Apuntes para una crítica de las políticas de inclusión/reconocimiento ancladas en el dispositivo de la sexualidad postmoderna
Por Ezequiel Espinosa
Quizás un artículo como el que sigue, con la temática/problemática que aborda, pueda aparecer como una intempestiva veleidad teórico-política en los tiempos que corren. Sin embargo, aunque no sea urgente, sin lugar a dudas resulta necesario. Ya por la relevancia histórico-política de las políticas de inclusión/reconocimiento (identitarias y/o de la diversidad), ya por la relevancia de los movimientos y las luchas transfeministas en general, en el desmantelamiento sistemático del patriarcalismo y la heteronormatividad, con todas las resistencias que genera, al menos en sociedades encuadradas dentro de la así llamada civilización moderna y occidental. Va pues.
“Me temo que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática”
Friedrich Nietzsche
“El carnaval en el lenguaje sólo tiene sentido cuando es expresión inconsciente o consciente de un carnaval real”
Karl Marx – Friedrich Engels
El lenguaje inclusivo ha sido criticado básicamente desde dos ángulos, el heteronormado y el antinormativo. Desde el primer campo, se augura, no sin una cierta y angustiosa temeridad, que si esta novel retorica deviene, efectivamente, en la nueva gramática social, asistiríamos entonces a una guisa de subsunción formal e ideal de la sobriedad existencial de “las mayorías (silenciosas)”, en las caprichosas excentricidades de unas “minorías (intensas)”, ahora devenidas en hegemónicas. Asistiríamos, de tal manera, al acaecer de un irónico y paradojal supremacismo lingüístico.
Dentro del segundo campo, asimismo, se le ha criticado cierta tendencia hacia la normalización lexical de las subjetividades, como de una ingenua pretensión positivista de plena aprehensión de una realidad (discursiva), que no tardará en generar nuevas exclusiones. En ambas cifras, la crítica redunda en que, de seguir tal derrotero, el lenguaje inclusivo puede convertirse en un nuevo dispositivo de normalización, perdiendo, subrepticiamente, su potencia dislocante y subversiva. Al parecer, estaríamos construyendo un nuevo andro-centrismo, donde las subjetividades que una vez desnaturalizadas persisten en su deseo de seguir identificándose como masculinas/os o femeninas/os, se ven normativamente subsumidas por una nueva interpelación genérica que les sitúa en una posición de androginia obligatoria. Va de suyo que esta subsunción tiene como correlato una resistencia social que torna imposible interpelar desde una lexicalidad inclusiva-subversiva. Visto desde tales perspectivas, el desafío sería sostener el carnaval en el lenguaje mediante una agregación dislocante del binarismo heteronormativo, y no en configurar una nueva forma de subsunción normativa, que pase por interpelar genéricamente (desde los aparatos ideológicos del Estado), a partir de una obligatoria posición de androginia indexical. Y es que ya el propio planteo de la (mera) inclusividad supone una subsunción de la expresión lingüística de lo diverso, y la convierte en su contrario. De esta forma, pues, la retórica político-disruptiva se ve rápidamente asimilada por las mallas gramático-normativas del poder, y la cultura oficial.
En lo que a mi concierne, me interesa barruntar apenas unas hipótesis sumarísimas, con cierta pretensión elucidatoria, si cabe, que nos permitan comprender como es que un momento de presunción anomalista, se nos va revelando como un nuevo movimiento analogista.
Podríamos comenzar hablando en buen marxismo, y llamar la atención sobre como la retórica del lenguaje inclusivo repite la fórmula del igualitarismo formal del Estado de derech@, transfigurando las desigualdades realmente existentes, esta vez en nombre de la diversidad. Siguiendo esta línea, asimismo, podríamos advertir sobre como es que, bajo una nueva fórmula de la neutralidad ideológico-jurídica, se agazapa, empero, un reforzamiento de la indiferenciación económico-política respecto de la singularidad personal de sus agentes. Un nuevo avance de lo cuantitativo por sobre lo cualitativo, esta vez de la mano de una “economía del lenguaje” que, presentándose como una forma de discurso universitario, trasluce, antes bien, el desplazamiento y la reconversión del discurso del amo, en y a través del discurso capitalista.
