voces y acepciones de uso general o que constan en libros respetables; pero, por obediencia a aquel método, basta que alguna disuene a la gente culta por haberse aplebeyado, para que sea excluida; mientras que tienen cabida otras semejantes que se hallan en los mismos libros o en obras parecidas, solamente porque nadie las usa. Lo justo, y lo que pide la historia de la lengua, es la combinación de los dos oficios: registrar todos los términos autorizados, y añadir la indicación de su calidad actual, dándolos por anticuados absolutamente, por vulgares hoy, por impropios o inaceptables en razón de cualquier otra causa (Cuervo, 2012: 60-61).
Adicionalmente, continúa el autor, es necesario señalar que si la Academia, cuya función es «limpiar la lengua», cae en manos de «aficionados», se puede prestar para incluir en el diccionario «caprichosas ficciones o preferencias injustas» en vez del «conjunto de hechos que es la lengua». Si esto ocurre, el Diccionario pasa a ser una «recopilación de ordenanzas que, modificándose de una edición a otra, son causa de desorden y motivo de gastos inútiles» (Cuervo, 2012: 60).
En contraste a los «aficionados» es que Cuervo antepuso los deberes de un nuevo actor en su «sistema tradicional». Este actor fue el científico, y este fue el rol que asumió en sus prólogos. El científico desempeña la tarea de un organismo de control ante las instituciones legisladoras publicando trabajos que no solo son dirigidos tanto a especialistas como a los hablantes (como las Apuntaciones), sino, como el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, dirigido a estos legisladores para que determinen si «tal construcción o partícula debe su existencia al desenvolvimiento normal, ya ideológico, ya formal del lenguaje o si solamente es una corruptela originada del olvido en que se ha puesto del valor de los términos» (Cuervo, 1987a: 347).3
La comunidad en tensión
Para que el sistema comunitario del español funcione y la comunidad continúe comunicándose, un componente fundamental es que los grandes escritores beban constantemente del pasado de la lengua. En general, para que el sistema comunitario funcione, los miembros del sistema deben cumplir con las obligaciones que les fueron asignadas. ¿Pero qué ocurre si no lo hacen?
En el prólogo que Cuervo escribió para el libro Ecos perdidos de Antonio Gómez Restrepo (1893), encontramos una reacción al no funcionamiento de ese sistema positivista propugnado por él, tanto en su Diccionario siete años antes, como en el último prólogo de sus Apuntaciones, el cual estaría listo catorce años después. Pero no solo encontramos esa respuesta, ya que Cuervo parece entrar en conflicto con los apuntalamientos positivistas que le permitieron defender su versión del sistema de la lengua y construir su sistema comunitario del español. Con ello, el autor comenzó a hacer un listado de problemas que sencillamente socavaban el sistema de la lengua que había adoptado y el sistema político que él había ideado alrededor de ese sistema.
Finalmente, (¿por qué callarlo?) muchos de los muelles de la literatura contemporánea comienzan a gastarse: de las mal cumplidas promesas de la ciencia se engendra fastidio al verla encarada con todo lo pasado y provocando dolorosos conflictos; lo positivo, la materia sola, se ha convertido en fango; el análisis médico-psicológico va siendo tan empalagoso como lo fue el conceptismo de los petrarquistas; la prolijidad de pormenores sacados de obras técnicas o descubiertos con lente, apenas excita ya la curiosidad (Cuervo, 1987b: 870).
En pocas palabras, la modernidad está dando al traste con el proyecto de Cuervo. Primero, nos encontramos con su observación sobre los escritores, creadores del acervo del español literario, que no siguen las pautas necesarias para continuar con el buen funcionamiento del sistema. Sin ese acervo no habrá fuentes autorizadas para el diccionario o para la gramática. Segundo, la ciencia parece estar enfrentada con el pasado «provocando dolorosos conflictos»: la ciencia en su sistema debía estudiar el pasado, no entrar en conflicto con él. Solo así, Cuervo podría compaginar sus labores científicas con sus creencias religiosas. Tercero, los hechos, la materia prima que la ciencia del lenguaje debía estudiar y de lo que los escritores debían apropiarse, pierden su consistencia y no se dejan manipular u observar fácilmente. Para Cuervo, las disciplinas que habían ofrecido los pilares básicos del cambio dentro del sistema de la lengua (las razones fisiológicas y psicológicas) ya «producen cosas empalagosas». Cuarto, los ciudadanos que debían apropiarse del buen ejemplo de los escritores, apoyándose en académicos y científicos, han dejado de prestarle atención a la ciencia porque esta «ya no produce curiosidad». En resumen, en este pasaje, Cuervo nos revela que vive en un mundo muy parecido al actual, donde la ciencia no conserva los estatutos de verdad y autoridad que se pensaba que tenían ante la ciudadanía, las disciplinas científicas están tan especializadas que producen resultados a menudo difíciles de entender, la materia objeto de estudio es tan maleable que parece fango y el ethos científico no camina de la mano con la tradición, sino que entra en conflicto con ella.
Es entonces que el autor sugiere una función para la literatura que antes no había tenido. En vez de ser una «bella floresta moral», como lo había sugerido con Caro, o el ápice de la perfección del lenguaje literario que permitiría la comunicación entre toda la comunidad hispanoparlante, la literatura es un alivio del malestar del presente: «no es mucho, pues, que halle uno cierto desahogo al leer versos que lo vuelvan a la juventud y le hagan sentir lo que todos sienten, o a lo menos como todos anhelaran haber sentido» (Cuervo, 1987b: 870). Aquí, el autor recurre a los versos como si a través de ellos se accediera a un pasado perdido, a una sensación de comunidad que otros sienten o que todos anhelan sentir.
