1.
Pertenezco a una generación de mexicanos que fuimos despojados por decreto del contacto hereditario con nuestras lenguas indígenas.
A consecuencia de esta realidad he tenido que acostumbrarme a vivir con una tragedia cultural y familiar: mis abuelos paternos hablaron maya, dos mestizos del pueblo yucateco de Oxkutzcab que alternaban con toda facilidad entre el maya y el español cuando conversan entre ellos, y que tras migrar por necesidad a la Ciudad de México en 1947 dejaron atrás, para siempre, su condición bilingüe y bicultural.
Mi padre creció en la ciudad de México oyendo a sus padres hablar en maya. Pero nunca hubo, ni de mis abuelos, ni del sistema educativo de aquellos años, ni del Estado (que tanto exaltaba en su discurso un indigenismo de panfleto, museo y vitrina) el menor interés porque heredara su lengua, y continuara hablando y pensando y soñando en el maya del que provenìa.
Todo lo contrario, hablar maya era un sello de marginación, una mancha étnica que había que borrar para sobrevivir en la atmósfera cultural de un barrio obrero de la ciudad de México a mediados del siglo XX, que era el ambiente urbano en el que creció mi padre.
Mucho menos para mí hubo oportunidad de heredar otra lengua distinta al español. Siendo niño llegué a escuchar a mis abuelos conversar en maya. Lo tomaba como una mera extravagancia, algo curioso, exótico e irrelevante. No tenía idea de la riqueza que representaba para lo construcción de mi propia identidad aquello que estaba presenciando; como tampoco sabía que asistía – mudo, ciego y sordo- al cierre de un ciclo genealógico y lingüístico que abarcó muchos siglos.
El nacionalismo revolucionario del siglo XX, su retorcida manera de entender la herencia indígena y la diversidad cultural del país, se asomó en las aulas y en mis libros de textos cuando cursé la primaria en la década de los setenta. Abrevé hasta el cansancio del discurso oficial de un Estado que hizo de la reivindicación indígena una pieza folklórica de ornato y un álbum de estampas románticas y eurocentristas. Nunca he olvidado el poema que recité en una ceremonia escolar de mi escuela en cuarto de primaria y que empezaba así: “Juárez, indito de Guelatao”.
Pero sobre todo crecí en un panorama cultural saturado de un indigenismo chato, discriminatorio y deforme por sus cuatro costados. De Tizoc (Pedro Infante) a Lorenzo Rafael (Pedro Armendáriz), de la India María (María Elena Velasco) a Chano y Chon (Los Polivoces) estos y otros brutales estereotipos de lo indígena saturaron mi infancia.
Una Estado que hubiese articulado políticas publicas sostenibles y duraderas para la defensa y la expansión de nuestras lenguas indígenas habría permitido, tal vez, que ni mi padre, ni yo, hubiéramos perdido la oportunidad de pensar y de sentir y de crear en la lengua de nuestros más remotos ancestros.
2.
Por otro lo anterior destaco entre mis lecturas de 2019 la de un pequeño libro editado por la Secretaria de Cultura en el marco del Año internacional de las Lenguas Indígenas. Se trata de una brevísima antología de bolsillo que por primera vez en la historia editorial de nuestro país –por increíble que parezca- reúne en un solo volumen pequeñas muestras literarias de las 68 lenguas nacionales que nos conforman.
Más que una antología depurada y rigurosa, este singular volumen representa un esfuerzo muy logrado para integrar en 157 páginas un mapa verbal que muestra la extraordinaria diversidad lingüística de nuestro país. Se distribuye de manera gratuita y aguarda, quiero pensar, una segunda edición más extensa, ambciosa y formativa.
De la a la z, la variedad lingüística de México nos depara nombres y sonidos insospechados:
Akateko, Amuzgo, Awacateko, Ayapaneco, Corá, Cucapá, Cuicateco, Chatino, Chichimeco jonaz, Chinanteco, Chocolteco, Chontal de Oaxaca, Chontal de Tabasco, Chu, CH`ol; Guarijío; Huasteco, Huave, Huichol, Ixcateco, Ixil Jakalteco, Kaqchikel, Kickapoo, Kiliwa, Kumiay, Ku`ahl, K`iche.
Lacandon, Mam, Matlatzinca, Maya, Mayo, Mazahua, Mazateco, Mixe, Mixteco, Náhuatl, Oluteco, Otomí, Paipai, Pame, Pápago, Pima, Popoloca, Popoluca de la Sierra, Kato`k, Q`anjob`al, Q`echi.
Salyuteco, Seri, Tarahumara, Tarasco, Teko, Tepehua, Tepehuano del norte, Tepehuano del sur, Texiste pequeño, Tojolabal, Totonaco, Triqui, Tlahuica, Tlapaneco, Tseltal, Tsotsil, Yaqui, Zapoteco, Zoque.
Hay lenguas, como el Awakateko, una variante del maya que se habla en Campeche, a la que le sobreviven apenas 17 hablantes. Mientras que el Náhuatl aún es hablado por 1 millón 725 mil mexicanos, de acuerdo con la información que este volumen nos ofrece.
500 años después de la conquista, sorprende, emociona y conmueve constatar las sobrevivencias indígenas de nuestro país a través de la lengua, la memoria que se conserva y se renueva a través de nuestra identidad sonora.
Dejo aquí un ejemplo de esta antología. Es un poema traducido del Zapoteco, una lengua aun hablada en Oaxaca por casi medio millón de mexicanos, escrito por la poeta Irma Pineda:
Márchate con la paz del aire
antes de que acabe la noche
mientras el sueño permanece
para que no existan lágrimas frente a ti
para que no te detenga la tristeza.
Vete en silencio
cuando florezca la mañana
estarás sobre el camino
y no te alcanzará
la sal del mar que hemos llorado.
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