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¿Por qué celebramos el Día del Idioma?

Fuente Interferencia

Por Darío Rojas

El Día del Idioma, que se celebra el 23 de abril de cada año, es una de las ocasiones marcadas con rojo en los calendarios de escuelas, universidades y otras instituciones. En la actualidad, una de sus manifestaciones más reconocibles y de mayor resonancia mediática es la lectura “maratónica” (¡vaya guiño al deporte-espectáculo!) de El Quijote de Miguel de Cervantes, habitualmente encabezada por altas personalidades políticas o culturales, como fue el caso de la presidenta Michelle Bachelet en Chile el 2017. Ni siquiera la pandemia del COVID-19 pudo frenar el ánimo celebratorio grupal: en España, se leyó en voz alta el Quijote desde balcones y ventanas, y lo mismo se hizo en hospitales de campaña.

Sin ánimos de mear el asado, la pregunta que me gustaría instalar es: ¿por qué celebramos el Día del Idioma? ¿Qué sentidos rituales contribuimos a reforzar, qué representaciones sobre la lengua y les hablantes ponemos en movimiento, y en última instancia, a quién beneficiamos (con capital simbólico y/o material) cuando validamos su celebración? Dicho de otro modo, ¿qué posicionamiento político (en sentido amplio) sostenemos (voluntariamente o no) al participar en esta conmemoración?

Los estudios sobre la memoria histórica nos invitan a pensar de forma crítica sobre esta fecha. Esto significa dejar de pensarla como algo dado y natural y preguntarse por su constitución en la historia y a través de la intervención de personas e instituciones concretas. Enzo Traverso dice que la memoria se conjuga siempre en presente: qué se celebra y con qué sentido responde a los intereses de actores sociales concretos en contextos particulares. Entonces: ¿qué recordamos con el Día del Idioma? ¿cuándo, cómo y por qué empezó a celebrarse esta conmemoración en el ámbito de lengua castellana? ¿Cómo se ha ido estableciendo y adaptando con el paso del tiempo? Parafraseando a Eric Hobsbawm, ¿cómo se inventó esta tradición?

Sus comienzos se remontan a las primeras décadas del siglo XX, cuando confluyen dos circunstancias que favorecen su surgimiento. Primero, el hispanismo: un proyecto neocolonial mediante el que España ha intentado recuperar su posición de privilegio económico y político tras haber perdido, en 1898, sus últimas colonias (Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam), con lo cual se ponía el último clavo al Imperio español. En este intento, España ha apelado a su prioridad histórica respecto del mundo hispanohablante, su condición de “Madre Patria” de una comunidad imaginada fundamentada en la lengua, religión y cultura compartidas.

Entonces: ¿qué recordamos con el Día del Idioma? ¿cuándo, cómo y por qué empezó a celebrarse esta conmemoración en el ámbito de lengua castellana? ¿Cómo se ha ido estableciendo y adaptando con el paso del tiempo? Parafraseando a Eric Hobsbawm, ¿cómo se inventó esta tradición?

Uno de los principales puntales del hispanismo ha sido la creación de la red de academias correspondientes de la RAE, que se puso en marcha en 1870 y tuvo fruto en Chile en 1885, con la fundación de la Academia Chilena correspondiente de la Española, que hoy opera con el nombre de Academia Chilena de la Lengua. Estas primeras academias sufrieron varios tropiezos, pero a partir de la década de 1910 fueron reactivándose (la Chilena fue refundada en 1914) hasta que su consolidación alcanzó un punto culminante con el Primer Congreso de Academias de 1951, en México, con el cual quedó constituida la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE). De ahí en adelante todo ha sido ganancias para esta red: sus diccionarios, ortografías, gramáticas y certificados de español como segunda lengua hoy dominan el mercado de la norma lingüística del mundo hispanohablante.

