El libro de Daniela, cuya aparición hoy festejamos, se inscribe en un amplio proyecto intelectual en el que se han visto embarcados, en diferentes momentos, muchos de los amigos que hoy nos acompañan.
Expresó en sus instancias iniciales de los años setenta todo el desparpajo, la potencia y el convencimiento de que éramos una generación de universitarios que estaba destinada a cambiar, junto a otros jóvenes, el mundo.
Éramos, en aquel momento, parte del mayo 68, que nos vinculaba intelectualmente con los estudiantes de otras latitudes, éramos herederos o partícipes o admiradores o críticos, según nuestros respectivos posicionamientos, edades y condiciones, de la Resistencia peronista, de las luchas que tuvieron en el Cordobazo su expresión más acabada, de los diferentes grupos armados en los que la figura del Che era siempre ineludible, de una prensa política obrera notable como fue la de la CGT de los Argentinos, del espacio de reflexión y militancia de las Cátedras Nacionales, de las expresiones revolucionarias tercermundistas —recuerdo la emoción que experimentamos en Filo cuando salió el primer número de Antropología Tercer Mundo— y compartíamos una pasión latinoamericanista que nos identificaba y sostenía. Las diferencias, que en ese momento nos parecían insalvables, eran también parte del espíritu de época, con sus marcados ejes de debate y sus rígidas posturas.
Fuimos los que nos conmovimos con la vuelta, que creíamos definitiva de Perón. Pensábamos que iba a ser un recibimiento tumultuoso pero festivo, aunque las inclemencias del tiempo hubieran anticipado otras derivaciones, que se acentuaron trágicamente en el posterior retorno del 73. En ese largo caminar por calles del Gran Buenos Aires, recuerdo que el poncho que llevaba, comprado en el viaje iniciático a Machu Pichu, se había empezado a desteñir pero también a recoger la tintura de los carteles. Un compañero, compungido, me dio lo que él creía que era la explicación más sensata: «Elvira, es la mala calidad de la anilina». Notablemente, el tintorero no pudo resolver después el problema y el color de las franjas se extiende fuera de sus límites y permanece aún hoy disperso en ciertas zonas del poncho, confundido, creo yo, con las huellas de las inscripciones identificatorias. Las diversas anilinas mostraban su poder de dispersión y permanencia como muchas de las ideas fuerza que nos acompañaban en esa etapa.
Nuestras investigaciones no podían escapar a esos mandatos. Mi primer proyecto fue «Consideraciones acerca de la enseñanza de la lengua nacional en comunidades indígenas», que Salvador Bucca aceptó con cierto entusiasmo, posiblemente por la influencia que había tenido en él el magisterio de Benvenuto Terraccini. En ese proyecto buscaba demostrar que los fracasos en la enseñanza derivaban de los métodos pedagógicos aplicados en esas comunidades, para lo cual hice una investigación detenida de las metodologías de enseñanza de lenguas segundas. Finalmente, los avatares de la vida política del país llevaron a que no se concretaran en los espacios a los que estaban destinados sino que se desplazaron a la enseñanza del español a extranjeros.
Este desplazamiento acompaña al de la anilina y nos permite comprender no solo las relaciones de fuerza a las que deben adaptarse los universitarios de un país periférico sino también que el tenerlas en cuenta es, si da lugar a una actitud reflexiva, un impulso intelectual. De allí que la continuación de la investigación, frustrada luego, recibiera el austero pero significativo nombre de «Políticas lingüísticas», en el que el imperativo castellanizador dejaba lugar a una reflexión que atendiera a lo que estaba en juego en esas decisiones. Precedía el informe una cita epígrafe de Frantz Fanon, extraída posiblemente del texto que se cita en la bibliografía, Escucha blanco, que me interpela no por lo que dice (que tiene algo de trivial si no pensamos en el contexto de producción y de lectura), sino por la voluntad de señalar una filiación, que años después sería una referencia obligada para los que integran la amplia corriente decolonial en América Latina. La cita retomaba desde el lugar del subalternizado, aquello en lo que el relativismo lingüístico, en algunas de sus manifestaciones se afirmaba: «Un hombre que posee la lengua posee el mundo implicado y expresado por esta lengua: en la posesión del lenguaje hay un poder extraordinario». En los otros nombres citados en la bibliografía del informe se evidencia lo errático y accidentado de esas búsquedas en las que convivían Cohen, Fishman, la Unesco, Goodman, Haugen, Shirley Heath, Jakobson, Mackey, Rubin, Tauli, Torero, Weinreich, lecturas que habíamos ido arañando de diferentes maneras, con las más seguras de Althusser, Gramsci, Lenin, Stalin o Trotsky.
