Una especie de lingua franca, extendida por Centroamérica y el Sur de México, tras una rápida y temprana nahuatlización de las otras lenguas prehispánicas, para convertirse “en una lengua corriente de los mestizos.
La farsa indohispana El Güegüense es singular porque no surgió otra, en el ámbito mesoamericano, de características similares. Ejemplo excepcional de sincretismo —el protagonista procede tanto del farsante chocarrero precolombino como del pícaro ingenioso del Siglo de Oro español—, fue escrita en una mezcla de legítimo castellano y náhuatl dialectal (sin tl), o nahuate.
Una especie de lingua franca, extendida por Centroamérica y el Sur de México, tras una rápida y temprana nahuatlización de las otras lenguas prehispánicas, para convertirse “en una lengua corriente de los mestizos. Pero en ese “mish-dialect”, que Mario Cajina Vega bautizó “españáhuat”, predomina el castellano, en su morfosintaxis, al igual que en su léxico culto y popular; un castellano que ya contiene el voseo, característico de Nicaragua. En efecto, se aprecia en el parlamento 228, cuando el protagonista pregunta a su hijo putativo Ambrosio de qué manera embarazó a una dama. “De dormir con vos, Güegüense” —le contesta.
El castellano dominante
De hecho, el adstrato dominante (castellano) se impone sobre el sustrato en decadencia (nahuate regional). Tal lo demostró el lingüista norteamericano Marshall Eliot en 1884 al estudiar el spanish-náhuat: “La construcción española —concluyó— ha sido tan escrupulosamente mantenida, las expresiones del español tan estrictamente usadas en forma natural y fluyente, que uno casi podría llegar a creer que es la lengua de alguien originario de la península”.
El español del españáhuat —señala Pedro Henríquez Ureña— posee pocos cambios semánticos: consolar se usa unas veces en sentido recto, otras (muchas) en sentido de divertir o agradar; celar, en sentido de interesar e importar (acaso no me cele); ¡ya! (¡hola!), chocalá, refrigerio o comida. Hemo (hemos) se usa por tenemos; tin equivale al verbo tener; rugeros en vez de rugidos; tindería en vez de tienda; guajiqueño: oajaqueño. Asetato (es asentado): siéntese; sino equivale a sin; sino a menos que; corcobios son pasos de danza.
Léxico compartido con Cervantes
Más aún: resulta muy apreciable que El Güegüense y Don Quijote compartan un léxico de pura cepa española. Sesenta vocablos he identificado en ambas obras, por ejemplo azotes, bueyes, carrera (camino principal), cortesía, criado, embustero, hermosura, licencia, macho, priesa (prontitud, rapidez), queso y uñas (tener en la uña: conocer con gran detalle). Incluso nuestra pieza contiene vocablos presentes en el Cantar del Mío Cid: los adverbios adelante, adentro, aquí, arriba; los verbos alzar, andar, aparejar, arrear; y los sustantivos alguacil, alcalde, amigo, arena, solo para citar doce vocablos con / a / inicial. O se reconocen arcaísmos como aventastes, aviados y endenantes.
El aprendizaje del castellano
Sin duda, la farsa indohispana del siglo XVIII reflejaba otro proceso: el del aprendizaje del castellano, de manera que en 1791 Antonio de Pineda —refiriéndose a la zona del Pacífico de la provincia— informara: “no hablan otro idioma que el español”. Lo mismo pudo haber afirmado de las otras regiones que comprendían la pax hispánica, donde las lenguas indígenas estaban ya muertas o relativamente agonizantes. No era, en particular, el caso del “españáhuat” de El Güegüense; pero se le aproximaba.
De ahí el célebre y celebrado parlamento 123, o joya verbal que no desmerece compararse a cualquier clásico del Siglo de Oro e incorpora el galicismo cabriolé (“coche pequeño que cabriolea, es decir, que corre a saltos”), el cual —según Corominas—, comenzó a utilizarlo el dramaturgo español Ramón de la Cruz (1731-1794):
“¡Válgame Dios, Señor Gobernador Tastuanes, viniendo yo por una calle derecha me columbró una niña que estaba sentada en una ventana de oro, y me dice: ¡Qué galán el Güegüense, qué bizarro el Güegüense; aquí tienes bodega, Güegüense; entra, Güegüense; aquí hay limón… Y como soy un hombre tan gracejo, salté a la calle con un cabriolé, que con sus adornos no se distinguía de lo que era, lleno de plata y oro hasta el suelo, y así una niña me dio licencia, Señor Gobernador Tastuanes”.
