El jueves 20 de octubre tuvo lugar la presentación del libro Clases de Teoría literaria, huellas de una experiencia, de la profesora Isabel Vassallo1, en el Instituto Superior del Profesorado «Joaquín V. González» de Buenos Aires. No concluía la lectura del texto con el que la profesora Elvira Arnoux lo celebraba públicamente, que ya Diego Di Vincenzo (quien editó el original que al día siguiente le envió Elvira y que es el que ahora publicamos) nos escribía entusiasmado para gestionar la reproducción del artículo en este espacio. La justificación de la publicación se da en tres puntos: 1. Se trata de un recorrido personal y comunitario de Isabel y de Elvira como colegas de una institución a la que hicieron grandes aportes pedagógicos; 2. Se trata de una autobiografía intelectual y docente de Elvira, espejada en la historia pública, en la que se destacan su ingreso al Instituto, el trabajo conjunto con señeros colegas, el origen de la cátedra de Semiología y Análisis del Discurso del Ciclo Básico Común, la creación de la primera oferta de posgrado para docentes de Letras en la Argentina, la Maestría en Ciencias del Lenguaje el año 1988; 3. La consideración de los paradigmas en los que se forma un profesor de Letras, vistos retrospectivamente. Si los marcos que dieron sustento a esa formación durante el siglo XX han sido los de la filología y la estilística, el estructuralismo, a la que la perspectiva discursiva le agregó una teoría de la Historia y de la Ideología, y una teoría del Sujeto, como señala Elvira, hoy parece necesario politizar la dimensión curricular de la formación de profesores de Lengua y Literatura, para (re)considerar ese legado de lectura que la autora destaca del libro de Vassallo, y que pone a jugar «en la cadena» una máquina perceptiva de lenguaje, forma y sentido, estilo y gramática, léxico e ideología, estructura y función… esa lectura total, que, nos parece, es uno de los grandes aportes de la lectura liberadora.
Para mí es una alegría y un honor presentar el libro recientemente publicado de Isabel Vassallo, Clases de teoría literaria, en la institución que nos cobija y que nos ha cobijado durante largos años, el Instituto Superior del Profesorado «Joaquín V. González»2.
1. Recordando
Pido de alguna manera disculpas porque en un primer tramo voy a referirme a mi vínculo con la institución y con algunos de sus egresados. Y lo haré porque estoy convencida, a esta edad algo avanzada, de que estos espacios que marcaron el devenir de los estudios del lenguaje en la Argentina, necesitan ser recorridos también desde las historias personales que se enlazan con la institución y que explican la fuerza que esta tiene y la mística —tan necesaria para la formación de docentes— que han hecho posibles muchos de los emprendimientos que se han encarado. Además, un impulso para ello han sido las charlas con Silvia Calero en las que juntas hemos pensado en la necesidad de que esa memoria no se pierda.
Isabel, más joven que yo, está inscripta en la historia institucional de una manera contundente porque es egresada de ella y fue docente desde muy joven, y es considerada por todos como un pilar de la carrera, que afirmó su presencia en todas las luchas que sostuvieron resistencias y motivaron cambios. Su libro se explica también por ese compromiso con la tarea docente, con la institución en la que se ha desempeñado, con los colegas, con las distintas generaciones de estudiantes.
En la presentación que hace de un texto de Adorno en el que este habla de la obra de arte como «símbolo del sujeto dueño y consciente de sí mismo, el que no capitula», señala que a partir de esa lectura le gusta pensar que
Nuestro compromiso como docentes nos ubica en un lugar singular para preguntarnos qué puertas abrir en las subjetividades numerosas y heterogéneas a las que nos enfrenta esa institución que es la escuela. Así puestos en la encrucijada de tener que decidir qué hacer leer y por qué, entiendo este texto como una incitación a no claudicar. Dado que somos seres simbólicos, la experiencia de explorar un lenguaje que nos ofrece resistencia no es algo superfluo: no debería ser resignada, porque abre vías insospechadas en las subjetividades a nivel sensorial y de conocimiento, y da a la vida de todos y cada uno/a nuevas y profundas significaciones.(260)
Volviendo a lo que les anticipaba al principio, debo decir que el Joaquín está ligado a distintos momentos de mi vida. Uno primero en el que para mí, niña, la referencia Profesorado tenía algo de mítica. La que fue hasta su muerte la madrina laica de mis hermanos y mía era egresada de la carrera de Geografía. Recuerdo el pin que ponía en sus trajes y que no recuperé, lo que siempre lamenté, y que mostraba su orgullo de egresada. Era inspectora de enseñanza primaria, «una inspectora justicialista», como le gustaba decir, llegada desde la izquierda nacional a la función pública. Nunca dejó de dar clases de Geografía en el turno vespertino, el único que le permitía su tarea diurna de inspectora. Murió el año siguiente a la caída de Perón, o en una fecha muy cercana a este acontecimiento; la atropelló un auto en la Avenida General Paz, la habían destinado a una zona semirural y debía dejar el Gran Buenos Aires donde se había desempeñado. Como vemos, la historia del país y las historias personales se enlazan, y explican algunos derroteros que creemos individuales y accidentales.
Cuando ingresé a la Universidad de Buenos Aires, vacilaba entre el Derecho, facultad en la que cursé algunas materias, y Letras que fue, finalmente, la carrera que abracé. En esta decisión incidieron dos egresados del Joaquín.