La segunda circunstancia es lo que Javier Moreno Luzón llama la “centenariomanía”: entre 1898 y 1918 España experimentó una fiebre conmemorativa mediante la que se afianzaron varias claves del imaginario nacional moderno español, tales como la importancia de América en lo hispánico o Cervantes y su obra principal, El Quijote. En cuanto a América, sirvió como símbolo para resaltar la dimensión imperial de las glorias patrias españolas, en relación con lo cual también surgió otra conmemoración: el llamado “Día de la Raza”, celebrado por primera vez el 12 de octubre de 1918, y que terminaría siendo la fiesta nacional de España. En lo que respecta a Cervantes, fue elevado a la categoría de héroe y encarnación del espíritu nacional español, y El Quijote fue declarado la más grande contribución de España a la humanidad. Por estar escrita en lengua castellana, esta novela también dignificaba al idioma, con lo cual se creaba el escenario propicio para llevar esta manía conmemorativa al terreno de la lengua.

España ha apelado a su prioridad histórica respecto del mundo hispanohablante, su condición de “Madre Patria” de una comunidad imaginada fundamentada en la lengua, religión y cultura compartidas.

A partir de estos dos elementos contextuales, el Día del Idioma comienza a tomar forma durante la década de 1910. Un hito temprano reconocible ocurre el 23 de abril de 1916, cuando la Academia Chilena correspondiente de la Española celebra un homenaje a Cervantes en la fecha de su muerte. Esta academia fue la primera de las correspondientes americanas que retomó su funcionamiento, luego del letargo institucional del entresiglo. En aquel acto se movilizó con nitidez el imaginario hispanista: se descubrió un retrato de Cervantes, se entonó el himno real español y se pronunciaron discursos que destacaban la hermandad cultural y lingüística hispano-americana, con la presencia de altos representantes de los gobiernos de España y Chile. No se trataba solo de un asunto de academias idiomáticas, sino que de un problema de Estado. Esta celebración se repitió en 1930, pero esta vez ya se pensó no solo como un homenaje al autor del Quijote, sino como una comemoración del Día del Idioma.

Mientras tanto, en España se venía cristalizando una celebración afín, que luego confluye con la que nos interesa. En 1926 el gobierno español oficializó el 7 de octubre como Día del Libro Español. El “libro español” por excelencia, claro, es El Quijote, y por ello se escogió el natalicio de su autor para conmemorarlo. En 1930 se cambió la fecha al 23 de abril. En esto pudo haber influido el ejemplo de la Academia Chilena, que ese mismo año había comunicado oficialmente a la RAE la existencia de su propia conmemoración. Con este cambio, el Día del Libro y el Día del Idioma confluyen y se amalgaman. La celebración española también recurrió, desde sus comienzos, al imaginario hispanista, por ejemplo, al destacar que el “libro español” es un patrimonio no solo de España, sino que de los pueblos hispanohablantes. Por supuesto, existía la motivación comercial de promover la venta de libros españoles en América.

En las décadas siguientes, por aquí y por allá hay nuevos brotes conmemorativos similares. En 1938 Colombia establece oficialmente el 23 de abril como Día del Idioma, y en 1944 Cuba hace lo mismo. Estos datos dan cuenta de que la balanza ya se inclinaba claramente hacia la fecha de la muerte de Cervantes, en lugar de su natalicio.

La conmemoración del Día del Idioma ha servido a las instituciones dominantes de las políticas lingüísticas del castellano (la RAE y la ASALE) para promover un recuerdo selectivo del pasado. La fecha escogida y los elementos que se ponen en escena en cada ocasión apuntan a los Siglos de Oro, momento considerado como el punto cúlmine del desarrollo literario de la lengua castellana desde la época de la fundación de la RAE.

El momento culminante de la emergencia histórica del Día del Idioma es el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española celebrado en México en 1951. No por casualidad, este encuentro se inauguró el 23 de abril. Entre todos los asuntos que se discutieron y resolvieron, hubo dos mociones que, en este nuevo marco político-lingüístico, podían significar la consolidación y proyección internacional de la conmemoración. Primero, la Academia Dominicana propuso celebrar el Día del Idioma en el natalicio de Cervantes. Segundo, la Academia Chilena propuso conmemorar el Día Oficial de las Academias de la Lengua pero en la fecha de la muerte del autor del Quijote. Al final el pleno resolvió con criterio salomónico: el documento oficial recibió el título de “Consagración del 23 de abril como Día del Idioma Español”. De ambas propuestas se rescató la centralidad de Cervantes como héroe de la lengua castellana y, como es bastante evidente, se conservó así el espíritu hispanista que ya estaba inscrito en las conmemoraciones que fueron preparando el camino para esta “consagración”.