Más castellano que nahuate
El “españáhuat” de El Güegüense, reitero, es más castellano que nahuate. Al respecto, he registrado casi medio centenar de palabras españolas y solamente 77 en nahuate, de las cuales —cito a la nahuatlista María Luisa Hermann-Roenen— 45 son más o menos comprensibles, 28 difícilmente comprensibles y 4, apenas, incomprensibles. Entre las primeras, naturalmente, figuran nahuatlismos del español hablado en Nicaragua y ya en desuso (apupujado, hipato, pachaca, tecomajoche, totolatera, suche), o todavía vigentes (güipil, petaca, petate) y americanismos ampliamente conocidos (iguana, garrobo, papayo, guayaba).
En cuanto al léxico castellano, incluye no pocos vocablos rurales, propios de arrieros (arados, desmonte, yugo, yuntas, capones); algunos tienen doble sentido sexual (estaca: miembro viril; potrero: putero, burdel). Otros designan parte de la anatomía humana (cola, piernas, narices, oídos) o animales (ternero, potro, pescado, sapo). Son vulgarismos, pero se integran a otras series de vocablos que reflejan no solo al español como lengua dominante, sustentada en un ostensible prestigio que arrincona la del sustrato marcando su evolución refinada o barroca.
De ahí también que el vocabulario de El Güegüense contenga términos relacionados con las danzas (sones, corridos, mudanzas, velancicos, zapatetas) o las monedas españolas de la época (doblones, cuartillos, maravedís, medios, pesos duros), comprenda términos de carácter administrativo (cabildo, insignia, depositarios, gobernador, licencia, mesas, notarios, papel blanco, pluma, provincia real, tintero, salvadera o secante), formalista: exclamaciones (recordemos el ¡válgame Dios! del Siglo de Oro) y saludos impuestos por el predominio social de la burocracia española; y comercial. Aludo a objetos y atuendos que vendían o contrabandeaban los quebrantahuesos —apodo, emitido a principios del siglo XVII, del sector socioeconómico al que pertenecía el Güegüense con sus hijos—: cajonería, fardo, medias de seda, tienda, sombrero de castor, estriberas, zapatos de oro.
Vocabulario dieciochesco
Revisando el vocabulario español (sustantivos, algunos verbos y adjetivos), Víctor Pérez ubica cronológicamente cada palabra; es decir, el momento en que comenzaron a vivir en el lenguaje escrito, para concluir que la “hechura” de la obra —o fijación escritural— data de bien adelantado el siglo XVIII. He aquí seis de ellas: A la gorra (principios del siglo XVII, lo establece Corominas); gorrón: parásito: el que vive a costa ajena; adornos (circo 1600); bordado (principios del siglo XVII); brindar (idem: ofrecer algo voluntariamente); carpeta (1601); palabra tomada para encontrar galante, adjetivo localizado en una nota manuscrita al margen de la melodía novena —“El Güegüense consternado y orondo”— de la música adjunta al manuscrito del siglo XVIII, descubierto por el doctor Emilio Álvarez Lejarza (1884-1969). A las anteriores voces, hay que sumar seis más: gamuza (1607), gracejo (1640), jilguero (principios del siglo XVII), jeringuita (ídem), parabienes (siglo XVII, en singular; se supone que la formación en
plural es posterior) y perico ligero (1670).
Se trata del Perezoso (Choloepus hoffanii): mamífero de la familia de los destentados; vive colgado de las ramas en sus patas que terminan en garras (uñas) arqueadas como garfios. A las del Capitán Alguacil Mayor alude el Güegüense en el parlamento 92: Y qué buenas uñas ¡Si parecen de perico ligero!
Por Jorge Eduardo Arellano
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