En primer lugar, Anita Barrenechea y su equipo, en el que estaban otras egresadas como Mabel Manacorda de Rosetti. Ellas dictaban el tramo de Gramática castellana en un curso de ingreso que duraba un año y que cursé con el quinto año de la escuela secundaria. Después fueron mis profesoras de Gramática en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, aunque en la enseñanza de la gramática me inicié en el Joaquín, y a las gramáticas vuelvo siempre, en una interrogación fascinada por esos instrumentos lingüísticos (desde hace algún tiempo desde una perspectiva glotopolítica). Cuando inicié la colección Hachette Universidad consideré que era ineludible que la presencia de los investigadores argentinos en las ciencias del lenguaje fuera inaugurada por ese equipo que integraban Anita y Mabel, lo que dio lugar a Estudios lingüísticos y dialectológicos. Temas hispánicos, primero, y luego a la obra de la querida discípula de Anita Barrenechea, Beatriz Lavandera, Variación y significado. Recuerdo emocionada cuando Anita me propuso que me hiciera cargo de la cátedra de Gramática de la carrera de Castellano, Literatura y Latín, que dejaba María Luisa Freyre porque asumía la cátedra de Lingüística en la Universidad de La Plata. A alguna de mis clases, que inicié en 1982, el año de Malvinas, asistía Mabel Manacorda, según ella, «para renovarse», pero yo sentía esa presencia como un control que los próceres de la institución ejercían sobre mí, «la que venía de afuera» y que me inquietaba extraordinariamente. Todo se resolvió con la calidez del entusiasmo compartido y con la evidencia de que seguía, a pesar de algunos atajos, la ruta establecida.
El vínculo afectivo de Barrenechea con el Instituto se evidenció cuando donó sus libros de lingüística y gramática a la Biblioteca, trámite que ayudé a concretar.
La otra figura a la que quería referirme es la de Enrique Pezzoni. Cuando ingresé a la carrera de Letras, una de las materias primeras era Introducción a la Literatura, de la cual él dictaba el tramo que más me impresionaba a mí —egresada de la Escuela Normal de San Martín— en el que aparecía la ciencia de la literatura, la Teoría Literaria, en sus formas más novedosas. Categorías variadas surgidas de los textos de —recuerdo algunos— Kayser, Wellek y Warren, o de Booth poblaban las clases conviviendo con las expresiones más importantes de la literatura que servían de ilustración y análisis. Lo volví a encontrar cuando ingresé como profesora en el Joaquín. Fui a la primera reunión en la que él era director del departamento de Castellano con todas las timideces propias de la situación, pero me encontré con alguien que desarrollaba divertidamente su función. Lo desacralizado del vínculo que entablaba con sus colegas se expresó cuando, sintetizando una propuesta referida al funcionamiento del departamento, nos dijo: «Bueno, ahora levanten la patita». Todos se rieron, posiblemente por los miles de recuerdos que estarían asociados a esa expresión y los implícitos compartidos en largos años de trabajo conjunto. Era el compañero respetado y admirado intelectualmente y al que querían con una devoción, cuyas profundas raíces comprendí luego. Él fue el que me propuso con Jorge Panesi, en la Facultad de Filosofía y Letras, que me hiciera cargo de Semiología y Análisis del Discurso. Al hacerme la propuesta me aclararon risueñamente que debía compartir la cátedra con Bibliotecología porque todas las carreras debían intervenir en el Ciclo Básico Común. Eso significaba que debía dar un lugar en el programa a la posición de la mesa en la sala de lectura. Con los docentes de Bibliotecología he tenido siempre una relación muy cálida, y nunca hicieron alusión a los temas del programa; entonces, pensé que era otra de las bromas de Enrique. Este gesto también provocadoramente jocoso se repitió cuando me propusieron que dictara Lingüística Interdisciplinaria. En este caso, cuando pregunté por qué la materia no se había dictado antes, qué se pensaba respecto de los contenidos, Jorge me dijo: «Creo que es el lenguaje de las abejas» y allí comprendí que era lo mío.
En la tarea de poner en marcha Semiología y Análisis del Discurso me acompañaron muchos egresados brillantes del Joaquín, citaré solo a cuatro muy próximos en distintos momentos: Carlos Mangone, Jorge Warley, Daniel Link y Sylvia Nogueira. En todos los casos estaba segura de que eran capaces de articular los saberes teóricos con los requerimientos pedagógicos necesarios en un primer año universitario, lo que demostraron con notable eficiencia en sus respectivas trayectorias.
El Joaquín había mantenido ese perfil articulador del campo disciplinar con el quehacer pedagógico que se había expresado no solo en la labor de sus egresados, sino también en los múltiples cursos encarados para la actualización y perfeccionamiento docente de los egresados y profesores de institutos de enseñanza superior. Es a esa tradición a la que apelé como directora de la carrera, en cuya gestión participaron los representantes de los estudiantes, Adrián Cabral y Gabriel De Luca, que continuaban la lucha de los estudiantes de Castellano e Historia del último tramo del Proceso y del comienzo de la apertura democrática. Esa participación y los diálogos fluidos con los jóvenes egresados hicieron posible que se crearan los talleres de apoyo de Expresión Oral y Escrita para todos los profesorados en los que se inició Susana Aime, que colaboró intensamente también con el proyecto «La Andariega» diseñado por Teresa Pagnotta3. Gracias a toda esa tradición se elaboró, propuso e implementó la primera Maestría en Ciencias del Lenguaje en una institución pública argentina de enseñanza superior.