Esos esbozos investigativos en la Universidad de Buenos Aires se acompañaron (en lo que llamamos después la Primavera Roja, para marcar el sentido histórico que le dábamos y también su transitoriedad, y que como otras primaveras derivó en una atroz tragedia), de la tarea docente en el marco de la cátedra de Lingüística y Semiología creada por Luis Prieto en su año sabático, que le permitió alejarse de la Universidad de Ginebra temporalmente aunque él creía que era definitivo porque estaba dispuesto a ponerse al servicio del combate nacional en la búsqueda de lo que se pensaba entonces como una nueva independencia. Recuerdo, cuando juntos participábamos en la inmensa manifestación en contra del golpe de Estado a Salvador Allende del 11 de septiembre de 1973, una escena que años después hubiera llamado glotopolítica. Prieto era asmático, así que de vez en cuando se paraba para utilizar un inhalador que le facilitaba la respiración. En una de esas ocasiones me doy cuenta de que ya no estábamos debajo de los carteles identificatorios con los que habíamos iniciado la marcha. Se lo dije mientras trataba de localizarlos, él exclamó Pas de gaffe, Elvira, pas de gaffe. La irrupción de esa otra lengua cuando no se la esperaba (en remplazo, tal vez, de «cuidado, no metamos la pata»), condensaba, desde la mirada actual, una cadena de asociaciones, en la que se mezclaban la voluntad de participar disciplinadamente al estilo europeo, la distancia y al mismo tiempo el involucramiento frente a grupos heterogéneos y entusiastas que evidenciaban un fuerte compromiso político, y cierta mirada humorística por el desajuste entre la condición y trayectoria del que enunciaba la frase (ocupaba la cátedra de Saussure) y su presencia entusiasta y convencida en una marcha de protesta tan multitudinaria en la que gritos y cantos se sucedían y superponían, por momentos agresivamente, mostrando los distintos posicionamientos de los que surgían. La palabra «gaffe» mostraba, además de cierto guiño afectuoso, su total inadecuación para remitir a una situación en la que las diferencias generaban violencias verbales y físicas por los cortes tajantes que las separaban y que parecían, a pesar del gesto compartido de homenaje a Allende y repudio a Pinochet, insalvables, como dije antes.
En la cátedra a la que me referí, a mí me habían asignado el módulo de Sociología del Lenguaje, de allí que, cuando muchos años después me pidieran que me hiciera cargo de una materia que llevaba el mismo nombre en la carrera de Letras, lo tomé como algo natural, era un campo que me estaba destinado con todas las limitaciones de una formación lingüística pero también con todas las posibilidades de avanzar por nuevos derroteros en lo que la otra formación, la política, era un bagaje indispensable. Esto último nos llevaba a decir que nuestros aprendizajes se realizaban tanto en las aulas como en las infinitas discusiones que entablábamos permanentemente fuera de ellas. Aníbal Ford divertidamente me preguntó pasadas varias décadas, cuando salíamos de una de nuestras reuniones del Comité Académico de la Maestría en Análisis del Discurso: «¿De qué discutíamos en esas reuniones?» Yo no recordaba los temas, solo recordaba el ambiente, los tonos, la pasión casi épica que nos acompañaba.