En este párrafo, Cuervo revela un fallo de varias premisas sobre las que está montado el esfuerzo de su Diccionario. Si bien había escrito siete años antes su introducción, el autor seguía trabajando en las entradas cuando escribió esta carta. Incluso, en 1907, cuando escribió su prólogo a la séptima edición de las Apuntaciones, pareció haber olvidado estas reflexiones, o bien, haber encontrado nuevas esperanzas para seguir trabajando en pro de ese sistema lingüístico-comunitario.
En 1899, cuando Cuervo escribió la carta-prólogo a Nastasio de Francisco Soto y Calvo, encontramos la crisis del sistema comunitario y lingüístico expuesto de otra manera. Menos desesperanzado, el autor encontró en el poema algo que no es explícito en su propia obra. Al final del prólogo, después de haber descrito la posibilidad de fragmentación del español que tanto le daría a Juan Valera, Cuervo describió las obras de caridad de la Sociedad de San Vicente de Paúl, con quienes él trabajó continuamente y para quienes solo tuvo palabras buenas en 1896, cuando murió su hermano Ángel. Esta orden, según Rufino, emplea «todos los medios posibles para conservar y vivificar las relaciones de familia entre los pobres que vienen a este maremágnum en busca de fortuna, o siquiera de trabajo, y dejan desecar los afectos íntimos» (1992: 104). Entonces, Cuervo se pregunta (1992: 104-105): «¿No haremos obra de caridad y de civilización haciendo efectivo nuestro antiguo parentesco para satisfacción común?». Según Cuervo, lo valioso de Nastasio y lo que se debe hacer ante la realidad lingüística por él mismo observada es el acto caritativo: continuar con el esfuerzo de consolidación del parentesco entre pueblos hispanohablantes aunque las evidencias observadas por él develen irrefutablemente la desarticulación de esa comunidad.
La figura
La prioridad constante en la vida y obra de Rufino José Cuervo fue la consolidación y preservación de la comunidad lingüística del español a través de la preservación de la norma culta en la escritura, teniendo como base la ciencia del lenguaje de su época, fundamentada a su vez en principios positivistas. Sin embargo, junto al Cuervo que prologa sus propias obras y que busca una consecuencia y coherencia en sus proyectos, encontramos a otro, el prologuista de obras ajenas, quien nos dio pistas de cómo percibía las amenazas a sus propuestas de sistematización y organización. Es irónico que Juan Valera estuviera tan en desacuerdo con Cuervo en su respuesta al prólogo de Nastasio, cuando el autor parecía compartir sus preocupaciones. Lo que permite entrever esta lectura de sus prólogos y la comprensión de sus esfuerzos de sistematización y organización de la comunidad hispánica, es que Cuervo sí se concibió a sí mismo desde un lugar distinto que el de Valera (del Valle, 2004: 93-108). Él es un científico que le habla a un escritor, a alguien que, años después, será un «aficionado». ¿Pero Cuervo ya se posicionaba tan claramente como científico cuando entró en discusión con Valera? ¿O es debido al desencuentro público con el mismo que en 1907 postuló al científico como órgano de control de las academias y de los aficionados? En términos generales, ¿cómo y exactamente cuándo se dan los cambios en las funciones internas de esa comunidad propuesta por Cuervo? Estas preguntas requieren más estudio de su obra, viéndola como el desarrollo de un sistema que cambia a lo largo del tiempo, al igual que el sistema de la lengua que él propugna. Solo así podremos entender mejor la complejidad de Cuervo, tanto para la historia política de Colombia como para la historia de la lingüística hispánica, pero a niveles más amplios, para la historia intelectual, de las ciencias y de las humanidades en América Latina y Europa.
Referencias
Caro, Miguel Antonio y Rufino José Cuervo (1867). Gramática de la lengua latina para el uso de los que hablan castellano. Bogotá: F. Mantilla.
Cuervo, Rufino José (1987a). Obras I. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
—. (1987b). Obras III. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
—. (1992). Epistolario de Rufino José Cuervo con Corresponsables Hispanoamericanos. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
—. (2012). «Prólogo de la séptima edición». En Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (pp. 19-82). Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
Valencia, Norman A. (2012). «Gramática y poder en Colombia: El caso de Rufino José Cuervo». Itinerarios, 15: 67-82. Disponible en bit.ly/35YMyUw.
Von der Walde, Erna (2002). «Lengua y poder: El proyecto de nación en Colombia a finales del siglo XIX». Estudios de Lingüística del Español, 16. Disponible en bit.ly/35U1iUX.
1 Véase especialmente el proyecto inconcluso Castellano popular y castellano literario (1987a), mucho más acorde a un texto de presentación e introducción a la ciencia del lenguaje.
2 «Acá se oye el antiguo asturiano y castellano […] demostrando con evidencia que la unión realizada por los reyes católicos, al abarcar con su corona los antiguos reinos de España, no se hizo efectiva, sino en los lejanos hogares del Nuevo Mundo, donde fueron hermanos los hijos del castellano y el catalán» (Cuervo, 1987a: 382).
3 En términos crasos, el Diccionario de construcción y régimende la lengua castellana es el instrumento de consulta para que los legisladores no cometan los errores de falta de consecuencia y de crear «caprichosas ficciones» o tener «preferencias injustas».