La Maestría fue un proyecto innovador que, antes del Mercosur, estableció como obligatorios dos cursos anuales de Portugués y Cultura brasileña, que estaba diseñada para el ingreso de egresados, particularmente, de carreras de Letras y de lenguas extranjeras, que contemplaba el dictado de seminarios en otras lenguas (profesores del Instituto se hicieron cargo de los primeros seminarios de literatura en lengua inglesa), que exigía el cursado de, por lo menos, dos talleres (algunos de los coordinadores fueron Maite Alvarado y luego Gloria Pampillo, para escritura; Francisco Javier, para teatro; Susana Cazenave, para literatura infantil; Carlos Dámaso Martínez, para cine y video). En la elaboración del proyecto intervinieron egresados destacados, como los del grupo de gramática que cité, y Enrique Pezzoni, Leonor Frumento, María Hortensia Lacau, Aída Barbagelata, Susana Cazenave y Nicolás Bratosevich (que, con otros profesores, había sido exonerado por el Proceso Militar) y los más jóvenes profesores, en ese entonces, de la carrera, como los de lenguas clásicas, gramáticas, literaturas, Historia de la lengua, Práctica de la enseñanza. Como representantes docentes del departamento estaban la querida Silvia Calero, cuya decisión y confianza nos sostenían a todos, e Isabel Vassallo, cuya mirada inquisidora se imponía al interlocutor en las batallas académicas que entablábamos. Su gesto político-militante, que admirábamos, no está ausente del libro. En una primera nota, por ejemplo, habla de la «preparación de clases» y dice al referirse a ella:
Una praxis artesanal y entrañable que requiere tiempo, estudio y deseo, y por cuyo reconocimiento tenemos que luchar como lo haríamos por otros derechos nuestros —los de quienes somos docentes— cada vez que las condiciones de trabajo y el modo de funcionamiento del sistema educativo en su conjunto nos la retacea, la desconoce y hasta nos priva de ella.(20)
Isabel se dedicaba desde hacía varios años a dictar Teoría Literaria y recuperaba la tradición de los que la habían precedido y de los maestros a los que había seguido amorosamente en los cursos que dictaban o en sus publicaciones. En una nota de la página 266, reconoce que «el acercamiento a los textos literarios que proponemos en este libro debe mucho a las concepciones barthesianas». Y agrega:
En buena parte, ese abordaje me fue transmitido por maestros tales como los profesores Enrique Pezzoni y Nicolás Bratosevich, formados inicialmente en la filología. Ellos dejaron, en ese sentido, en mi generación y en la siguiente —y entendemos que, a través de estas, en otras— una huella reconocible muy potente.
Esto explica las referencias que hemos hecho a los dos. Pero quiero detenerme un momento en la formación filológica de ambos, que se evidenciaba también en muchas de las orientaciones de la carrera. De esa formación (en la que no se eludía la relación de las variaciones textuales con el contexto y que incluía, tal como se dio con el magisterio de Amado Alonso, el dominio de la estilística) deriva un modo de análisis detenido de los textos, interesado por los juegos del significante, por las opciones que el sujeto va haciendo en cada punto de la cadena, por el haz de rasgos lingüístico-discursivos que comparten un principio constructor. Esa formación fue la base del notable desarrollo alcanzado en nuestro campo por el Análisis del Discurso, entre otros, el literario. En mi juventud se decía que la Filología y la Estilística eran un tipo de análisis del discurso al que les faltaba una teoría de la historia y una teoría del sujeto, que ya era en lo que comenzaba a incursionar la generación de Enrique Pezzoni y Nicolás Bratosevich.
2. Las tres instancias de la obra
El libro que presentamos es resultado de una experiencia pedagógica intensa de la institución y de la autora. La dedicatoria lo señala: «Dedico este libro a los que fueron mis alumnas y alumnos a lo largo de tantos años». Resulta no solo del dictado de Teoría Literaria, sino también de otra experiencia, la desarrollada en el seminario Teoría Literaria y Educación, ya que Isabel continuó las clases de Bratosevich en la Maestría cuando él se jubiló. El nombre de la materia del postgrado articula explícitamente el criterio que se iba a desplegar: los saberes teóricos en relación con la literatura destinados a que los docentes de diferentes niveles los utilizaran en sus clases. Esto implicaba no solo una cuidada selección de los textos literarios de apoyo, sino también el trabajo crítico, desde una perspectiva que, a la vez que desplegara una entrada interpretativa, conjugara lo teórico con lo pedagógico.