Mas, dejando de lado las inflexiones lacanianas de nuestro buen marxismo, mi posición es que el giro normativista de la retórica inclusiva, es, ni más ni menos que la contraparte o la contracara dialéctica del proceso de deconstrucción continua, auspiciada por y desde el dispositivo trans-moderno (moderno-post-moderno) de la sexualidad. Un dispositivo que, tal y como lo señalara Michel Foucault, (se) afirma (en) el principio identitario de nuestra condición sexual; que hace del sexo la verdad de nuestro ser, como el fin único y último de nuestra existencia. Que presenta incluso, en quienes asumen una posición ético-política de asexualismo, un reconocimiento negativo del anclaje sexual de la existencia, de la fijación de la identidad en la condición sexual, incluso cuando se presenta bajo la sigla LGTBIQ. Más todavía, desarrollando los postulados de Marcuse respecto de la desublimación represiva de la sexualidad, Foucault supo llamarnos la atención sobre la ironía de la sexualidad como dispositivo, en tanto que nos hacía creer que algo así como una emancipación existencial –si cabe evocar al fantasma del amigo Sartre-, pasaba por la denominada liberación sexual, cuando, a decir verdad, de lo que se trataba, de lo que aún se trata, es de salirse o de superar las determinaciones de un tal dispositivo de soberanías sometidas, para abrirse a formas de existencias polifacéticas, de proyecciones multilaterales de la existencia, que nos auguren nuevos “usos de los placeres”, y que vayan más allá de los imperativos liberal-libidinales de un “Sexo Rey”.
En resumen, y frente la perplejidad de nuestras almas bellas progresistas, lo que aquí planteo es que la deriva normativista del lenguaje inclusivo, es consecuencia necesaria de la dialéctica propia de un dispositivo de la sexualidad que, si bien, de una parte tiene como imperativo categórico a la deconstrucción permanente, de la otra, se resuelve contradictoriamente en la interpelación normativa de la androginia obligatoria. Que el tema no es tanto la heteronorma, que sí, también, sino, más todavía, la definición misma de nuestra existencia en base y alrededor de una mera condición sexual, cualquiera sea la forma en que nos identifiquemos con la misma. Que si aquello que define a nuestra existencia es su mera condición sexual, sea ésta en términos cis, o lo sea en términos queer, la normalización sexo-genérica de nuestra existencia, será una consecuencia necesaria de una dialéctica serial, anclada en el dispositivo de la sexualidad, y que lejos de ser superada por las diversas formas e instancias de la liberación sexual, no hacen más que reforzarlo. Prueba de ello es la propia y variopinta proliferación de etiquetas sexualizadas con las que diferentes agrupamientos refieren a su existencia, como a(l leit motiv de) su razón de ser.
Que, por fin, la verdadera diferencia no radica tanto entre un “sexo humano” y un “sexo no humano”, como deleuzianamente se nos ha venido sugiriendo (lo que no deja de ser un postulado y una política de orden esencialista), sino que entre una existencia que tiene al sexo como la verdad de nuestro ser, y, por tanto, también, como el fin único y último de nuestras vidas, y unas existencias, sexuadas sin dudas, pero enfocadas, ante todo, hacia diversas formas de la “vida bella”, la “vida buena”, la “vida digna”, “la vida justa”, “la vida noble”, en suma, hacia las más diversas formas de una “vida activa”. Que la verdadera diferencia está entre una existencia anclada en la sexualidad, y una sexualidad abierta a lo existencial. Entre una proliferación de clivajes de sexualidades diversas, y una apertura radical hacia diversas formas o estilos, de lo que foucaulteanamente designaremos como estéticas de la existencia.
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