Sin embargo, dicha ocasión culminante no puso punto final a esta historia. De hecho, la “consagración” del Día del Idioma por parte de la ASALE en 1951 no tuvo como consecuencia el que se empezara a celebrar regularmente en todos los países que formaban parte de ella. Sin ir más lejos, la Academia Chilena, después de las conmemoraciones esporádicas de 1916 y 1930, no volvió a celebrar el Día del Idioma sino hasta 1973, y esto porque su nuevo reglamento, de 1971, establecía la obligatoriedad de hacerlo cada año. Hoy lo sigue haciendo, de forma regular y con ceremonias públicas celebradas en su sede de la calle Almirante Montt en pleno corazón de Santiago.

Ya teniendo claros algunos de los trazos más importantes de la historia de esta celebración, podemos volver a la pregunta de cuál es su sentido político. ¿Qué celebramos el Día del Idioma, qué imagen de la lengua y les hablantes promueve esta conmemoración, y qué consecuencias tiene en las relaciones de poder en que vivimos?

La conmemoración del Día del Idioma ha servido a las instituciones dominantes de las políticas lingüísticas del castellano (la RAE y la ASALE) para promover un recuerdo selectivo del pasado. La fecha escogida y los elementos que se ponen en escena en cada ocasión apuntan a los Siglos de Oro, momento considerado como el punto cúlmine del desarrollo literario de la lengua castellana desde la época de la fundación de la RAE. En consecuencia, la representación del idioma que se construye a través de la instauración de esta conmemoración necesariamente apunta a una centralidad y primacía de España dentro del concierto de las naciones hispanohablantes, imaginadas como una comunidad de lengua, espíritu, religión y “raza”. Es una representación coherente con la construcción de una hegemonía para España dentro de los afanes neoimperialistas que datan de comienzos del siglo XX, a los que me referí al explicar el hispanismo.

¿Cómo es posible que estemos construyendo un nuevo Chile y a la vez todavía estemos celebrando la centralidad de Castilla en nuestra identidad lingüística, sin ningún cuestionamiento de las consecuencias del colonialismo español? ¿Qué tan distinto es de celebrar el “Día de la Raza”?

Queda claro, entonces, que el Día del Idioma es una celebración por esencia hispanista, y en ese sentido, aunque no se lo diga abiertamente, celebra la unidad del mundo hispanohablante, pero no cualquier unidad, sino la que se organiza jerárquicamente en torno al ombligo de España y la Real Academia Española. Para ser más preciso: no de España, sino de la Castilla simbólica que inspiró al hispanismo en su proyecto nacionalista y neocolonialista, y que es lo que representan Cervantes y el Quijote. En esta jerarquía imaginada desde el centro del ex Imperio, América, sus variedades lingüísticas y sus hablantes quedan subordinadas y difícilmente pueden escapar del papel secundario de ser meras variantes de la esencia representada por el habla de la metrópoli imperial. Al final, con esta celebración se sigue naturalizando implícitamente la vieja idea de que la mejor forma de hablar la lengua es hablarla como en Castilla.

Por esto es que el Día del Idioma, en su forma actual, tal como es celebrado por las Academias de la Lengua y otras instituciones, se me antoja impropio de los tiempos que corren, especialmente en el caso de Chile, que está pasando por un proceso de transformación social que está logrando sacudirnos de encima los viejos regímenes de normatividad que legitimaban distintas desigualdades. ¿Cómo es posible que estemos construyendo un nuevo Chile y a la vez todavía estemos celebrando la centralidad de Castilla en nuestra identidad lingüística, sin ningún cuestionamiento de las consecuencias del colonialismo español? ¿Qué tan distinto es de celebrar el “Día de la Raza”, que ya ha sido señalado por Grínor Rojo como “un instrumento ideológico de manipulación y dominio deliberado, hábil y extremadamente poderoso”? ¿Cómo no va a haber otra forma de celebrar la identidad lingüística que la construida desde arriba por el hispanismo y sus instituciones?