La obra de Isabel exhibe la necesidad de interacción de tres instancias en el abordaje de la teoría literaria: el capítulo del libro en soporte papel (la unidad pedagógica de enseñanza), el texto literario que ilustra algunos de los aspectos teóricos, y el análisis crítico presente en la «Extensión digital de clases de teoría literaria. Huellas de una experiencia», en la cual se analiza en forma completa un texto literario. El lector debe articular esas instancias apoyándose en la posibilidad y las facilidades que le brinda lo digital. Cada uno de los términos exige la lectura de los otros y la docente está allí, insistiendo en su importancia, y estimulando el ir y venir, con anticipaciones como la siguiente: «En la extensión digital correspondiente a este capítulo, analizaremos un relato en el que nos interesa rastrear la posible concepción de la literatura que de él se desprende. Se trata de “Un mensaje imperial”, de Franz Kafka».(57)
Las articulaciones con aspectos de la teoría a los que el análisis ilustra en algunas zonas pueden aparecer en notas, como cuando al referirse al relato «Dicha», de Katherine Mansfield, dice en la nota: «Otra vez Volóshinov: aquí vemos, en forma material y concreta, cómo trabajan interactuando, esas tres fuerzas del relato: autor / héroe / lector. El demostrativo estos connota doblemente cercanía, ya que indica proximidad y acerca entre sí los términos de esa tríada». (64)
También, cuando Isabel analiza «Égloga», de Huidobro, anota:
Como se observa, utilizamos la palabra «género» para fenómenos diversos: 1) para denominar a esa modalidad literaria que es la lírica; además, 2) para referirnos a un estilo, asociado a ciertas temáticas y personajes: al género pastoril, que abarca tanto formas narrativas como líricas; por último, 3) a una forma de composición que es lírica y que dentro de la lírica pertenece al mundo de lo pastoril: la égloga. (45-46)
En las notas retoma, entonces, categorías del capítulo del libro mostrando un vínculo que, si bien no es lo central del análisis crítico, expone el volver propio de la clase para aclarar o reforzar lo dicho: «Función núcleo: un hombre lleva al muerto a un baldío para ocultarlo. O bien: secuencia del ocultamiento del cuerpo del delito».(28)
Las referencias teóricas aparecen, además, en el cuerpo del texto analítico, como en el siguiente segmento final, al hablar, como en el caso anterior, del cuento de Roa Bastos. En él la interpretación se asienta en un análisis que recupera saberes desplegados en el capítulo pero que avanza más allá de ellos:
La elección de la tercera con focalización externa, en cambio, permite observar y conjeturar sobre desplazamientos, gestos, acciones y reacciones. Y es esto lo que, paradójicamente, abre infinitamente la significación del relato. De la mirada más desapegada se obtiene la mayor información, la impresión más intensa, la mayor carga en términos de efectos estéticos y éticos. (31)
Pero lo central en la «Extensión…», es abordar la singularidad de los textos. Isabel sintetiza su derrotero al comienzo del Capítulo 11, «Dos teorías sobre la novela», con el análisis de Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos:
Se trata de considerar, en relación con esta obra, algunas categorías relativas a dicho género. El foco estará puesto en la caracterización del héroe novelesco como individuo problemático y en lo que podríamos denominar el plurilingüismo de la novela. A esto se sumará, como es lógico, la consideración de una serie de rasgos puntuales, propios de este texto en particular, porque, como se habrá visto a lo largo de este libro, se tiende a observar cada texto literario en su singularidad y no como pura muestra o ilustración de una red de conceptos teóricos.(71)
El análisis remite al objeto y a la teoría. El primero nos atrapa e interpela, pero la búsqueda de la interpretación requiere la otra lectura, la del texto crítico, que recurre a categorías teóricas, pero que las excede ampliamente mostrando la destreza analítica de la autora. Su detenimiento es cercano a la lectura por lexias que propone Barthes en S/Z y en el estudio de «La verdad sobre el caso del señor Valdemar», de Poe. Al primero de esos textos Isabel se refiere en el Capítulo 12, «Roland Barthes y su teoría del texto: del trabajo del sueño al trabajo del texto», en el que sintetiza los pasos metodológicos de esa lectura morosa a la que los docentes estamos habituados, en la fragmentación de espacios textuales y el reconocimiento de los hilos que lo tejen a partir de las asociaciones que despierta en el lector, y que ancla en la vieja tradición pedagógica de la explicación de textos. Al analizar Enero de Sara Gallardo, Isabel expone lo que retoma de Barthes:
Se trata más bien de aprehender en vivo en qué consiste este modo de operar; de reconocer, en el transcurso de una lectura […] cuáles son las grandes líneas de sentido que, como enseña Barthes, no derivan de la nada: ni de nuestro genio lector ni del genio del que produjo la obra […] sino que remiten a códigos que nos constituyen porque, como un lenguaje, nos anteceden, nos atraviesan y nos trascienden. (87-88)
Cuando focaliza, en relación con el capítulo 4, «Narratología: estructura y procedimientos del relato», el cuento «El baldío», de Roa Bastos, Isabel plantea lo que podemos proyectar a otros de sus análisis:
He optado por hacer un seguimiento muy pormenorizado del texto, como si lo estuviéramos leyendo con lupa; porque me parece que el modo en que este autor textual/narrador cuenta y en que nos hace responder como lectores requiere, precisamente, de nosotros una lectura crítica pormenorizada, singularizadora, sensible a los más diversos acentos del discurso, atenta a los mínimos efectos.(26)
3. Sobre lo contextual
En el libro de Isabel abundan las referencias al interdiscurso literario que impulsan un mirar sociohistórico que contextualiza: cuando dice, por ejemplo, «se inscribe en la poesía de los sesenta», o «en este caso aparece el investigador no profesional propio del cuento policial argentino del siglo XX». Se ponen de relieve las formas de apropiación, no solo de lo consagrado como literario, sino también de los múltiples discursos sociales (como el de la crónica policial, en Piglia).
Por otra parte, en diversos análisis muestra cómo marcas textuales son indicios que remiten al contexto, lo interrogan y problematizan, e intervienen en la interpretación. En «Misión», del poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre, que le permite trabajar el tema del lector implícito y el lector empírico, en un recorrido minucioso que explora la densidad semántica del texto, se detiene en «morirás aquí», «no serás relevado», la fecha inscripta en el cierre, «1982», el título «Misión». Citaré solo el segmento final:
Hay aquí un código común al yo y al lector reales, empíricos, que saben bien que ese año está marcado por la guerra y la derrota. Pero la inscripción del año al pie del poema por parte del sujeto de enunciación poética es un modo de hacerle señas a un lector-en-el-texto que obliga al lector real a adquirir —si no la tiene— esa competencia histórica para significar con otro componente más el poema como un todo. El título «Misión» superpone las dos lecturas: una sobre la identidad, la pertenencia y el origen, de tipo existencial; otra vinculada con un hito en la historia de un país, hito e historia asociados al horror y al dolor: la dictadura de 1976-1983. La «misión» del título es la de permanecer, la de sobrevivir y saber. (289)
Isabel hace jugar en el análisis, además, distintas temporalidades.
