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La RAE o el fantasma de lo refinado

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Por Por Leandro Hidalgo – Sociólogo, escritor y docente

Si uno se pregunta por la Real Academia Española la respuesta es una figura algo fantasmal que levita sobre una construcción moderna que es el palacete  de una monarquía simbólica. Un edificio enorme con amplias escalinatas y cientas de recepcionistas y hombres de seguridad sin cara, que vendrán a interponerse entre la fachada de un edificio culto, de elite, y los reyes de la palabra. La Real Academia siempre me sonó a «permiso su señoría», deseo hablar bien. La práctica constitutiva del organismo es reflejar la realidad, incorporando continuamente palabras nuevas y eliminando ciertas acepciones, amparándose por supuesto, en el viejo truco de la neutralidad y el reflejo sociocultural.

Sin dudas las modificaciones que puedan introducirse en el diccionario en materias machistas, religiosas, étnicas, son bienaventuradas y reflejan un intento de inclusión y saneamiento histórico en el siglo XXI, porque hay que renombrar, hay que visibilizar, y así dar existencia, pero uno presiente, o que es siempre demasiado tarde, o que a nadie influirá en sus formas comunicativas, cargadas de signos ideológicos aprendidos en el entramado social, en la práctica diaria, o dicho sencillamente, en la escuela todo terreno que es la meseta televisiva que reproduce y forma lo que de cada tanto se queja.

Hace tiempo una serie de intelectuales firmaron una cruzada por una soberanía idiomática, algo así como una unión latinoamericana de la lengua para reunir las heterogeneidades de nuestra tierra en desmedro de esta especie de globalización sin conflicto que a menudo hace aparecer la RAE. Claro, el documento recuerda que estos organismos de la lengua en los países centrales fueron concebidos como la nueva espada de poder, para desde ahí erigirse comunicacionalmente, como colonización y propagación cultural.

De hecho, ya damos por sentado llamar a nuestra lengua «español», «spanish», y casi nunca castellano.El cambio de un significado, la inclusión de otro, la modificación  en las acepciones de la lengua, no tienen una validez radical sin el cambio del elemento que la confronta y la retroalimenta, que es el hombre, la mujer, y su red de significados que es la cultura. Vivimos dependiendo de esa codificación, de esa estructura de símbolos que cuelgan del aire, y desde allí nos vinculamos, y son las palabras y lo que «nosotros» pensamos que ellas significan, las que nos direccionan en una comunicación, más o menos avezada, más o menos «culta».

Y lo que digan unos catedráticos excelsos en España es otro planeta para la hora de una pareja de pibes en la plaza, casi un absurdo, para los códigos de una enseñanza latinoamericana, por así decir. Claudia Piñeiro se preguntaba, ¿quién es el dueño de las palabras? Y es una pregunta preciosa. ¿Quién es el rector de lo que transmitimos en una reunión familiar, en las páginas de Facebook, cómo controlar con un libro de trescientos años el desborde, la tangente, la realidad?

Las palabras nacen y no cesan de nacer, lo disímil de los contextos en que son expectoradas o escritas, les dan una naturalidad, una vitalidad resplandeciente, en Twitter, en mensajes de textos, y lo que llevan en su alma es la codificación sensible que haya podido imprimirle un emisor, todo un combo hacia un receptor que «entiende», y comprende exactamente eso, sin la necesidad de la emperifollada.

 

 

 

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