Volviendo a la formación lingüística, creo que no era tan limitada como podía parecernos en ese momento en el que todo era sometido a crítica. Nos habíamos formado en el marco de la Escuela Lingüística Española, y entre los acuerdos y las tensiones que derivaban del accionar de esas dos figuras, Menéndez Pidal y Ricardo Rojas, para los cuales la interrogación sobre sus respectivos países nutrían las opciones intelectuales y orientaban las político culturales. Estábamos habituados a pensar —a lo que no era ajena la influencia de los discípulos de Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña— en términos históricos, a considerar el sistema educativo como el espacio legítimo de proyección de nuestros avances investigativos, a reconocer las opacidades de los textos y a remitirlos al contexto, y, sobre todo, a valorar el papel de la lengua en la construcción de las subjetividades nacionales.
De esa primera experiencia en Sociología del Lenguaje quedaban, espero encontrarlas entre mis papeles, esta vez no ocurrió, unas cuantas hojas que Irma, la editora de nuestros cuadernillos, me llevó (como testimonio de que ya me había acompañado en la otra etapa), cuando estábamos reunidos todos los docentes pocos días antes de comenzar Semiología y Análisis del Discurso en un enorme salón que no identifico ahora si era un cine o un aula magna. Tal vez las dos representaciones que se conjugan en mi memoria muestren mejor que otra cosa ese momento inicial del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires: el temor a una exposición pública y al mismo tiempo el empuje que nos daba el estar realizando una tarea de envergadura por mandato de la institución universitaria recuperada. Esas hojas que Irma me traía habían servido como guía de aquellas clases de Sociología del Lenguaje y llegaban esperanzadamente en el momento en el que estábamos desesperados porque el centro de estudiantes que iba a realizar la impresión de los cuadernillos había desistido de hacerlo. Irma se comprometió a hacer la impresión y a distribuir los cuadernillos para que estuvieran en las sedes el primer día de clases. Otra vez la precariedad y la voluntad de vencer los obstáculos que esa realidad arbitraria y esquiva nos imponía.
Quedan también, de aquella experiencia de Sociología del Lenguaje, algunas carpetas que grupos de estudiantes iban armando para dejar como material de cátedra, en las que juntaban según los ejes temáticos traducciones, recortes de diarios, informes de las entrevistas que hacían, síntesis de las lecturas que podíamos realizar en nuestras bibliotecas, fragmentos de textos de los que nos habíamos agenciado por distintas vías como los de la escuela sociolingüística peruana desarrollada en la época de Velasco Alvarado o los proyectos norteamericanos de educación bilingüe, buscando armar un archivo que sirviera para el dictado de la materia y que debía ser completado por los grupos que siguieran. La seguridad en el ejercicio de una labor patriótica nos convocaba y nos exigía. Los temas iban del cocoliche y el lunfardo, asociados con las problemáticas de la inmigración o las academias, a la enseñanza de las políticas lingüísticas en Perú y México, pasando por la revolución bolchevique, la situación de las lenguas en la Unión Soviética o en el Estado de Israel, incluso el tagalo en Filipinas (recuerdo la entrevista que le hice al agregado cultural de la embajada). Interrogábamos al mundo buscando encontrar una respuesta para lo que nos interesaba que era el papel de las lenguas en la construcción de la nación latinoamericana y responder a un eje del debate: ¿enseñar el portugués era hacerle el juego imperial a la burguesía brasileña o construir con un pueblo hermano un sólido entramado defensivo frente al imperialismo?
De esa experiencia, que se extendió luego a Historia de la Lengua Española, quedan asimismo retazos memorísticos en antiguos estudiantes, algunos de los cuales tuvieron una trayectoria destacada en el campo científico y universitario. Uno de ellos es Raúl Antelo, quien recuerda divertidamente (porque evidenciaba la percepción marginal del momento que vivíamos) la propuesta, la primera que le formularon para ejercer la docencia universitaria, que le hicimos con Élida Lois, de que fuera nuestro ayudante, en las vísperas de la muerte de Perón.
Luego fue septiembre del 74 y la asunción de Ottalagano al rectorado de la Universidad de Buenos Aires y con eso el alejamiento de las aulas de los que habíamos participado con entusiasmo en aquella Primavera. El más crítico de mis hijos respecto de las deficiencias de mi rol materno dice que fue gracias a las cesantías de Ottalagano que los tres nacieron. La exageración muestra sesgada e indirectamente la importancia para mí de esos años.