Apela a la larga duración cuando remite, en uno u otro estudio, al devenir de las producciones del mundo antiguo, de la Edad Media o del Renacimiento, y a los variados retomes de la Modernidad. O cuando recupera tradiciones, en relación con una problemática como la del vínculo entre misticismo y erotismo, que aparece en una nota a «Pecado mortal», de Silvina Ocampo, en la que se refiere al Cantar de los cantares, a la poesía mística y también a manifestaciones icónicas, como las imágenes barrocas de éxtasis de santas.
Asimismo, convoca la temporalidad próxima, de lo coyuntural. Se refiere, entonces, a la relación de la égloga de Huidobro con la tradición pastoril y a su negación como expresión de las vanguardias del XX: Isabel habla del «imperativo emblemático» «No poetizar lo ya poetizado. O no volver a poetizar del mismo modo».
En el poema «Sueños de Ariadna», en cuyo análisis trata la reconfiguración del mito, Isabel desgrana cómo lo deseado en el sueño es posible porque la época (último cuarto del siglo XX) invita a reescrituras, reelaboraciones, pero también por la preocupación del momento ligada «a la reivindicación de la mujer, al necesario imperativo de que se le atribuyan otros roles que los tradicionales» (61).
Destaco su interés por llevar al lector a los contextos en los que se conformaba el saber teórico del que habla cada vez. Sus observaciones recuperan el valor de los espacios colectivos en la producción de conocimientos, que permiten construir algo así como una cartografía intelectual que entrama vínculos y filiaciones. Cuando se refiere al grupo de Bajtín señala:
Se suma a esto que, fenómeno propio de la Rusia soviética de los años veinte, el trabajo en grupo propiciado en principio por el pathos revolucionario y motivado por la comunidad de intereses intelectuales y existenciales tanto personales como colectivos de ciertos sujetos, no solo da lugar a coincidencias sino también a la toma de posiciones diversas, o posibles de ser discriminadas unas de otras a partir de ciertos matices.(216)
Quiero detenerme en las «Palabras para el cierre de este libro». Allí, Isabel se interroga a partir de su obra por las condiciones de producción de una Teoría Literaria, que cristaliza en la pregunta que le formulan y se formula «¿No existe la teoría literaria argentina?» Y en el reconocimiento de que «los estudiosos argentinos y latinoamericanos aparecen en general asociados al ejercicio de la crítica, o de la docencia, o a la elaboración de panoramas históricos». Una primera respuesta «global» que se da es la de la ubicación periférica de nuestros países. Dice:
Como si los grandes sistemas con pretensiones universales no fueran lo nuestro, sino una búsqueda «desde abajo» que nos permita descubrirnos en nuestra particularidad, explicarnos y comprendernos. O, en todo caso, como si la construcción y ejercicio de un perfil singular, específicamente en el campo de la teoría literaria, tuviera que ver con el hecho de poder marcar con una impronta propia otros legados. Y sabemos de eso, porque, en un sentido amplio, formamos parte de un continente mestizo, hecho de cruces culturales. No somos trasplantados, no somos réplicas.(300)
Retoma, en apoyo, aserciones de Josefina Ludmer: «La teoría literaria está metida adentro, por lo general, de la crítica», «Si queremos pensar una teoría propia, tenemos que empezar a pensar sobre los problemas propios, que son los que nos van a llevar a constituir un cuerpo teórico también propio», y su invitación a preguntarnos «dónde están las teorías de nuestras prácticas literarias».
Asimismo, de la afirmación de Daniel Link, «El destino de la crítica y de la historia literaria no puede ser sino la pedagogía», deriva:
Se trata de campos de la praxis literaria que nos permiten tomar conciencia de quiénes somos o, mejor aún, de quiénes vamos siendo. De allí, de un modo crítico y situado de leer a los propios y a quienes piensan y producen aquí y en otras latitudes, pueden surgir hipótesis teóricas que se hagan cargo precisamente de nuestras propias prácticas.(301)
En relación con estas cuestiones que nos interpelan a todos, y en la misma línea argumentativa, podemos considerar que pensar las propias particularidades como universales e imponerlas universalmente es, desde la conformación de las economías mundo, un atributo del centro. En la lucha por la apropiación de la periferia esto funciona como instrumento de subalternización. Para enfrentar esto, los países periféricos han tomado distintas posiciones. Una, analizar críticamente esos discursos «universales» a partir de la experiencia propia y del reconocimiento de las contradicciones, desajustes con los objetos que analizan y los procesos con los que se vinculan, incongruencias, limitaciones, pero, a la vez, apropiarse de sus potencialidades, ya que lo que el ser humano ha producido en distintas latitudes nos pertenece como derecho de la especie. Otra, reflexionar en profundidad en nuestras prácticas, en este caso literarias, y en los ejemplares producidos en ese campo y tender al hallazgo que devele procedimientos y mecanismos generadores de efectos de sentido que puedan proyectarse a otros objetos, no como generalización/ilustración, sino como conjeturas en continuos y productivos desplazamientos que dialogan con lo supuestamente universal pero también con las singularidades variadas (no solo las propias), que se resisten al disciplinamiento interpretativo pero que exponen, como Isabel lo reitera, su «poética». De cualquier manera, la posición desigual persiste y posiblemente sea eso lo que nos mantenga intelectualmente activos interrogando el alcance y el sentido histórico de nuestras producciones.