No estoy convencido de proponer la abolición total del Día del Idioma, porque el lenguaje es, en efecto, parte sustantiva de nuestras identidades y simplemente borrar la conmemoración del calendario contribuiría a alienar a les hablantes de su lenguaje. Además, porque sería desaprovechar una oportunidad para reflexionar de forma crítica y colectiva acerca de la historia de nuestras formas de hablar y de nuestra relación con ellas. Sería una lástima perder esta ocasión de reconstruir colectivamente nuestra memoria histórica acerca de las lenguas. El ejercicio crítico de indagar en la historia de esta conmemoración nos invita a cuestionar y transformar su contenido y naturaleza. Es una tarea pendiente, por supuesto, en la que la ciudadanía debería deliberar colectivamente, pero me atrevo a apuntar un par de ideas que me parecen pertinentes para iniciar la discusión.

En primer lugar, si Chile será un Estado plurinacional y plurilingüe, sería coherente poner en un sitio más prominente celebraciones como el del Día Internacional de la Lengua Materna, celebrado el 21 de febrero. Para mucha gente en Chile, en esta fecha se celebra el día de la lengua de los Otros. No le veo mucho sentido reservarle una celebración especial a la lengua española, por mucho que esta sea la lengua que la nueva constitución declare oficial del Estado chileno. Tengo claro que tiene sentido reservar una celebración específica para recordar la necesidad de cultivar y promover el uso de lenguas minorizadas; no sugiero que la lengua española secuestre dicha ocasión, sino que se ponga de relieve que en Chile tenemos lenguas y variedades, en plural, y que la española es otra más de ellas, y que su privilegio histórico no se debe a alguna superioridad intrínseca.

En segundo lugar, supongamos que queremos conservar la celebración del Día del Idioma como instancia separada del Día de la Lengua Materna. En tal caso, sería un gesto significativo darle nuevos sentidos, partiendo por el que aporta la fecha escogida. No tengo propuestas concretas al respecto, pero cualquier fecha que no sea el 23 de abril permitiría restarle connotaciones hispanistas y neocolonialistas. Por eso mismo pienso que celebrar el Día del Libro en lugar del Día del Idioma, pero manteniendo la fecha del 23 de abril, no resuelve el problema, porque igualmente se está pensando en un libro específico instaurado como monumento por el hispanismo. En cambio, me parece buena idea celebrar el Día del Libro, lo cual abriría la posibilidad de dar cabida a muchas lenguas y variedades (no solo en español se publican libros en Chile), pero en alguna fecha distinta al 23 de abril (a pesar de que en este caso se iría a contracorriente de la celebración internacional). Por ejemplo, ¿por qué no el 21 de febrero o el 21 de noviembre, fechas de nacimiento y muerte de Pedro Lemebel, quien, según creo, tiene méritos de sobra para convertirse en uno de los héroes del castellano chileno? ¿O el 4 de octubre o el 5 de febrero, para reconocer la inmensa habilidad verbal (un real “hablar bien”) que se requiere para hacer lo que hizo Violeta Parra en su cantar?

En la Revuelta que se inició en octubre de 2019, nuestro propósito de remecer para reconstruir se materializó, entre otras formas, a través del derrumbamiento de monumentos. De hecho, uno de los lugares de memoria que con mayor visibilidad fue objeto de contienda fue el monumento a Baquedano. Varios de esos monumentos caídos tenían una impronta colonial: la estatua de Pedro de Valdivia en Temuko o, sin ir más lejos, la misma figura de Baquedano. Por supuesto que dichos gestos importan, pero tenemos que ir más allá. Que no solo sean los monumentos de fierro, piedra y madera los que caigan o se transformen, sino también los monumentos simbólicos, y en particular, nuestras prácticas conmemorativas.

Darío Rojas, autor de este artículo, es lingüista y académico de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

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