El resto, en el camino glotopolítico, es ya la apertura democrática, el armado de la cátedra de Lingüística Interdisciplinaria primero y luego de Sociología del lenguaje, la alegría cuando en 1986 apareció el manifiesto de Marcellesi y Guespin, Por la glotopolítica, no solo porque le daba un nombre a lo que estábamos haciendo y habíamos hecho sino también porque enunciaba un programa con el que nos identificábamos. Pensemos que los tres cuadernillos de Glotopolítica I, II y III, se publican en 1988.
Ya nos encaminábamos hacia el Mercosur, el Acta de Iguazú es del 85 y el Mercosur del 91. A diseñar distintas formas de intervención en esos procesos destinamos gran parte de nuestros esfuerzos. Esto nos llevó a interrogar otras situaciones tanto nacionales, como de las integraciones regionales o de las zonas interiores a los Estados, nos permitió adentrarnos en otros espacios de reflexión como el catalán o el quebequense, pensar la situación de las lenguas indígenas desde los cambios de estatuto acaecidos en la década del noventa, considerar las nuevas migraciones como producto de las restructuraciones globales, definir las áreas idiomáticas y particularmente analizar la política panhispánica encabezada por la RAE y su trayecto desde la unidad en la diversidad hasta el objetivo actual de un español general y una prosa informativa simplificada, en lo que se adapta a los grandes lineamientos de las multinacionales interesadas por los adelantos de la inteligencia artificial.
En muchos trabajos, los instrumentos lingüísticos como partes de dispositivos normativos que intervienen en el espacio del lenguaje fueron objeto de estudio y retomamos el interés por la zona del archivo que correspondía a la formación de los Estados nacionales. Ampliamos la categoría de instrumentos lingüísticos, a lo que Sylvain Auroux en cierta medida nos estimulaba desde sus tres tomos de Historia de las Ideas lingüísticas. Recorrimos las producciones enmarcadas en la larga tradición retórica ampliándonos a los manuales de estilo periodísticos, a los manuales de predicación y a los de enseñanza de la composición, agregamos la legislación de lo que da cuenta el intenso trabajo de Roberto Bein y su equipo, exploramos las gramáticas escolares, las antologías, los diccionarios, la escritura epistolar, el papel de los manuales de historia de la literatura en la construcción de un imaginario de lengua y nación, los discursos que en géneros variados tematizan el lenguaje.
En ese espacio que en un momento llamamos Glotopolítica histórica se inscribe la colección que con tanta generosidad cobijó Eudeba, la Historia de la Políticas e Ideas sobre el Lenguaje en América Latina.
En los distintos volúmenes se indaga sobre la dimensión semiótica de los procesos políticos. Por un lado, el libro de Nora Bouvet, Poder y escritura: el doctor Francia y la construcción del Estado paraguayo, en el que la autora se interroga, a partir de un intenso trabajo de archivo (particularmente en Asunción), sobre las modalidades que pone en juego la red interlocutiva que va instaurando Francia y los diferentes lugares en los que este personaje, clave en la historia de toda la cuenca del Plata, se ubica.
En el transcurrir del largo proceso de conformación y de consolidación del Estado, Nora va mostrando cómo en los modos de pensar el poder incide la escritura y las instituciones tanto del secretario como del dictador (que es también el que dicta). Asimismo, el análisis de la correspondencia de Francia con los comandantes de frontera, muestra el esfuerzo, a través de la escritura, por la construcción del Estado en los límites territoriales. Francia se nos presenta, en esos casos, como un analista del discurso, al que la lectura de las cartas dictadas por los comandantes o elaboradas por los mismos secretarios, le permite reconocer obsesivamente, en los ámbitos más lejanos, la instauración de los límites y los enemigos que acechan.