4. En torno al género
Volvamos al libro desde lo que inicia el último párrafo, en la página 301: «(Este libro) no hubiese tenido lugar si yo no hubiera abrazado la docencia».
Los que experimentamos la pasión pedagógica respondemos a los agudos requerimientos de una determinada etapa con materiales que pensamos como didácticos y que, en algunos casos, diseñan nuevos géneros. Fue, en mi experiencia, la elaboración del género «cuadernillo» en la primera etapa de Semiología, cuando teníamos que implementar una cátedra masiva, que dictaba tres trimestres anuales con 5000 alumnos y 120 docentes. Fue una salida precaria que circuló por el país rearmada de distintas maneras, con variados cortes, pegadas y agregados cuya misma precariedad hacía posibles. O los «videos académicos» de la serie El derecho a la palabra, generados por exigencia de la pandemia y que cuenta ahora con 40 producciones que se transmiten por Youtube, lo que permite una llegada más amplia y múltiples utilizaciones.
Isabel imaginó, en el momento de la pandemia y como un legado orientador para estudiantes, para docentes en ejercicio y para las nuevas generaciones, el género «clase escrita», que no es la clase grabada que va fijando anualmente el desarrollo del curso, sino lo esencial de las clases recordadas de un recorrido apasionado e insistente sobre los temas que definen, en este caso, un primer año de Teoría Literaria, «un repertorio más o menos estable de problemas, conceptos, tendencias» como nos dice la autora (21). En ese trayecto articuló los recursos con los que se cuenta: estos le permitieron el juego, que señalamos, entre texto central en soporte papel, análisis en soporte digital, y texto literario cuya materialidad puede ser diversa, pero cuya búsqueda Internet facilita.
La potencialidad de los géneros pedagógicos reside no solo en la concepción creativa que el docente escritor/editor propone como respuesta a lo que lo interpela y que lo obliga a bucear en su historia personal, sino también a las posibilidades de las tecnologías de la palabra en un determinado momento, que son también exploradas por otros con objetivos diferentes. Recuerdo la fascinación que me produjo este año, gracias a un trabajo de Gonzalo Blanco, descubrir los fanzines punk que se elaboraban al mismo tiempo que los cuadernillos de Semiología, y que compartían muchos de sus rasgos materiales. Le pedí a Gonzalo que, como una forma de dar una imagen más juvenil (y no la de Tiranosaurio Rex, como mi hijo menor escuchó que me nombraban en una cola de inscripciones a materias), hiciera correr la bolilla de que «Elvira era punk» y que mostrara como prueba los dos materiales (los fanzines de Resistencia y los cuadernillos de Semiología).
Leamos un párrafo magnífico y notablemente significativo de las «Palabras preliminares»:
El género de la clase es uno de los más ricos y versátiles en su constante exceder ese necesario bosquejo que había surgido al prepararla, uno de los más dialógicos, más interactivos, cargados de desafío intelectual y de riesgo. De la clase queda —a veces de por vida— el recuerdo de un clima, una voz, los modos de la interacción adoptados, el privilegio concedido por el/la docente a ciertos textos. Su trasposición a la escritura la transforma en otra cosa: hace de lo trasmitido oralmente algo más que el recuerdo de una experiencia vivida; le da la permanencia y la consistencia del documento, que pasa a ser una memoria de otro orden, aunque no anule ni sustituya la experiencia del recuerdo personal.(20)
La justificación del lugar de los capítulos. El último capítulo sobre la teoría de la recepción se inicia con una reflexión acerca de por qué está ubicado al final:
Puede parecer paradójico que esta tendencia aparezca en el final del libro, si en él se ha venido sosteniendo que la experiencia de la lectura literaria es el punto de partida de toda reflexión sobre la literatura. Pero sucede que me atengo a la organización que he dado a mis clases y a los modos de articular los programas —más allá de las variantes que haya ido produciendo en ellos a través del tiempo— allí, las teorías de la recepción funcionaban como cierre. Este ordenamiento, lejos de resultarme contradictorio y más allá de que cronológicamente tiene su sentido, permite efectuar una síntesis y culminar un proceso. Porque los planteos provenientes de las teorías de la lectura han tenido lugar, aproximadamente, cada vez que se llevó a cabo la lectura de los textos literarios durante el curso. (283)
Por otra parte, abundan los anuncios de lo que el lector va a encontrar en cada tramo, la información necesaria para la justificación de su armado y la misma partitio:
En este capítulo y en el que sigue presentaremos tres escuelas teóricas que resulta necesario ver ligadas entre sí por el hecho de que parten de una misma perspectiva: la semiológica. Esta radica en una concepción según la cual la literatura está hecha de palabras, de signos (verbales, lingüísticos). Nos ocuparemos, entonces, aquí, del formalismo ruso y, en el capítulo próximo, de modo más sucinto, de sus herederos más inmediatos: la Escuela de Praga, en la que destacamos particularmente a Jan Mukarovsky —sobre todo el de los años treinta— y la denominada semiótica soviética, tal como la presenta fundamentalmente Yuri Lotman. Nos interesa anticipar que estas tres escuelas, en forma sucesiva, estudian la obra como sistema de signos… (167-168)
Son comunes recapitulaciones parciales y segmentos resuntivos de tramos más breves, que son muy útiles para el lector:
Es visible, pese a la brevedad de lo expuesto, cómo Lotman retoma preocupaciones del formalismo, tal como lo hace Mukarovsky desde la Escuela de Praga: el estudio de las obras literarias como inseparable del estudio del lenguaje; las relaciones entre lenguajes no artísticos y artísticos; el valor de la forma; la visión de la obra como estructura. (209)
Son numerosas, además, las precisas remisiones internas en notas o en cuerpo del texto. En la nota 2 del capítulo 8: «Pero tengamos en cuenta que en el Capítulo 4 de este libro se ha desplegado una cantidad de herramientas derivadas del trabajo analítico/descriptivo del estructuralismo francés; y así también se ha procedido en el capítulo 5, en relación con el lenguaje poético». (167)
Leamos ahora qué rasgos de las clases que aparecen en las páginas de su libro destaca Isabel, con notable lucidez:
La morosidad en ciertos desarrollos; la ejemplificación numerosa; el temblor que es propio de la duda y del rechazo por lo excesivamente asertivo; la mención de conceptos o de posturas que no se despliegan, pero que quedan flotando como posibilidades que se sugiere sean investigadas por cuenta de quien lea, así como antes, en la clase, fueron sugerencias para la escucha. Asimismo, las abundantes notas al pie registran muchas veces, más allá de la información que proporcionen, cierto estilo digresivo que reconozco como propio de mis clases y al que me resultaba imposible no acudir: citar unos versos, recurrir a una bibliografía que no va a ser tratada en el curso pero que se recomienda por considerarla imprescindible para la formación de un docente en Letras y abrir nuevas perspectivas.(21)
Recorramos, ahora, algunas de las expresiones discursivas de la orientación al docente, que es un aspecto valioso del texto. Unas exponen las decisiones que ha tomado para el dictado de las clases y que pueden ser seguidas productivamente. Al referirse al formalismo dice:
[…] para iniciar en el conocimiento de esta corriente hemos acudido muchas veces a dos textos, uno de Emil Volek (1985) y otro de Tzvetan Todorov (1991 [1984]). La lectura, incluso fragmentaria, del primero nos ha permitido brindar un panorama previo a la lectura de los textos escritos por los jóvenes teóricos. Con respecto al segundo, una síntesis de su estudio nos ha facilitado, a modo de marco organizador, llevar a cabo la lectura de algunos textos fuente, así como para ir extrayendo de ellos conceptos fundantes. (171)
Y continúa con la exposición de lo fundamental de esos marcos. Incluso aparecen comentarios que cuestionan una simplificación excesiva, anticipan desarrollos posteriores y valoran algunos aspectos:
Es cierto que algunas conclusiones a las que él llega podrían matizarse, según se verá más adelante, pero me parece productivo el criterio que utiliza para dar a conocer los conceptos más importantes del formalismo. (172)
Y esto le permite organizar el desarrollo posterior a partir de la pregunta «¿Cuál es ese criterio?» Hay consejos didácticos, por ejemplo, «estrategias para enseñar a leer poesía», que siguen a reflexiones sobre las peculiaridades del objeto y que se despliegan con amplitud. Solo señalamos los comienzos:
1. En primer lugar, presentar una serie de poemas, de épocas diferentes, pero no muy distantes de la contemporaneidad de estos lectores […]
2. El segundo paso sería trabajar el texto en su construcción. ¿Cuál es el ritmo? ¿Hay recursos destacables vinculados con la sonoridad? […]
3. Un tercer momento nos llevaría a volver a leer los poemas elegidos después de haber hecho ese doble trabajo de descripción del texto poético: construcción y sentido […]
Otras afirmaciones valoran pedagógicamente el tratamiento, que hacen las fuentes, de los temas:
Este texto reúne y conecta una serie de problemas más que interesantes y centrales para quien quiere enseñar literatura. Especialmente creo que permite dejar atrás de un modo definitivo unos cuantos imaginarios obstaculizantes. Por ejemplo, la idea de que somos sujetos aislados, que leemos independientemente de toda estructura social… (205)
En mi experiencia personal y docente, he descubierto que la lectura de estos trabajos ilumina la actividad y la conciencia críticas de modo peculiar.(215)
Encontramos comentarios que impulsan al lector a avanzar en sus propias búsquedas:
En el final de la primera parte de su exposición, Todorov alude a la filiación romántica de los formalistas, fuesen ellos o no conscientes de ese hecho. No voy a dedicarme a desplegar esta cuestión, pero creo que las referencias que hace el autor al respecto constituyen un excelente punto de partida para que quienes lo lean realicen sus indagaciones.(176)
Una nota amplía el comentario, indicando los autores a los que Todorov se refiere porque su lectura y las citas que integra «inducen a ahondar en esas obras y a establecer —aun con línea punteada— el hilo conductor que une a aquellos pensadores con estos»(176).
Creo que una síntesis que ejemplifica la preocupación por la orientación al docente, más allá del eje temático que desarrolla, es la que aparece como «Una anotación necesaria» en la página 159. Allí se refiere a la introducción, en la cátedra, de la tragedia griega, propone que se recurra a obras de Sófocles o de Eurípides, justifica el gesto:
Sienta una base sólida e invalorable para comprender las relaciones entre mito y literatura; para discernir tipos de conflictos trágicos; para confrontar, como punto de referencia insoslayable, con las tragedias de Shakespeare, por ejemplo, y/o con el drama romántico; así como para observar hasta qué punto la profusa reescritura de la que la tragedia ha sido objeto en el siglo XX —es notable este fenómeno en la Argentina—permite observar de modo nítido la diferencia de perspectivas y un giro trascendente en lo que se refiere a la visión del mundo que la hizo surgir, en contraposición a las diversas visiones que dan origen a estas reversiones. (159)
Y aconseja algunos títulos de una bibliografía «imprescindible» para quien va a enseñar literatura. Los autores indicados son los clásicos: Aristóteles, Nietzsche, Jaeger y Steiner.