Por otro lado, Políticas lingüísticas e inmigración. El caso argentino, en el que Ángela Di Tullio interroga un momento crucial de la vida del país que definió nuestros rasgos nacionales, en esa relación conflictiva y apasionada con las diferentes alteridades, que estimuló infinitas polémicas no resueltas, por décadas, entre lengua e identidad. En ellas incidían las representaciones acerca de la función de la escuela, los lugares de memoria, el servicio militar obligatorio, las políticas que se implementaban en relación con la prensa gráfica, las revistas culturales, el teatro y los nuevos medios de comunicación. Ángela recorre esos espacios desde una mirada atenta a la producción ensayística sobre la lengua y a los variados instrumentos lingüísticos cuya función prescriptiva encontró, en algunas situaciones, un terreno fértil y, en otras, fue motivo de burlas por parte de receptores para los cuales legitimar su habla era afirmar su dignidad y su pertenencia a una nación soberana.
El tercer libro es El lector libertario. Prácticas e ideologías lectoras del anarquismo argentino (1898-1915) de Mariana di Stefano. Las políticas estatales o de miembros destacados de la elite dejan paso a las contrahegemónicas de un espacio político particularmente importante en la formación de subjetividades contestatarias como fue el anarquismo en ese final del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Su influencia se hizo sentir de diversas maneras en otros grupos y en sujetos que encontraban en estos personajes, entrenados en el desarrollo de un agudo espíritu crítico, en el despliegue de la polémica y en el rechazo impetuoso de las ideologías dominantes, una conducta digna de ser imitada. La preocupación por el desarrollo de una prensa obrera, las convocatorias y denuncias fijadas en panfletos y folletos, la participación en las luchas sindicales, el interés por actos culturales que convocaban a las familias, como los paseos al aire libre o las representaciones teatrales a partir en muchos casos de novelas naturalistas, permitieron esa difusión amplia del ideario anarquista. Macu se centra en lo que tiene que ver con las prácticas lectoras —sobre todo lo que llama en relación con los espacios colectivos la lectura como objeción, y también la producción de libros manuscritos y las escenas de lectura que exponen los periódicos—. Aborda, además, el texto escrito en las instancias de formación política, las bibliotecas, y los proyectos educativos deudores en algunos aspectos de la tradición ilustrada.
Por su parte, Juan Eduardo Bonnin, en su Génesis política del discurso religioso. Iglesia y comunidad nacional (1981) entre la dictadura y la democracia en Argentina, se refiere a un documento importante cuyo análisis nos permite tanto conocer esa etapa de transición y el papel jugado por la Iglesia católica, como el posicionamiento colectivo y los juegos individuales que exponían las diferencias internas que se habían manifestado en el Proceso y que se manifestarían en la democracia. Su entrada analítica parte del estudio de la reformulación, a lo que diferentes miembros del equipo se dedicaron al abordar adaptaciones didácticas, traducciones de textos prescriptivos y discursos religiosos. En este caso, se apoya en la Crítica genética que le suministra los instrumentos para un análisis detenido del proceso de escritura del documento, tal como se plasma en los sucesivos borradores, en los que no solo se evidencian las vacilaciones que muestran las negociaciones de las diferencias, las problemáticas que las agudizaban, los conflictos ineludibles, las representaciones de la escritura político-religiosa, las tradiciones discursivas que afloraban en las opciones propuestas o rechazadas, sino también las importantes redes sociales en las que todos los actores, no solo los obispos, estaban inscriptos y que le dan su sentido histórico a un proceso escriturario que debe proponer la tan cuestionada reconciliación nacional.
Detenemos este recorrido por las obras individuales en La eficacia literaria. Configuraciones discursivas de literatura nacional en manuales argentinos (1866-1947) de Diego Bentivegna. En ella, su autor construye una serie en torno al manual literario que va de las expresiones de un dispositivo retórico a las de otro historicista siguiendo, en sus inevitables vaivenes, la inscripción, en los procesos políticos, de la reflexión sobre el canon literario y los modos de enseñar la literatura en la escuela media. En esa progresiva configuración del concepto de literatura nacional, Diego recorre desde la etapa de la organización nacional al momento inicial del peronismo, aunque el corte se basa en la publicación, por un lado, de la antología de Cosson destinada al Colegio Nacional de Buenos Aires y a los restantes colegios secundarios que se ponían en marcha, hasta la publicación de la obra de historia de la literatura argentina e hispanoamericana de Roberto Giusti, que opera una clausura relativa acerca del debate sobre el objeto enseñable de literatura nacional. Las antologías asociadas a manuales de preceptiva muestran la reducción de la tradición retórica a los géneros escolares de escritura, que se van a tratar en los primeros años, y las posteriores historias de la literatura van a definir su ubicación en los últimos años. La obra de Diego indaga en ese amplio período deteniéndose en los aspectos teóricos y metodológicos que plantea el análisis de los manuales, en los modos de construir el imaginario nacional, en la incidencia del mercado editorial que se expandió gracias a la publicación de los libros de texto, y en las perspectivas pedagógicas acerca de la enseñanza de la lengua, fundamentalmente las que dieron lugar a la reforma de 1935.