Otras orientaciones se centran en posibles actividades de los estudiantes pero también de los docentes, como lo muestran sus propios ejercicios en la «extensión digital». En relación con Barthes va a indicar que «resulta enormemente eficaz proponer la práctica de escribir la lectura en las clases de literatura. De este modo, la lectura de un texto, entendida como participación de un proceso de semiosis incesante, se transforma en algo asible y comunicable, que luego se pone en común dentro del grupo lector» (279-280). Señala en nota los diferentes espacios educativos en los que puso en práctica el ejercicio, pero no deja de alertar sobre los peligros que hay que considerar: por un lado, el librarse a la imitación del modelo y no «adaptar la metodología a las necesidades de la lectura y de quienes leen»; y, por el otro, «malinterpretar eso que Barthes llama «lúdico» apelando a una lectura descontextualizada, desenfocada, puramente proyectiva»(280).
5. Para concluir
Creo que en los que amamos la docencia, en sus diversas manifestaciones, nuestra producción intelectual está indisolublemente ligada a esa práctica. Pensamos y escribimos para un destinatario para el cual deseamos que lo que decimos le sirva para avanzar, y que desee hacerlo. Las mejores ideas nos surgen en relación con las exigencias de la clase, adopte esta la forma de una conferencia, una secuencia didáctica, una explotación pedagógica de textos, una puesta al día de los recorridos intelectuales, incluso, una presentación de libros, un artículo o un capítulo. Ese destinatario omnipresente en el que buscamos despertar el deseo (a lo que Isabel vuelve insistentemente) de internarse gozosamente en la aventura del conocer y del recorrer otros espacios posibles, guían no solo nuestras opciones discursivas, sino también nuestros proyectos. El valor del libro de Isabel, más allá de la rigurosa exposición de los temas que ha decidido abordar, del sesgo novedoso que da a la reflexión sobre categorías necesariamente transitadas en los estudios literarios, de la preocupación por situar sociohistóricamente los discursos en los que abreva teóricamente y los que analiza, y de ese juego entre teoría, texto literario y crítica que propone, reside en que pone en el frente de la escena el hacer generoso del docente.
Como una de las últimas maestras normales nacionales en actividad, como me gusta caracterizarme, felicito también a Isabel, a propósito de su libro, por su espíritu de lucha, su conciencia política y su perseverante confianza en la enseñanza.
1 Isabel Vassallo es profesora de Castellano, Literatura y Latín, egresada del Instituto Nacional Superior del Profesorado, casa en la que enseñó, durante casi cuarenta años, Teoría literaria en el grado, y Teoría literaria y Educación, en el posgrado (la Maestría en Ciencias del Lenguaje, hoy Diplomatura). Formada en la tradición teórica y pedagógica de este Instituto, entre cuyos grandes nombres se encuentran Alonso y Ureña, los hermanos Lida, Ana María Barrenechea, Mabel Rosetti, Enrique Pezzoni, Nicolás Bratosevich, María Luisa Freyre, entre otros, Isabel ha reunido los aportes de esta tradición que reconoce hitos teóricos como la filología y la estilística, el estructuralismo, y la apertura a los estudios semiológicos y de análisis del discurso, en una singular síntesis con un fuerte énfasis en la formación de profesores. Tiene un número importante de artículos que aportan reflexiones en este campo y en el de la crítica académica, como La narración gana la partida, perteneciente a la Historia Crítica de la Literatura Argentina coordinada por Noé Jitrik y Poesía y función poética. Leer poesía. Enseñar (a leer) poesía. Ha participado también en la escritura de manuales de Lengua y Literatura para el nivel medio. Publicó tres poemarios: Los motivos ardientes (1997); Memoria de la hierba y otros poemas seguido de El Minotauro (2013) y Diamante de afilada pena (2018). Desde el año 2000, coordina talleres de escritura literaria y es una promotora entusiasta de alumnos/as y exalumnos/as, talleristas y ex–talleristas que publican sus producciones, como concreción de un perfil de profesor que Vassallo difunde casi implícitamente: docentes que leen y escriben en comunidad, docentes que publican.
2 Sobre este Instituto, su origen e historia, recomendamos la lectura del artículo Filología y estilística en el Instituto Nacional Superior del Profesorado, de Calero, Rizzi y Di Vincenzo (2022), en este mismo sitio. Disponible en: https://glotopolitica.com/2022/05/17/filologia-y-estilistica-en-el-instituto-nacional-del-profesorado-secundario-un-giro-americano-en-la-ensenanza-de-la-lengua-materna/
3 Teresa Pagnotta fue profesora de las cátedras de Metodología y Residencia del Instituto durante muchos años. Desde allí desarrolló junto con la profesora Susana Aime el proyecto de promoción de la lectura «La Andariega» (como homenaje al carromato donde Javier Villafañe transportaba sus títeres y su organito de pueblo en pueblo para hacer sus funciones). Este proyecto no solo instaba a promover la lectura de libros en cualquier ámbito, sino que también formaba a los estudiantes del Profesorado de Castellano como mediadores culturales. El proyecto fue reconocido con el Premio Presidencial «Escuelas solidarias» (mención en 2004) del Ministerio de Educación de la Nación, el Premio Presidencial «Prácticas Educativas Solidarias en Educación Superior» (premio especial en 2001) y el Premio Municipal «Programa Escuelas Solidarias» de la Secretaría de Educación del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires (primer premio en 2001).
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