Solo enunciaré las obras colectivas, refiriéndome al momento al que corresponde cada una respecto de la investigación del grupo. Prácticas y representaciones del lenguaje, que coordiné con Roberto, muestra en su título la orientación general de las investigaciones y el interés por las ideologías lingüísticas y por convocar materialidades diversas. El pensamiento ilustrado y el lenguaje, que organizamos con Carlos Luis, tiende a interrogar el peso de la larga duración en la construcción de subjetividades, y la dinámica de las travesías espaciales: la influencia de la Ilustración alcanza a discursos que se suceden en el siglo XIX y el XX pertenecientes a ámbitos y géneros diversos, como los discursos religiosos, las gramáticas, los diccionarios, las regulaciones en la radio, los textos de lectura, la discursividad política. Y La regulación política de las prácticas lingüísticas, que dirigimos también con Roberto, retoma algunos temas anteriores pero señala la importancia en la reflexión de atender tanto a las diferentes etapas de la conformación del Estado como a la incidencia de la globalización. Las posiciones políticas en esos marcos, explican así los alcances y los significados de las intervenciones en los lenguajes.
Para ir terminando. El rico contacto con colegas de otras universidades fue construyendo un espacio que se afirmó con cierto surrealismo disparador en el Tercer Congreso Latinoamericano de Glotopolítica realizado, gracias al esfuerzo de Lidia Becker, en Hannover, ciudad en la que había nacido Hannah Arendt, la que hizo en un momento una defensa ardiente de la lengua materna, a pesar de —o, tal vez, por— la experiencia dolorosa del exilio: en los que olvidan la suya, porque anulan la distancia frente a la otra que se les impone, «a un cliché sigue otro cliché, al olvidar la lengua han cortado con la productividad que de ella se tiene».
Nuestros cinco congresos —Chile, Bogotá, San Pablo, Montevideo, además de Hannover— han ido definiendo y reforzando los ejes de la Glotopolítica. En primer lugar, las intervenciones en el espacio del lenguaje, asociadas con ideologías lingüísticas, que inciden en la reproducción o transformación de las sociedades. Luego, la dimensión semiótica de los procesos políticos y la dimensión política de los procesos semióticos, atendiendo a posiciones y conflictos sociales. Y, finalmente, la desigual distribución del capital lingüístico y de las posibilidades de ejercicio de la palabra pública.
Daniela, en el último volumen de la colección, estudia una forma particular de intervención que son los diccionarios monolingües, asociados con las ideologías lingüísticas propias de los diferentes lugares de enunciación y de las relaciones de fuerza; los inscribe como objetos semióticos particulares en el proceso de constitución del Estado argentino pero también aborda la incidencia de la globalización y de los diferentes posicionamientos en las opciones de los diccionarios actuales. Y estudia las voces que tienen derecho a participar en la empresa diccionarística según los momentos, los autores, la posición social de los hablantes con los que se los vincula. A todo ello se va a referir Roberto Bein.
Como ven, a los que llegamos a una edad avanzada, nos gusta rememorar no por un desbordado narcisismo, aunque en una etapa de la vida sea una forma de afirmación en ella, sino porque creemos en la importancia de reflexionar sobre los entramados que históricamente nos han ido constituyendo tanto a nosotros individualmente como al espacio con el que colectivamente nos identificamos. Espero que les haya servido.

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